La última encíclica

Esta encíclica, ¿clausura el tiempo de un Papa o abre el de otro? ¿Quién es su autor y cuál es su última intención? Cualquier texto que reclame autoridad, bien sea moral, jurídica o dogmática, es responsabilizado por quien lo firma. Una es la historia de su preparación y redacción, mientras que otra es la cuestión de su autoridad y responsabilización. En este sentido un escrito es de quien lo firma. La encíclica «Lumen fidei» está firmada por Francisco, sin más.

Pero tenemos que distinguir entre autoría y autoridad. En la misma introducción después de aludir al contexto del nacimiento (cincuenta aniversario del Concilio Vaticano VII, el Año de la fe y el empuje necesario para una nueva evangelización), el autor dice: «Estas consideraciones pretenden sumarse a lo que el Papa Benedicto XVI ha escrito en las cartas encíclicas sobre la caridad y la esperanza. El ya había completado prácticamente una primera redacción de esta Carta encíclica sobre la fe. Se lo agradezco de corazón y, en la fraternidad de Cristo, asumo su precioso trabajo, añadiendo al texto algunas aportaciones» (Nº 7). Aportaciones tan leves que apenas se notan.

Cuando en la vida de una persona o institución aparecen situaciones límite, hay que volverse a preguntar por los propios fundamentos y contenidos. Cuestión esencial hoy es esta: ¿es la fe en Dios luz o tiniebla? ¿Garantiza ella orientación para la vida humana? ¿Cómo queda la luz del hombre cuando se apaga esa luz de Dios? ¿Puede el cristianismo seguir presentándose ante los hombres como un mensaje de alegría o es la fe una luz engañosa? ¿No seremos como víctimas de alucinaciones en el desierto considerando realidad cercana lo que es ilusión lejana?

El autor comienza sus reflexiones escuchando preguntas y objeciones de la modernidad. En este caso oyendo de nuevo a Nietzsche, para quien la fe sería como un espejismo, que nos engaña creyendo realidad lo que solo es un sueño nuestro, y nos impide avanzar como hombres libres hacia el futuro. El ha establecido con las palabras siguientes la más venenosa alternativa entre verdad y felicidad, entre religión y ciencia: «Si quieres alcanzar paz en el alma y felicidad, cree; pero si quieres ser discípulo de la verdad, indaga» (Nº 2). Por eso, objetivo central de la encíclica es clarificar la relación de la fe con estas realidades nutricias de la vida humana: la verdad, la libertad, el amor y la justicia.

A la negación radical del valor objetivo de la fe se han añadido las malas interpretaciones que se han dado de ella al comprenderla como el mero reconocimiento de un algo supremo, asociarla a la oscuridad o definirla como un creer lo que no vemos. Frente a un angostamiento individualista, intelectual o moral, esta encíclica abre a su dimensión histórica, personal y eclesial. La fe cristiana nace de la llamada de Dios al hombre y de la experiencia del encuentro del hombre con Dios, en una historia que comienza con Abraham, alcanza su cima en Jesucristo y llega mediante una cadena de testigos hasta nosotros. No conoceremos la fe cristiana si no entramos en el dinamismo de marcha de esa caravana de testigos, bien insertos en el mundo visible, pero a la vez puestos los ojos en el Invisible, que se ha hecho voz y palabra en los profetas, carne y tiempo en Jesucristo, inspiración y aliento interior por el Espíritu Santo. Como respuesta del hombre a Dios la fe tiene estas modulaciones: creer que (reconocimiento de hechos); creer a (asentimiento a un testimonio); creer en (consentimiento, amor y entrega a la persona).

La clave de esta encíclica es el mismo título: «La luz de la fe». La Iglesia ha comprendido y ofrecido la fe como lumbre, luz y vida. Jesucristo afirma en el evangelio de San Juan: «Yo he venido al mundo como luz, y así el que cree en mí no permanecerá en tinieblas» (12,46). La fe es ante todo luz, la luz del Misterio que se refleja en el rostro de Cristo, la que brilla en sus obras y entrega a sus discípulos. Ella nos ilumina primero el corazón de Dios, desde él nuestra filiación y finalmente la fraternidad universal, que no se funda sólo en la igualdad de los hombres, sino en la paternidad de Dios. Esta luz de la fe no es alternativa a las luces de la ciencia, de la técnica, del arte, de la moral. Es lámpara que nos alumbra no tanto el paso de cada día como el horizonte de fondo, la meta de la historia, el sentido último de nuestro destino y vida personal. La fe remite así a la memoria de un pasado revelador del hombre y a la esperanza de un futuro, anudado a la resurrección de Cristo. El propio Ortega y Gasset afirmaba: «Es harto diferente el argumento de su vida para quien cree que hay Dios y para quien cree que solo hay materia».

La encíclica pone en primer plano la fe como luz, don divino, gran alegría, inconmensurable tesoro. Fe nacida de la escucha de Dios, de la personalización diaria en la oración, del testimonio y servicio al prójimo. Hemos hablado mucho del hombre y de la dificultad de creer callando sobre Dios: es necesario volver a hablar de él y de la alegría de creer con libertad y confianza. La encíclica lo hace en una introducción y cuatro partes. La primera es una pequeña historia de la fe y de sus testigos epónimos. «Es un conocimiento que se aprende solo en un camino de seguimiento». La segunda establece la relación entre fe e inteligencia, la fe como escucha y visión, el diálogo entre la fe y la razón, la fe y la teología. La tercera muestra el lugar concreto de esa fe: la recibimos por el testimonio y transmisión de quienes nos han precedido y en la Iglesia la encontramos auténtica y plena. La cuarta parte se refiere a la repercusión de la fe sobre la ciudad de los hombres. «La luz de la fe se pone al servicio concreto de la justicia, del derecho y de la paz» (Nº 51).

Estamos ante una meditación sobre la existencia creyente, hecha de jugo y zumo bíblicos, de referencias patrísticas vivas (San Ireneo, San Agustín, San Gregorio Magno…), medievales (Santo Tomás, Dante…), de filósofos modernos (Nietzsche. Rousseau. Wittgenstein…), de escritores (Dostoyeski, M. Buber, T. S. Elliot…) y de teólogos (Newman, Guardini…). No se trata de vulgar erudición, sino de un oído atento a la viva voz de los hombres y a la profunda conciencia de la única Iglesia que es el sujeto de la común fe a lo largo de los siglos.

¿A quién honra más este texto: a quien renuncia a su autoría y lo entrega a otro o a quien acepta el magisterio de su predecesor y lo hace suyo como punto de partida del propio pontificado? Así la piedra cumbrera de un edificio se convierte en piedra cimiento del siguiente, que no es otro edificio porque lo que está aquí en juego no son dos arquitectos, sino la única Iglesia de Cristo para iluminación y salvación de los hombres.

Olegario González de Cardedal, teólogo.

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