La UE vuelve a salvarse in extremis

El plan aprobado en la madrugada del martes en Bruselas por los Veintisiete tras la segunda cumbre más larga de su historia después de Niza (2000) es un gran avance en una Unión Europea golpeada por una crisis que, según el FMI, reducirá el crecimiento regional en más de un 10% en 2020. Al final, se mantiene la cantidad inicial propuesta de 750.000 millones de euros, adosados al nuevo presupuesto plurianual por siete años, que ha quedado en 1,074 billones (unos 154.000 millones de euros anuales). Sin acuerdo, la UE habría entrado en una crisis muy grave y sus miembros más endeudados (Italia, España, Francia…) habrían sufrido un serio castigo en los mercados.

No es el eurobono que con tanta vehemencia como escasos resultados defendió durante cinco años José Manuel García-Margallo, ministro español de Exteriores durante el mandato de Mariano Rajoy, pero abre la puerta a una deuda segura y barata (triple A) para los inversores institucionales que dará alas a los mercados europeos de capital y, como ya estamos viendo en las últimas horas, al propio euro.

La dificultad de última hora planteada por Polonia y Hungría –el dirigente húngaro, Viktor Orban, llegó a amenazar con vetar todo el proyecto la cuarta noche de la cumbre– se ha resuelto condicionando la posible suspensión o reducción de las ayudas a países que violen los principios democráticos del Tratado de Lisboa a una mayoría cualificada de estados (el 55%) con, al menos, el 65% de la población de la UE, condición muy difícil de cumplir. La prensa húngara, que Orban controla, ha saludado la solución como «una gran victoria». El artículo 7 del Tratado seguirá sin aplicarse a pesar de los esfuerzos del Parlamento Europeo, esperemos que sólo temporalmente y por una causa mejor.

Si no se ve frenado por el Parlamento Europeo ni por ninguno de los miembros, el pacto alcanzado no sólo facilitará una salida mejor y más rápida de la recesión provocada por la pandemia, sino que reforzará el plan de la nueva Comisión y de sus principales socios, Francia y Alemania, de convertir a la UE en una potencia geopolítica capaz de competir con China y EEUU en el sistema internacional naciente, el sueño de Jacques Delors desde finales de los 80. A corto plazo, es un balón de oxígeno para la economía europea e internacional –así lo han recibido los principales mercados y el FMI– y, aunque siempre con cierta aprensión, sitúa a la UE en mejores condiciones para ayudar a los países que todavía están padeciendo embates más duros de la pandemia dentro y fuera de Europa.

Para los euroescépticos, se trata sólo de un mecanismo temporal –insuficiente si se retrasan las vacunas y hay que volver a los confinamientos generales de las empresas y de la población– para responder a los daños causados en sólo cuatro meses por la pandemia más destructiva del último siglo, que ha causado más de 200.000 muertos en el continente. Para los eurófilos, aún mayoría, es un gran avance hacia una Europa más federal, solidaria e integrada con difícil marcha atrás.

Sumado a las líneas de crédito del Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE), al plan contra el desempleo (SURE), al programa de avales dirigido sobre todo a las pymes del Banco Europeo de Inversiones, a los 70.000 millones del presupuesto regular desviados para el sector sanitario, empresas e investigación, y a la extraordinaria adquisición de deuda soberana por el Banco Central Europeo, la UE, que todos criticamos por su lentitud y pasividad al inicio de la crisis (el silencio por respuesta a una Italia desesperada nunca debería olvidarse) ha aprobado ya 2,364 billones de euros (el 17% de su ingreso nacional bruto), frente al 15.9% de los EE.UU y el 4.2% de China. Merece un notable alto o sobresaliente.

Aunque la Comisión ha emitido deuda en el pasado, sólo lo había hecho de forma muy limitada y, oficialmente, nunca había contado, como ahora, con el apoyo necesario de grandes y pequeños del este y del oeste, del norte y del sur, para un endeudamiento común. Como en el fondo de 100.000 millones aprobado en mayo, la UE ha recurrido de nuevo al artículo 122 del Tratado de la UE, que permite a la Comisión endeudarse.

Aunque nadie hable de eurobonos y pocos de mutualización de la deuda, los 750.000 millones que, según el acuerdo, la Comisión pedirá prestados en los mercados para distribuirlos como subvenciones o transferencias (390.000 millones) y préstamos (360.000) entre los miembros de acuerdo con sus necesidades y con los planes nacionales de cada país que la Comisión dé por buenos es una mutualización parcial en toda regla.

Aunque la oposición, dirigida por Países Bajos, logró reducir en 110.000 millones la cantidad destinada a subvenciones propuesta por la Comisión –con apoyo de París, Berlín, Roma y Madrid–, el mecanismo de salvación in extremis adoptado es uno de los mecanismos más solidarios de la UE desde que puso en marcha a comienzos de los 90 los Fondos de Cohesión.

Con su dura resistencia a esta nueva solidaridad, Países Bajos y sus cuatro compañeros de viaje en esta cumbre –Suecia, Dinamarca, Austria y Finlandia– ayudan a frenar el avance de populistas y de la extrema derecha en la Unión en los próximos comicios y arrancan concesiones para sus Haciendas que poco tienen que envidiar al famoso cheque británico hasta la estampida del Brexit.

El primer ministro holandés, Mark Rutte, presentado en muchos medios europeos como el villano de esta batalla, es el miembro más veterano, con Merkel, del Consejo. Se habría suicidado políticamente y habría regalado muchos votos a la ultraderecha de Geert Wilders de haber seguido sumisamente la reconversión de Merkel. La canciller alemana lo ha podido hacer, entre otras razones, porque, salvo que cambie de opinión, no se presentará a las próximas elecciones. Del éxito o fracaso de la respuesta europea a la crisis del coronavirus depende su legado histórico –salvar a Europa–, no su reelección.

La encardinación del plan de relanzamiento en los presupuestos plurianuales 2021-2027 ha diluido el sacrificio exigido a los principales contribuyentes y, al mismo tiempo, ha facilitado el compromiso final negociado por el presidente del Consejo, el belga Charles Michel, con los llamados frugales.

Países Bajos, el más importante, ha conseguido rebajar su aportación en unos 2.000 millones de euros anuales al presupuesto de la UE, Austria en 565 millones. «Es el precio que hemos tenido que pagar», reconoció el presidente francés, François Macrón. Francia siempre rechazó estos cheques de compensación desde el primero obtenido por el Reino Unido en 1984.

Margaret Thatcher se habría sentido orgullosa de Rutte, austero y respetado primer ministro de Holanda desde 2010 que vive sólo en un pequeño apartamento de La Haya, se desplaza en bicicleta cada día a su oficina y compatibiliza sus tareas políticas con clases de estudios sociales en una escuela local.

Gracias a sus presiones, además de reducir en más de una quinta parte las transferencias previstas en el borrador del acuerdo, cualquier miembro podrá exigir, que no vetar, la paralización de las ayudas por tres meses si considera que el receptor no está utilizando los fondos de acuerdo con las recomendaciones de la Comisión, que tendrá la última palabra en caso de conflicto.

Aunque no se haya tratado explícitamente en las cien horas de encuentros bilaterales, esta ha sido una de las preocupaciones latentes en todas las gestiones del Gobierno español, una coalición con socios poco fiables para la mayor parte de los gobiernos europeos.

Bien asesorado por su equipo, con la ministra Nadia Calviño al frente, el jefe del Gobierno español, Pedro Sánchez, ha mantenido un perfil bajo durante la negociación y se ha abstenido de críticas o insultos a los más reacios al plan, dejando que otros, sobre todo Macron, dieran el puñetazo en la mesa en los momentos más críticos.

Felipe Sahagún es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense de Madrid.

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