La UE intenta frenar la inmigración

Según estimaciones de la Comisión Europea que reproduce el Financial Times, entre 3.000 y 4.000 personas se ahogaron en el 2006 tratando de llegar desde África a las costas de Europa. Ante esta espantosa tragedia humana, el comisario de Justicia de la Unión Europea, Franco Frattini, ha propuesto una serie de medidas para impedir que estos números se repitan y aumenten, que van desde endurecer las penas a los empresarios que contraten a sin papeles hasta crear un sistema moderno, el Frontex, para vigilar los accesos a Europa por mar. Las experiencias de España, Italia y Malta, los países de la UE cuyas costas están más cerca de África, le han estimulado a pasar a la acción. Se estima que 30.000 personas, cinco veces más que el año anterior, llegaron a las islas Canarias en el 2006. Pero las opciones verdaderas que tiene Frattini para detener los flujos de emigrantes que llegan a las costas europeas son bien limitadas.

La economía sumergida es, sin duda, un factor de atracción de emigrantes. El hecho de que en Italia y España haya muchos empresarios dispuestos a contratar a precios bajos (e ilegales) a los desesperados que huyen de la miseria de sus países para buscar una vida mejor crea incentivos económicos para la emigración. Si se redujera la contratación ilegal de emigrantes, los flujos bajarían, pero las economías sumergidas probablemente tendrían dificultades para subsistir y crecer.

Ahora bien, la economía sumergida representa tanto en Italia como en España una parte sustancial de la actividad económica del país (entre el 20% y el 30% del PIB oficial, según diversas estimaciones). No se puede eliminar de un plumazo la economía sumergida sin torpedear la línea de flotación de la economía que navega por las aguas de la legalidad.

La vigilancia de las costas tiene unas metas poco claras. El Frontex (la red de patrullas aeronavales) no se sabe bien qué pretende. En principio, se le podrían asignar tres metas: evitar que salgan de las costas africanas cayucos con emigrantes hacia las costas españolas; que no se ahoguen en la travesía, y que se sepa dónde y cuándo desembarcan. Se podría añadir la identificación de los orígenes de los navegantes para facilitar su repatriación, aunque esto es más difícil.

La primera meta no se puede lograr si no se implican en el proceso las autoridades de los países de origen. Los navíos de la UE no pueden obligar a los cayucos a volver a puerto, a no ser que se lo pidan y lo autoricen las autoridades del país. Evitar que se ahoguen es una acción humanitaria que ya en sí misma tiene sentido. Pero como medida para evitar la emigración es contradictoria, porque la vigilancia por medio de aviones y barcos hace la travesía más segura en términos de sobrevivir al mar, aunque no en términos de permanencia en el país de destino. Finalmente, su efectividad para la repatriación es dudosa, si no se cuenta con la aquiescencia de las autoridades de los países de origen. En resumen: lo único viable y positivo de la misión del Frontex sería hacer la navegación clandestina más segura. Suena raro, pero es así.

Hay que reconocer que los gobernantes europeos no tienen muchas opciones. Ni parece que mucha claridad. ¿Qué quieren lograr con una política de "ordenación de la inmigración"? ¿Eliminar los flujos? Eso es imposible por ahora. Además, la vieja Europa necesita emigrantes jóvenes. ¿Reducirlos a un ritmo que favorezca el empleo y la integración de los recién llegados en la sociedad española? Eso sería el ideal. El problema es que nadie sabe cuál es ese ritmo y cómo se pueden modular las fuerzas que impulsan la emigración para mantener el flujo al ritmo ideal.

A la UE le hacen falta dos tipos de complicidades para ordenar la inmigración: la de los empresarios sumergidos y la de las autoridades de los países de origen. Los empresarios, contratando legalmente en origen, o trasladando su producción donde reside la mano de obra (aunque la Política Agrícola Común no incluye la deslocalización de actividades agrícolas), y las autoridades, regulando la salida de emigrantes hacia Europa. Pero ¿cuántos empresarios estarían dispuestos a sacar a la superficie sus economías sumergidas? ¿Y cuántos gobiernos, dispuestos a renunciar a las remesas de sus emigrantes?

Mientras las diferencias en desarrollo y nivel de vida sean tan abismales, la fuerza de atracción (o de expulsión) será inmensa. Para ir cerrando la brecha no iría mal revisar nuestras políticas de comercio y cooperación con los países de África. Vendemos excedentes agrí- colas y agroindustriales en esos países en forma de ayuda, incluso cuando con ello destrozamos los mercados locales. Vendiendo pollos a dólar la pieza, por ejemplo, quitamos a los avicultores locales la posibilidad de vender los suyos a precio de coste. Colocamos en África nuestros excedentes, y no dejamos entrar en Europa los suyos. En definitiva, la solución a las cuestiones que la emigración plantea a la UE no se puede hallar independientemente del marco de relaciones políticas y económicas entre Europa y los países implicados.

Luis de Sebastián, profesor honorario de Esade.