La UE que no sabe decir que no

En el mes de julio, el anuncio del nuevo fondo de recuperación de la Unión Europea de 750.000 millones de euros (918.000 millones de dólares), llamado Next Generation UE, fue considerado revolucionario por muchos (y con justa razón). Nunca antes la UE se había endeudado para financiar transferencias y préstamos baratos para ayudar a los estados miembro a recuperarse de una importante sacudida económica. Al romper con tabúes de larga data, la iniciativa puede inclusive allanar el camino para una unión fiscal.

Pero la UE no puede alcanzar sus objetivos a menos que el dinero blando venga de la mano de estándares duros. El dinero del cielo puede ser una bendición y también una maldición. Si se lo gasta bien, puede poner fin a los atolladeros políticos y dar lugar a recuperaciones económicas. Pero si se lo distribuye indiscriminadamente, alienta la captura estatal y el clientelismo político. Los fondos de recuperación deberían defender los valores de la UE y cumplir objetivos bien definidos.

Para que su ambición encomiable no se desvirtúe, la UE debe poder decir que no a los estados miembro, cuando los autócratas electos pisotean abiertamente los principios europeos utilizando al mismo tiempo dinero de la UE para endurecer su control del poder, y si los programas de gasto propuestos por los gobiernos no pasan la prueba de efectividad. Desafortunadamente, parece improbable que esto vaya a suceder.

Empecemos por la controversia por la condicionalidad del estado de derecho de la UE. Según el Artículo 2 de su Tratado, la UE están fundada sobre “la dignidad humana, la libertad, la democracia, la igualdad, el estado de derecho y el respeto por los derechos humanos, incluidos los derechos de las personas que pertenecen a minorías”. Desafortunadamente, la Unión carece de los medios legales para castigar a los estados miembro que menosprecien estos valores. Según el Artículo 7, se pueden suspender los derechos de votación de un estado que los vulnere, pero esto exige unanimidad entre todos los demás estados miembro. Una alianza entre Hungría y Polonia que, en ambos casos, han infringido los estándares de la UE, ha logrado bloquear el mecanismo.

El fondo de recuperación en un principio parecía brindar un vehículo para defender el respeto por el estado de derecho (que, según la UE, significa que “todos los poderes públicos actúan dentro de las restricciones establecidas por la ley, en cumplimiento de los valores de la democracia y los derechos fundamentales, y bajo el control de tribunales independientes e imparciales”). En julio, los líderes de la UE subrayaron la “importancia del respeto del estado de derecho” y acordaron un “régimen de condicionalidad” para los fondos de recuperación. Pero los detalles todavía están por definirse.

Lo que sobrevino después fue una batalla furibunda. El Parlamento Europeo peleó con firmeza para fortalecer el control de la UE, Polonia y Hungría pelearon a puño cerrado para debilitarlo, y estados miembro “frugales” del norte se mostraron ansiosos por dar muestras de vigilancia contra un gasto irresponsable. El acuerdo final, sellado en diciembre, es que se aplicará la condicionalidad, pero sólo si existe un vínculo causal directo entre el incumplimiento del estado de derecho y cualquier consecuencia negativa para los intereses financieros de la UE. Aun así, hay muchos obstáculos en el camino antes de poder imponer un castigo.

El resultado es que un líder autocrático de un estado miembro de la UE podrá seguir desestimando a los jueces, silenciando a la prensa, encarcelando a los opositores y oprimiendo a las minorías siempre que esto no ponga en peligro directamente los intereses financieros del bloque. La Unión no castigará a los dictadores honestos, sólo a los corruptos. Este desenlace tal vez fuera previsible, dado que el fondo de recuperación exigía un respaldo unánime, pero es verdaderamente desalentador.

La segunda cuestión tiene que ver con la efectividad. Para que los fondos de la UE den lugar a algo más que un impulso económico de corto plazo, deben ir de la mano de medidas políticas domésticas para maximizar su impacto. Las iniciativas verdes, por ejemplo, no tienen sentido si los gobiernos siguen ofreciendo subsidios a los combustibles fósiles, y las inversiones digitales son de poco valor sin una educación para mejorar el alfabetismo y las capacidades digitales.

Es mucho lo que está en juego. Si está apuntalado por reformas bien seleccionadas, el dinero de la UE puede servir para prevenir un ensanchamiento de la brecha de ingresos entre el norte y el sur de Europa, y acelerar la recuperación de Europa del este. Pero si se lo gasta simplemente para complacer a los electorados domésticos, su efecto más duradero será el de alimentar la ira del norte de Europa.

Consciente del desafío, la Comisión Europea pretende promover paquetes de inversión y reforma. El problema, de todos modos, es que un condicionamiento de los subsidios y los préstamos evoca los humillantes programas de la “Troika” implementados hace diez años en Grecia y otros países del sur de Europa. Ningún jefe de gobierno puede permitirse ser sospechado de acatar los dictados de burócratas anónimos de Bruselas.

En Italia especialmente, la cuestión se ha convertido en dinamita política: cualquier sospecha de que el primer ministro Giuseppe Conte está actuando bajo instrucciones de la UE inmediatamente sería aprovechada por su opositor de extrema derecha Matteo Salvini. Es por eso que las discusiones iniciales sobre el paquete de recuperación fueron tan difíciles de concluir: entendiblemente, Conte rechazó cualquier cosa que lo hubiera hecho ver como un perrito faldero de la UE.

Hay una salida: la UE no debería imponer sus propias políticas elegidas, pero los subsidios deberían ser objeto de un requerimiento contractual de que el dinero esté destinado a cumplir con ciertos objetivos, y la UE debería verificar que estén dadas las condiciones necesarias para alcanzarlos. La UE debería ejercer el control y al mismo tiempo retener el poder de rechazar cualquier plan de inversión y reforma que, a su entender, tenga pocas posibilidades de cumplir con las metas acordadas.

Lo que se está implementando es un paso en la dirección correcta, pero corre el riesgo de terminar siendo un ejercicio bastante burocrático de tachar casilleros, con poca influencia en las políticas reales: si el procedimiento resulta prevalecer sobre la sustancia, será difícil que la UE pueda objetar un plan. En realidad, los estados miembro tendrán pocos incentivos para alterar su curso de acción preferido, porque el dinero al que tendrán derecho no depende de su comportamiento. Mientras tachen los casilleros, quienes tengan un desempeño estelar no recibirán ni un centavo más, y los rezagados no recibirán ni un centavo menos.

La UE es fuerte cuando puede decir que no, como con la política de la competencia. Sin ese poder, le costará marcar una diferencia. La lección de la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, es simple: a falta de instrumentos efectivos para apuntalar su agenda, debe estar dispuesta a decirles la verdad a los estados miembro, y generar confrontaciones políticas si fuera necesario –un curso riesgoso, puede ser, pero preferible a la irrelevancia.

Jean Pisani-Ferry, a Senior Fellow at Brussels-based think tank Bruegel and a Senior Non-Resident Fellow at the Peterson Institute for International Economics, holds the Tommaso Padoa-Schioppa chair at the European University Institute.

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