La última revolución

Por Antonio Elorza, catedrático de Ciencia Política (EL PAÍS, 08/08/06):

Lo explicó muy bien Francisco Fernández-Santos en su presentación, allá por 1967, del volumen consagrado a la Revolución cubana por Ruedo Ibérico, la editorial antifranquista de París. El juicio de Fernández-Santos era entonces ampliamente compartido: la llamarada revolucionaria de Octubre de 1917 se había agostado en su lugar de origen, convirtiéndose en una "revolución estancada". Y el testigo pasaba a la isla caribeña, "porque es en la Cuba de Castro donde hoy se perpetúa con mayor autenticidad y vigor la gran sacudida revolucionaria y profética de 1917, esa gran esperanza milenaria, cambiar al hombre y cambiar al mundo...". Fue una lectura en que coincidieron intelectuales de todas las latitudes, con Jean-Paul Sartre a la cabeza, con ocasión del célebre viaje de marzo de 1960, en cuyo curso sin saberlo se vio ya manipulado de acuerdo con la pauta de origen soviético, trazada para sus guías en las instrucciones oficiales: vio todo lo que interesaba al régimen mientras creía ver lo que le interesaba a él.

Hasta que el caso Padilla puso de manifiesto que aquello estaba más cerca del ambiente de los grandes procesos estalinianos que del rojo y negro libertario, intelectuales nada crédulos, como Juan Goytisolo o Mario Vargas Llosa, entre otros muchos, picaron el anzuelo al contemplar los logros educativos, disfrutar de la fingida cordialidad de unos anfitriones convertidos de inmediato en "entrañables amigos", y sentir el entusiasmo popular. Triunfaba el arte de la hospitalidad revolucionaria, borrando de la mirada la vertiente de la represión política y de la ineficacia económica, con el bloqueo a modo de coartada universal para toda deficiencia. En el ámbito de la cultura, sentenciaba Vargas Llosa, la revolución ofrece "un balance abrumadoramente positivo, un saldo de realizaciones y victorias profundamente conmovedor". Tampoco hay que olvidar que en esos años sesenta, de Nixon a Johnson, pasando por la bahía de Cochinos y los intentos de asesinato de Castro promovidos por los Kennedy, la causa de Cuba aparecía para toda la izquierda y para muchos demócratas como la causa de la libertad.

En España contaban además otros factores. El antiamericanismo de fondo, persistente hasta hoy, era compartido por el propio dictador. En las conversaciones con su primo, Franco nos proporciona una sorprendente versión, próxima al marxismo en sus argumentos, de la llegada al poder de Fidel y de su deriva hacia el comunismo, propiciada por una errónea política de Washington, que no habría sabido apartarse de la actuación de Batista, contraria a los intereses del pueblo cubano. Con tanta más razón, la izquierda española en la clandestinidad y el exilio saludó la llegada de Castro al poder. Para los sectores radicales, con el PCE a la cabeza, se trataba de la primera revolución en un país de habla española, tan próximo además en el plano sentimental. Nadie ha repetido más que los voceros de esta izquierda, hasta sus epígonos en informativos del día, que la Revolución consistió en lograr que Cuba dejara de ser el burdel de los Estados Unidos, e insistido en comparar el nivel de vida posrevolucionario con la miseria de otros países latinoamericanos, olvidando que cuando Castro inicia en 1959 su labor redentora, la renta per cápita de Cuba es muy superior a la de España y se encuentra al nivel del Japón. En cuanto a los intelectuales, desde las sombras del franquismo, la aparente libertad revolucionaria, reforzada por la lluvia de invitaciones a "eventos" en la Isla, gira turística incluida, obtuvo sin dificultades una entusiasta adhesión, que por otra parte ofrecía la ventaja de no obligar a una militancia política determinada. Surgía así la posibilidad de una actitud muy cómoda que se mantiene hasta el día de hoy: estar con la Revolución cubana otorga el diploma de hombre o mujer de izquierda, sin coste ni responsabilidad alguna.

A partir del repliegue que marcan los años 68-71, con la eliminación del pequeño comercio, el respaldo dado por Fidel a la invasión de Checoslovaquia, el fracaso de la zafra de los diez millones y el espectáculo del proceso del poeta Heberto Padilla, fue inevitable la fractura en el frente de los intelectuales pro-revolucionarios. Escritores como los citados Vargas Llosa y Goytisolo pasaron a encabezar la lucha por la libertad de expresión y por la libertad política en Cu-ba. Como consecuencia, al llegar la democracia a España y ser mejor conocidos los rasgos opresivos de los sistemas comunistas, tanto en su variante soviética como en la china o en la cubana, hubiera podido esperarse una desaparición progresiva del entusiasmo por Cuba. Sin embargo, no ha sido así y ni siquiera los datos irrefutables sobre la represión y la miseria alteran la antigua imagen de Epinal para buena parte de la izquierda, incluidos hombres tan lúcidos como ese "simpatizante legitimador" que fuera en vida Manuel Vázquez Montalbán.

Para explicarlo, conviene tener en cuenta que desde el supuesto de que sigue siendo necesario el vuelco revolucionario anticapitalista, el the world upside-down, por encima de las catástrofes en cadena del pasado siglo, la Revolución cubana es la última llama viva, el clavo ardiente al que aferrarse (tal vez con el episodio de Chiapas como fugaz reflejo). El régimen de Castro ha elaborado además un relato explicativo de sus propios desastres que sigue sirviendo de útil coartada. Entra en juego una transferencia de responsabilidad, de manera que todos los fracasos propios, singularmente en el plano económico, son cargados uno tras otro en la cuenta del embargo norteamericano, designado hiperbólicamente como bloqueo. Cuba sería el paraíso revolucionario, tal y como quiere su dirigente máximo, el Comandante, pero los Estados Unidos lo convierten en un infierno. Más fácil, imposible. Se trataría además de un fracaso que en modo alguno borra su contenido de redención, personificado en el alter Christus del siglo XX, el Che Guevara que hizo entrega de su vida por la revolución, en un sacrificio de sí mismo tan disparatado en su momento como cargado de gérmenes de insurgencia para el futuro de Latinoamérica. En el caso español, el antiamericanismo dominante hace el resto. Para nada cuentan la brutalidad de la represión, que los Lunes de Revolución se hayan convertido hoy en Granma, que la asistencia a las manifestaciones sea de obligado cumplimiento, que las ruinas de La Habana y la prostitución de tantas adolescentes den fe del fracaso de un ensayo histórico.

En definitiva, los militantes de la izquierda tradicional mantienen su adhesión inquebrantable al castrismo, sin que les importe lo sucedido en marzo de 2003, con la caza y captura de opositores y el regreso de las ejecuciones. Hasta dónde llega esa actitud, pudo apreciarse con la nueva política del Ministerio de Asuntos Exteriores a partir de 2004, abandonando sin contrapartidas la condena de la violación sistemática de los derechos humanos, así como el apoyo a esos disidentes a quienes, los pobres, un colaborador reciente en estas páginas incita a la "prudencia", como si el proyecto de Concilio cubano de los años noventa o el Proyecto Varela fuesen otra cosa que ejemplos de moderación. De la izquierda del mojito, integrada por aquellos que desde la opulencia siguen celebrando en su "turismo revolucionario" la supervivencia agónica de la Revolución cubana envuelta en la penuria -eso sí, ahora aliviada por Chávez-, mejor no hablar.