La última pirómana

El escritor Heinrich Heine escribió en 1821: «Ahí donde se queman libros se acaba quemando también seres humanos». Tal vez esa premonición fuera la que hizo exclamar a Sigmund Freud, al enterarse de que algunos libros suyos habían sido quemados: «¡Cuánto ha avanzado el mundo: en la Edad Media me habrían quemado a mí!». Lamentablemente, el mundo avanza en algunas facetas y retrocede en otras. Freud, que murió en 1939, vio cómo en 1933, cuando los nazis del nacionalsocialismo tomaron el poder en Alemania, se inició una campaña liderada por la Unión Estudiantil Nacionalsocialista, que concluyó en la quema de libros de autores judíos, pacifistas y marxistas, frente a la Universidad Humboldt, en Berlín, y que fue imitada poco después por más de veinte universidades alemanas. Esos incendios sirvieron para calentar más el ambiente antisemita y para desmentir al padre del psicoanálisis en su constatación del avance de la Humanidad. A él no lo quemaron, pero pocos años después de su muerte, y tras la Noche de los cristales rotos, en 1938, los mismos que quemaron libros quemaron librerías, sinagogas y negocios judíos, como prólogo de lo que fue la Solución final que eliminó por gaseamiento, fusilamiento y otro tipo de asesinatos a seis millones de judíos.

La última pirómanaLa historia está llena de ejemplos que nos ilustran sobre la necesidad que tienen determinados seres ¿humanos? de quemar los libros que consideran contrarios o perniciosos a las enseñanzas que ellos creen deben impartirse al conjunto de la sociedad. No ha habido dictador que se preciara de tal que no ordenara una quema de libros por razones de fanatismo político, ideológico o religioso. Para ellos, todo aquel que escribiera algo que no concordara con su forma de pensar debía ser pasto de las llamas. El Diario La Opinión recogía en abril de 1976 unas declaraciones de uno de los mandos golpistas argentinos, el general Luciano Menéndez, que tras haber ordenado la quema de miles de libros de autores como García Márquez, Proust, Vargas Llosa, Eduardo Galeano, Julio Cortázar, Neruda, etc., exclamaba que les metían fuego «a fin de que no quede ninguna parte de esos libros para que no sigan engañando a nuestros hijos». Y para seguir desmintiendo lo de que el mundo avanza, añadía que «de la misma manera que destruimos por el fuego la documentación perniciosa que afecta al intelecto y a nuestra manera de ser cristiana, serán destruidos los enemigos del alma argentina».

No hay que alejarse mucho de Argentina para recordar que años antes, en la dictadura iniciada por el golpe de Pinochet en Chile, se quemaron miles de libros, contrarios a los pensamientos del dictador, incluidos aquellos que hablaban sobre el cubismo, porque pensaban los «ilustrados» artificieros que cubismo era una forma de literatura cubana. Y tras los libros quemados, los asesinatos en masa de quienes defendían la libertad. Nuestro país no se quedó atrás cuando el odio y el rencor aparecieron con toda su crueldad entre nosotros. El periódico Ya, de 2 de mayo de 1939, recogía en sus páginas lo que se denominó «Auto de fe en la Universidad Central. Los enemigos de España condenados al fuego». En su página 2 se lee: «El Sindicato Español Universitario celebró el domingo la Fiesta del Libro con un simbólico y ejemplar auto de fe. En el viejo huerto de la Universidad Central se alzó una humilde tribuna, custodiada por dos grandes banderas victoriosas. Frente a ella, sobre la tierra reseca y áspera, un montón de libros torpes y envenenados (…) Y en torno a aquella podredumbre, formaron las milicias universitarias, entre grupos de muchachas cuyos rostros y mantillas prendían en el conjunto viril y austero una suave flor de belleza y simpatía». [El catedrático de Derecho, Antonio Luna, en su disertación afirmó: «Para edificar a España una, grande y libre, condenados al fuego los libros separatistas, los liberales, los marxistas, los de la leyenda negra, los anticatólicos, los del romanticismo enfermizo, los pesimistas, los pornográficos, los de un modernismo extravagante, los cursis, los cobardes, los seudocientíficos, los textos malos y los periódicos chabacanos. E incluimos en nuestro índice a Sabino Arana, Juan Jacobo Rousseau, Carlos Marx, Voltaire, Lamartine, Máximo Gorki, Remarque, Freud y al “Heraldo de Madrid”. Prendido el fuego al sucio montón de papeles, mientras las llamas subían al cielo con alegre y purificador chisporroteo, la juventud universitaria, brazo en alto, cantó con ardimiento y valentía el himno “Cara al sol”»].

Y no hay que remontarse más allá de las fechas en las que estamos viviendo para saber que el año pasado tuvimos noticias de la quema de miles de libros que ardieron al fuego del calor de los terroristas de Estado Islámico. El último acto de fe del que tenemos conocimiento en relación con la salvaje costumbre de quemar con fanatismo y odio aquellos libros que se presumen contrarios a lo que se piensa ha sido la de la escritora y periodista Empar Moliner, que el lunes 11 de abril quemó en su sección del programa «Els matins» de la TV-3 un ejemplar de la Constitución Española a la vista de todo aquel que miraba ese programa. Parece ser que la pirómana catalana no pudo evitar la tentación de meter fuego a ese libro que en el artículo 1,2 declara que la soberanía nacional reside en el pueblo español, mientras que seguramente ella, en una sublimación de la urna –no la funeraria, sino la de votar–, confunde democracia con voto, pensando que la democracia solo consiste en votar, ignorando que junto al voto se encuentra el respeto a las leyes y al libro que hemos escrito colectivamente los españoles, y que esa periodista, imitando a los peores dictadores, decidió enviar a la hoguera. Digamos como Freud: «En la Edad Media esa buena señora nos habría quemado a quienes defendemos esta España democrática, plural, descentralizada y defensora de los hechos diferenciales».

Juan Carlos Rodríguez Ibarra, expresidente de la Junta de Extremadura.

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