¿La UE genera inestabilidad externa?

La Unión Europea es objeto de merecida admiración por hacer imposible la guerra entre sus miembros. Esta no es una hazaña menor en un continente que ha vivido en estado de guerra semipermanente durante dos milenios.

No solo es que no podamos ni imaginarnos a los viejos adversarios de los siglos XIX y XX —como Francia y Alemania— en guerra nunca más. Es que lo mismo sucede con otras enemistades menos conocidas que han provocado derramamientos de sangre periódicos: entre polacos y alemanes, húngaros y rumanos, griegos y búlgaros. También es impensable la idea de que Reino Unido y España puedan acabar reproduciendo la guerra de las Malvinas a propósito de Gibraltar.

Pero la estabilidad geopolítica interna no ha ido acompañada, en las dos últimas décadas, de la estabilidad geopolítica externa en el entorno de la Unión. La mayoría de los grandes Estados miembros de la UE —Reino Unido, Polonia, Italia, España— participaron, a menudo con entusiasmo, en la Operación Libertad en Irak, que provocó la muerte de medio millón de personas, desestabilizó aún más Oriente Próximo y engendró el Estado Islámico.

Después, al parecer sin haber aprendido la lección, Francia e Italia iniciaron otro cambio de régimen, esta vez en Libia. La campaña terminó en anarquía, otra guerra civil, dos Gobiernos rivales y el bloqueo del Consejo de Seguridad de la ONU durante años, puesto que es evidente que China y Rusia no van a volver a permitir otra intervención militar de Occidente en mucho tiempo.

Las guerras en el largo arco que va de Libia a Afganistán, y en las que participaron las potencias de la UE, fueron la causa inmediata de las grandes avalanchas de refugiados de hace unos años y que todavía hoy continúan. (Como he escrito en otra ocasión, la causa fundamental de las migraciones es la gran diferencia de rentas entre Europa y África y Oriente Próximo, pero la causa inmediata de los estallidos repentinos fueron las guerras).

El siguiente ejemplo de inestabilidad fue Ucrania, donde el Gobierno de Víktor Yanukóvich, que simplemente había aplazado la firma de un acuerdo con la UE, fue derrocado en 2014 por un movimiento golpista que contó con el apoyo de la Unión. No cabe duda de que la posible alternativa —una hipótesis razonable— con esos mismos acuerdos entre Ucrania y la UE firmados, sin guerra en el este del país y con Crimea aún parte de Ucrania, habría sido muy preferible a la situación actual, que amenaza con convertirse en una guerra de dimensiones mucho mayores.

Por último, pensemos en Turquía, que tiene un acuerdo de asociación con la Comunidad Económica Europea desde 1963 y, por tanto, lleva más de medio siglo en la antecámara para el proceso de plena adhesión. La primera etapa en el poder de Recep Tayyip Erdogan se caracterizó por sus políticas proeuropeas, el deseo de crear una “democracia islámica”, según el modelo de las democracias cristianas de Italia y Alemania, y el control civil del ejército. Pero la constatación de que, debido a su tamaño y seguramente a su religión dominante, Turquía nunca sería reconocida como parte de Europa, hizo que Erdogan diera un giro gradual hacia una dirección totalmente distinta, y casi sin ninguna posibilidad de que regrese a su posición europeísta inicial.

El interminable periodo de espera, con unas negociaciones también interminables sobre lo que ya son 35 capítulos que requieren el acuerdo de los países candidatos y los 28 (pronto 27) miembros, es la base de la frustración que despierta la UE en los Balcanes. Atrás quedaron los días en los que Grecia pudo ser miembro después de un par de meses (como máximo) de negociaciones y un acuerdo entre el presidente francés, Valéry Giscard d’Estaing, y el canciller alemán, Helmut Schmidt. Europa no tiene ni palo ni zanahoria que ofrecer aunque lo disimule con unas negociaciones, como dejaron recientemente en evidencia los dirigentes kosovares cuando se enzarzaron en una guerra comercial con Serbia. La UE pudo expresar sus “disculpas” pero la ignoraron. En otros tiempos, ni Kosovo ni ningún otro Estado balcánico se habría atrevido a desafiar a Europa de forma tan abierta.

Todo ello significa que Europa necesita una política exterior mucho más meditada en relación con sus vecinos. Existen indicios de que ha empezado a moverse en esa dirección, pero es un avance demasiado lento y vacilante. Es necesario un pacto multilateral con África para regular la migración desde el continente con el crecimiento demográfico más rápido y las rentas más bajas. Hacen falta muchas más inversiones europeas en cosas tangibles, no en conferencias. En lugar de quejarse sobre la iniciativa china de la Franja y la Ruta de la Seda, Europa debería imitarla y, si desea contrarrestar la influencia política de China, invertir también dinero para hacer más amigos en África. También son necesarias políticas mucho más proactivas en el marco de la iniciativa del Mediterráneo, mientras que habría que renunciar a las opciones militares en la región, igual que se ha renunciado a ellas dentro de la Unión.

En cuanto a los posibles miembros, tanto en los Balcanes como las repúblicas occidentales de la antigua Unión Soviética habría que sustituir las negociaciones interminables o por asociaciones especiales sin expectativas de incorporarse a la UE o por unas negociaciones más claras y de plazo limitado que conduzcan a dicha integración. Ambas opciones dejarían más claro qué esperar y evitarían resentimientos y frustraciones.

El reto más importante es la relación con Turquía. La UE no tiene un proyecto para Turquía después de Erdogan, ni puede ofrecer nada a la oposición laica del país, porque no tiene claro si quiere que Turquía pertenezca o no a la Unión. Debería ser evidente que contar con una Turquía europea, con su enorme potencial económico y su influencia en Oriente Próximo, acarrearía enormes beneficios económicos y estratégicos. Además, esa Turquía tendría otro comportamiento en Siria y Anatolia, porque dispondría de un incentivo para obedecer las normas europeas.

En resumen, esta revisión de la política de vecindad de la UE exigiría tres cosas: más ayuda económica a África, dejar de apoyar guerras y cambios de régimen y normas y plazos mucho más claros para las negociaciones de adhesión.

Branko Milanovic es economista y profesor en la Escuela de Políticas Públicas de la Universidad de Maryland. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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