La UE renuncia con suma facilidad a defender valores o principios generales y, al contrario, sufre enormemente a la hora de seguir sus propios principios. De ahí que en no pocas ocasiones tienda a estar más cerca de los intereses que de los principios. El equilibrio entre unos y otros siempre estará determinado por la intensidad y la heterogeneidad de las preferencias de los Estados miembros y por la capacidad de la Unión de acomodarlas ofreciendo alternativas coherentes entre políticas e intereses. En el apasionante proyecto europeo encontraremos siempre mecanismos institucionales que fomentan la congruencia entre principios e intereses (posibilidades de negociar indefinidamente en el tiempo y de entrecruzar sin problemas las políticas sectoriales y los pagos que las deben mantener) y otros que la debilitan (heterogeneidad de intereses y coaliciones, derechos de veto en los procesos de toma de decisiones, múltiples niveles de autoridad y gobierno).
Pues bien, todo esto y algunas cuestiones más están en la naturaleza de un Tratado de Lisboa que ampara la esencia de la Constitución europea rechazada por Francia y Holanda en 2005, agilizando y democratizando el funcionamiento de la UE, y que lel pasada día 2 aprobó la reválida del segundo referéndum irlandés que tan necesaria era para que la Unión superara la parálisis institucional que las incomprensibles, por aceleradas e inoportunas, ampliaciones hacia el Este (2004 y 2007) generaron en su funcionamiento. Claro que los positivos resultados de la cita irlandesa (participación del 58% y votos a favor del sí de un 67,1%) se han conseguido gracias a diversos factores entre los que cabe destacar la durísima crisis económica y la recesión, después de veinte años de crecimiento constante, que ha llevado al país a tasas de desempleo que superan el 12% y que contraerá su economía en un 9% de aquí a finales de 2010, y un protocolo, blindado desde el punto de vista jurídico, similar a la solución que se adoptó con las garantías que se dieron a Dinamarca después de que votara 'no' al Tratado de Maastricht en 1992 y compatible con el texto de Lisboa, que incluye el mantenimiento de un comisario permanente irlandés en la Comisión Europea y garantías jurídicas que le permitirán conservar sus políticas de neutralidad militar, autonomía fiscal, familia y derechos sociales.
La Unión vuelve a caminar otra vez después de la parálisis en la que se ha visto sumida los últimos meses y aleja el peligro de que se reabra la controversia interna sobre el Tratado en los países que ya lo ratificaron y en los que se encuentran en vías de hacerlo, como Reino Unido, República Checa y Polonia. A principios de 2010 es probable que el citado Tratado, que modifica los de Maastricht y la Comunidad Europea, entre en vigor y, a pesar de que no solucionará de la noche a la mañana las múltiples carencias del proyecto europeo que nunca nos cansaremos de denunciar, Europa será más ágil y clarificadora en su funcionamiento, más democrática, más fuerte, más resolutiva y más transparente. Esto será una realidad y el texto comunitario así lo cristaliza cuando concede mucho mayor protagonismo y peso al Parlamento europeo; cuando ajusta el voto por mayoría cualificada, evitando que los países pequeños puedan bloquear una decisión comunitaria del conjunto; cuando señala que se sustituirá la presidencia semestral de la UE de un Estado miembro, que a España le corresponde desde enero del año próximo, por la presidencia del Consejo Europeo durante dos años y medio; cuando remarca la necesidad de elegir un presidente que lidere el proyecto europeo; cuando robustece y refuerza la personalidad jurídica de la Unión para firmar acuerdos internacionales, y, sobre todo, cuando haga posible que la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión adquiera valor vinculante desde el punto de vista jurídico.
Los indiscutibles avances de la UE en los últimos años no han conseguido aún solucionar las numerosas cuestiones que dificultan y traban la realización de los ideales de un proyecto europeo que está muy lejos de consolidarse y que todavía corre el riesgo de fracasar estrepitosa e irremediablemente. Muchas y poderosas fuerzas internas en los diferentes Estados miembros (en unos más que en otros) conspiran un día sí y otro también para socavar los cimientos comunitarios. Para evitar que puedan conseguirlo, los ciudadanos europeos y nuestros representantes políticos, convencidos de la trascendencia que para unos y otros tiene la Unión, deberemos ser capaces de solucionar los múltiples problemas que retrasan la consolidación definitiva del mayor sueño transnacional de la Historia.
Superar la falta de unidad general en los grandes valores compartidos, el individualismo ciudadano y estatal, la baja participación democrática y el escaso nivel de conciencia política comunitaria; reconocer de donde venimos y por qué somos como somos después de seguir una dolorosa ruta histórica llena de obstáculos, masacres e injusticias; reivindicar la tradición cultural judeo-cristiana, el Derecho romano, el humanismo, la doctrina constitucionalista e internacionalista europea, etcétera, que tanto han coadyuvado a la creación de la civilidad europea; participar en el proyecto europeo sobreponiéndonos a la desinformación que, en numerosas ocasiones, los medios de comunicación en general realizan con respecto a los ciudadanos cuando se alinean con las críticas desmedidas de unos Estados contra otros que sólo generan resentimiento y rechazo; sobreponerse a las manipulaciones constantes que se ciernen sobre nosotros en cuestiones como la inmigración, las minorías, los derechos sociales o la diversidad lingüística; presionar a los partidos políticos que en lugar de fomentar el crecimiento de los valores compartidos se limitan a trabajar habitualmente por sus intereses y los de sus dirigentes; etcétera, son sólo una muestra de lo mucho que aún queda por realizar.
Recién pasada la tormenta irlandesa, debemos recuperar la idea de una Europa ideada y pensada como un todo con un claro modelo de integración política y con una idea diáfana del papel que quiere desempeñar en el mundo. Un Parlamento activo, equiparable al menos a la Comisión y al Consejo, defensor de los principios y derechos fundamentales de la construcción europea, de los valores de la solidaridad, la libertad, el imperio de la ley y el bien común, y árbitro conciliador de la igualdad de derechos y oportunidades con las necesarias obligaciones e intereses de Europa en el mundo, está mucho más cerca de ser una realidad.
Cuando desde ámbitos contrarios al Tratado, y a la propia Unión, se aboga por crear una Europa más justa, comprometida con la paz, el medio ambiente y los derechos humanos, no podemos dejar de adherirnos a unos deseos tan loables. Cuando desde los mismos círculos se apela a una ciudadanía cívica y racional que no debe conformarse con el Tratado, también nos sumamos a la proclama. Lo que no nos gusta tanto es que se identifique con ambas posturas a las fuerzas contrarias a la Unión y a aquellas que plantean lo ya citado fuera del proyecto común europeo. Consideramos, humildemente, que la única forma de solucionar las carencias del mismo es apoyando su consolidación, incluso bajo muchos parámetros nocivos y perniciosos que desde dentro se deben eliminar, y fomentando su desarrollo. Por eso nos alegramos del resultado irlandés, por eso tememos las maniobras de los que todavía deben apoyar el Tratado y por eso insistimos en la necesidad de que quiénes no crean en el sueño europeo se aparten del mismo.
Daniel Reboredo, autor de La identidad de la Europa posmoderna, Vitoria. Diputación Foral de Alava, 2009