La UE y la secesión en Estados miembros

Jacques Delors sostuvo en los años noventa que la Unión Europea era un objeto político no identificado. Efectivamente, no es fácil determinar la naturaleza de la Unión porque se trata de un modelo sin antecedentes claros. En todo caso, puede afirmarse que no es una organización internacional, ni una confederación de Estados ni un Estado federal. Algún rasgo tiene de cada uno de ellos, pero no encaja plenamente con ninguno. Dicho esto, intentemos averiguar cuáles son, a estos efectos, sus elementos más característicos para así precisar el modelo al que más se acerca entre los tres enumerados.

En primer lugar, por su origen, la UE es ciertamente una unión de Estados establecida mediante un tratado —es decir, un acuerdo entre Estados soberanos—, no por una Constitución producto de un poder constituyente popular. Desde este punto de vista, pues, a lo que más se parece es a un organismo internacional o a una confederación, no a un Estado.

Sin embargo, en segundo lugar, los fines de la Unión, es decir, la integración económica y política, son un objetivo tan ambicioso como indeterminado. Ahora bien, con la perspectiva de más de sesenta años, la ambición aumenta y la indeterminación disminuye: la Unión, sin prisa pero sin pausa, ha recorrido un camino que le acerca mucho a la meta final de integrar Estados y pueblos. Así lo manifiesta el artículo 1 del Tratado de Lisboa que, tras reafirmar que se trata de una unión de Estados, aduce que dicho tratado “constituye una nueva etapa en el proceso creador de una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa (…)”. Por tanto, la Unión es dinámica, estamos cubriendo etapas y vamos en la dirección de acentuar una unión entre pueblos, es decir, entre ciudadanos europeos. Con ello nos vamos acercando hacia el modelo de Estado federal.

En tercer lugar, las instituciones políticas de la Unión van tendiendo a tomar decisiones por mayoría y no por unanimidad. El Parlamento, cada vez con más poderes, es elegido por sufragio universal directo; y la Comisión, una institución que ejerce funciones cada vez más parecidas a un Gobierno, actúa con independencia de los Estados miembros y su presidente, a partir de las próximas elecciones europeas, será elegido por el Parlamento. Todos estos rasgos son insólitos en una organización internacional o en una confederación y acercan la arquitectura institucional europea a un Estado federal con forma de gobierno parlamentario.

Por último, en cuarto lugar, el rasgo más significativo es la integración jurídica. Por lo menos desde la famosa sentencia del Tribunal de justicia Costa c. ENEL, la Unión constituye un verdadero ordenamiento jurídico. Ello implica, entre otras cuestiones, dos consecuencias fundamentales. Primera, los Tratados ejercen la función de una Constitución respecto al resto del ordenamiento jurídico comunitario, tal como reconoció en 1986 la sentencia Partido Ecologista Los Verdes. Pero, segundo, la integración significa que no solo el derecho de la Unión se impone al de los Estados miembros (principios de primacía y de eficacia directa), sino que se integra en el derecho interno de cada uno de ellos. Las leyes de la UE —reglamentos, directivas y decisiones— son de hecho normas internas de cada Estado miembro que el legislador, la Administración y, en último término, los jueces, deben aplicar con carácter preferente al derecho interno de cada Estado. Llegando al extremo: cualquier precepto de la Unión tiene primacía respecto a los preceptos constitucionales de los Estados miembros.

Ciertamente, la UE no es un Estado federal (la soberanía sigue residiendo en los Estados), pero también es cierto que la UE es un objeto por ahora no identificado pero en transición hacia una forma federal de organización política. En sus orígenes remotos (CECA) era un organismo internacional, conserva todavía rasgos confederales (su norma suprema son los Tratados y no una Constitución), pero mediante la integración de sus normas jurídicas en el derecho interno de los Estados miembros se acerca mucho, en su modo de funcionar, a un Estado federal, mucho más que a un organismo internacional o a una confederación.

Dicho esto, cabe hacerse la siguiente pregunta: ¿qué posición debe adoptar la UE ante la secesión de una parte del territorio de uno de sus miembros para constituirse en un nuevo Estado? Hasta ahora solo ha quedado clara una cuestión: el nuevo Estado no formaría parte de la UE y, en caso de pretenderlo, debería pedir el ingreso de acuerdo con el procedimiento habitual establecido en el artículo 49 Tratado de la Unión (TUE). Esta conclusión, jurídicamente obvia, ya no es ahora objeto de discusión.

Ahora bien, ¿esta es la única posición que debe adoptar la UE en un caso de secesión de un Estado miembro? A mi modo de ver no es así: en el supuesto de una secesión, la UE es una parte afectada ya que tal secesión entorpece el proceso de integración europea. Crear nuevos Estados es introducir nuevas dificultades: el número de Estados miembros ya es ahora excesivo y no facilita que las instituciones funcionen de un modo ágil y eficiente. Por tanto, interesa a la UE que estas secesiones no ocurran.

Ahora bien, ¿tiene la UE instrumentos legales para ello? Ciertamente no muchos, pero sin duda algunos. El principio de no intervención en la política interna de los Estados está muy limitado en la UE. En efecto, el artículo 4.3 TUE establece el principio de cooperación leal entre Estados miembros; sus vínculos, por la naturaleza de la Unión, son incomparablemente más estrechos que con el resto de Estados de la comunidad internacional. También extiende el artículo 4.3 TUE esta cooperación leal a las relaciones entre la Unión y los Estados. Pero, además, en el artículo 4.2 TUE se dice que la Unión respetará las funciones esenciales de los Estados miembros, especialmente, entre otras, las que tienen por objeto garantizar su integridad territorial. Más aún, el último inciso del artículo 4.3 TUE establece que los Estados miembros “se abstendrán de toda medida que pueda poner en peligro la consecución de los objetivos de la Unión”.

Con toda esta base legal, creo que la Unión tiene suficientes elementos para actuar de modo preventivo, en defensa de sus intereses, ante posibles secesiones que perjudican y retrasan la consecución de sus objetivos. En concreto, de los preceptos citados puede deducirse que tanto la Unión como los Estados miembros, en virtud de los principios de cooperación e integridad territorial, están obligados a no llevar a cabo acto alguno que pudiera facilitar la secesión en un Estado miembro, lo cual podría comportar, por ejemplo, el acuerdo de no admitir en el futuro ningún nuevo Estado escindido de un Estado miembro de la UE. Ello constituiría una advertencia para posibles secesiones que probablemente frenaría los deseos de fragmentar Estados en perjuicio de la Unión.

Como hemos argumentado, la Unión no es un simple organismo internacional, ni siquiera una confederación, sino que ha superado estas fases y se acerca a formas políticas federales. En cierta manera, aun sabiendo que por muchas razones el paralelismo no es exacto, estamos en una etapa parecida al Estados Unidos de antes de la guerra de civil. También hasta entonces se dudaba sobre si la Unión era una confederación o una federación, si la soberanía estaba en la nación o en los Estados. Quizás el dilema se decidió por las armas, seguro que no será este el caso de la Europa actual. Pero más allá de la guerra, zanjó jurídicamente el asunto —si antes no estaba zanjado— la sentencia del Tribunal Supremo Texas c. White (1869) al declarar solemnemente que Estados Unidos constituía “una unión indestructible compuesta de Estados indestructibles”. Quizás esta claridad en sus ambiciones es la que falta en Europa.

Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional.

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