La última semana de la paz

La perspectiva no miente pero sí confunde porque hasta el último turista puede sentirse aquí, en el pico del Kehlstein, durante un rato, reyezuelo del mundo. Hoy, como hace ochenta años, desde este imponente Nido del Águila que domina el Obersalzberg, o parte superior de la Montaña de la Sal, idílico enclave de los Alpes bávaros sobre la pintoresca localidad de Berchtesgaden, los seres humanos pueden ser percibidos o intuidos, riscos abajo, lagos abajo, laderas abajo, de dos maneras muy diferentes. Como copos de nieve, como gotas de rocío, resplandecientes puntas de alfiler, depositadas para dar luz y sentido a la civilización que compartimos; o como despreciables gusanos, como microbios infecciosos, simples motas polvorientas del poso de los detritos que ensucian un mundo ideal, antes de ser succionados por el desagüe. Adolf Hitler veía de la primera forma a la raza aria y de la segunda a la mayor parte del resto de los mortales.

La última semana de la pazTodo está aquí como entonces, cuando, embriagado de poder en esta cumbre azotada por el foehn y otros vientos catabáticos, los alisios del norte, el Führer maduró sus fantasías más destructivas para ensalzar a una pequeña parte de la humanidad, a costa de la demás escoria, formada por las razas inferiores; y cuando, precisamente, en la semana correlativa a esta, tomó las decisiones que arrastraron al mundo entero a su peor abismo. Estremece pisar el nido desde el que el águila se abalanzó inclemente, dirigiendo las sanguinarias garras sobre su presa.

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Contemplando la embocadura del túnel que lleva hasta el amplio y lujoso ascensor, forrado de cuero verde, espejos redondos de cristal veneciano y aplicaciones de bronce, no es difícil imaginar la llegada de los miembros de la cúpula militar alemana, convocados urgentemente por Hitler aquel 22 de agosto de 1939.

Las reuniones se repartieron entre la cercana casa del Berghof y el propio Nido del Águila. Los coches de los altos mandos tenían que entrar, de uno en uno, en el túnel y salir marcha atrás, por falta de espacio para dar la vuelta. Ciento treinta metros más arriba, en el gran salón de la Kehlsteinhaus, les esperaba su Führer, junto a la chimenea de mármol rojo, regalo de Mussolini.

La cita fue tan repentina que varios de los generales llegaron vestidos de paisano y el mariscal Goering, de cazador alpino. La tensión dramática aún flota sobre este ascensor, en el que el mismo teléfono de baquelita negra, que atendía a las emergencias, parece a punto de sonar para que un oficial, uniformado con la esvástica, levante el auricular de su soporte. Hitler temía que un rayo cayera un día sobre la maquinaria del ascensor, instalada en la cima de la montaña.

Algún especialista puntilloso podrá echar de menos los dos enormes apliques de bronce, con forma de leones tumbados, que abrían la puerta de acceso al túnel -terminaron en manos de la familia Eisenhower cuando los Aliados se apoderaron del recinto-; pero, al llegar arriba, podrá cotejar la exacta correlación entre las estancias, terrazas, miradores y senderos, tal y como se conservan hoy, con las fotografías de Hitler con sus invitados y de la siempre recluida Eva Braun con sus mascotas.

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Aquella convocatoria, de la que este jueves se cumplieron ochenta años, tenía un doble propósito. En primer lugar, mostrar a esos altivos generales el último conejo que el Führer iba a sacar, en cuestión de horas, de su gorra de sargento chusquero, para asombro de propios y consternación de extraños: el pacto germano-soviético que, como remedaría Orwell en 1984, convertía, de la noche a la mañana, en aliados a dos seculares enemigos, regidos por totalitarismos de signo opuesto.

El segundo motivo era comunicar a la cúpula de la Wermacht, la Luftwaffe y las SS que la consecuencia natural de ese pacto era la inminente invasión, destrucción y partición -una vez más- de Polonia. Los brutales argumentos de Hitler quedaron reflejados, de forma descarnada, en las notas que tomó el Jefe del Estado Mayor del Ejército, Franz Halder.

Hitler contempla el paisaje desde una terraza de su residencia alpina
Hitler contempla el paisaje desde una terraza de su residencia alpina.

En una primera reunión, les dijo que había llegado el momento de proporcionar al Tercer Reich el “espacio vital” necesario para su supervivencia y expansión. “Además hay una alta probabilidad de que Occidente no intervenga. Nuestros oponentes no cuentan con mi gran determinación. Son como gusanos, los he visto en Múnich..”.

Hitler se refería a Chamberlain y Daladier, a quienes llamaba también despectivamente “los hombres del paraguas”. La debilidad con la que los líderes de Inglaterra y Francia habían cedido el año anterior, en la capital bávara, a sus demandas sobre Checoslovaquia, para plegarse después al hecho consumado de su anexión al Reich -como ya había ocurrido previamente con el Rühr y con Austria-, le hacía presumir que actuarían igual, respecto a Polonia. Así se lo había hecho creer su ministro de Exteriores, Ribbentrop, a pesar de que Londres y París habían suscrito con el gobierno de Varsovia el compromiso expreso de “garantizar” su independencia.

En una segunda conversación, Hitler anunció a sus generales, con crudo cinismo, cual era el fin que justificaba los medios: “El principal objetivo es la completa destrucción de Polonia... Proporcionaré un pretexto propagandístico, más o menos creíble, para activar el disparadero de la guerra. Nadie le preguntará después al vencedor si estaba diciendo la verdad o no”.

Y les transmitió consignas implacables: “Cerrad vuestros corazones a cualquier muestra de piedad. Actuad con brutalidad. Debemos blindarnos frente a todo razonamiento humanitario. Ochenta millones de alemanes tienen derecho a la supervivencia, imponiendo la ley del más fuerte”. Todo estaba preparado para que la invasión comenzara cuatro días más tarde, en la madrugada del 26 de agosto.

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A la mañana siguiente, Hitler recibió en su reducto del Oversalzberg al embajador británico Neville Henderson, un devoto apaciguador de clavel en la solapa. Le traía una carta de Chamberlain, comunicándole que, dijera lo que dijera el pacto con Stalin, nada alteraría “las obligaciones de Gran Bretaña con Polonia”. Y advirtiéndole contra “la peligrosa ilusión de creer que, una vez empezada, la guerra tendrá un rápido final”.

Hitler tuvo uno de sus característicos ataques de ira. Acusó al Reino Unido de dar a los polacos “un cheque en blanco” para cometer atrocidades contra la minoría aria en su territorio e incluso de pretender “aniquilar a Alemania”. Muy bien, amenazó a Henderson, prefería la guerra ahora, cuando acababa de cumplir los cincuenta, que dentro de cinco o diez años.

Cuando supo lo ocurrido, el gobierno británico acordó intensificar los preparativos para la contienda, llamando a filas a los reservistas, repartiendo en todos los hogares máscaras de gas e instrucciones para hacer frente a inminentes ataques aéreos, recomendando a las familias enviar a los niños al campo y requisando todo tipo de embarcaciones para la defensa costera. Francia decidió, por su parte, movilizar a 900.000 reclutas y suspender la que hubiera sido la primera edición del Festival de Cine de Cannes.

La macabra y patética paradoja del complejo de superioridad que Hitler alimentaba al contemplar el mundo a sus pies, desde el Nido del Águila, era que sentía vértigo cada vez que miraba hacia abajo. Aquel 24 de agosto, antes de volver a Berlín, también sintió vértigo político. ¿Y si Ribbentrop estaba equivocado y Londres y París reaccionaban esta vez y convertían lo que él pretendía que fuera tan sólo un “conflicto regional” para apoderarse de Polonia en una nueva guerra paneuropea?

Cuando el domingo 25 recibió la negativa de Mussolini a formar parte de la aventura y entrar a su lado en una eventual contienda generalizada -Italia no estaba aún preparada-, el Führer decidió parar el reloj de la invasión. En un nuevo encuentro con Henderson, insistió en que “la cuestión polaca” debía ser resuelta de una vez por todas. Pero añadió que estaba dispuesto a hacer, a continuación, una oferta de paz atractiva y generosa para garantizar la integridad del Imperio Británico. Lo que él quería era “terminar su vida como un artista -¡¡- y no como un guerrero”, obligado a convertir Alemania “en un cuartel”.

El relato de esa conversación hizo revivir una vez más las expectativas pacifistas de Chamberlain y su gobierno. Máxime cuando un enviado personal de Goering, el empresario sueco Dählerus, transmitió un mensaje similar al titular del Foreign Office, Lord Halifax, ese mismo día. El ministro de Exteriores, eufónicamente apodado Holy Fox o “santo zorro” por su proverbial astucia, escribió una carta obsequiosa pero trivial a Goering, sin comprometerse a otra cosa que a dar una respuesta formal a la “oferta” del Führer.

Nada más volver a Berlín esa noche, Dahlerus fue conducido por Goering a presencia de Hitler, quien recibió las evasivas británicas como un insulto. Otra vez estalló en un iracundo monólogo contra los polacos “borrachos” y “sifilíticos” y los ingleses “decadentes” y “degenerados”, repitiendo sus gesticulaciones y amenazas con la reiteración de las óperas barrocas: “¡Construiré submarinos, construiré submarinos, construiré submarinos...! ¡Fabricaré aviones, fabricaré aviones, fabricaré aviones...! ¡Y si no hay mantequilla, seré el primero en dejar de comer mantequilla, en dejar de comer mantequilla!”.

Pedro J. Ramírez, en el Nido del Águila
Pedro J. Ramírez, en el Nido del Águila

El 28, Henderson le entregó la contestación formal de su gobierno, proponiendo una solución negociada entre Alemania y Polonia con respaldo internacional. En otro reflujo de su humor, Hitler le preguntó si eso podía dar paso a una alianza entre Gran Bretaña y Alemania, a lo que el pacato apaciguador contestó que, “a título personal”, él “no excluiría esa posibilidad”.

Al día siguiente, martes 29, cuando acudió a la cancillería, con su clavel rojo más reluciente, a recibir la respuesta a esa iniciativa de paz, Henderson se encontró con que todo había dado otro bandazo. Hitler le gritó, alegando que al gobierno de Londres “le importaba un bledo que los alemanes estuvieran siendo masacrados en Polonia”. El embajador protestó, por una vez, contra “ese lenguaje inadmisible” y Hitler terminó dándole un plazo de 24 horas para que un representante polaco se presentara en Berlín, con plenos poderes para negociar el supuesto acuerdo.

Era evidente que la suerte estaba echada porque el gobierno polaco no iba a aceptar pasar por el mismo trance que el austriaco y el checo, cuyos primeros mandatarios fueron humillados y obligados a aceptar condiciones draconianas de Hitler, como quien dice a punta de pistola, bajo la amenaza de la destrucción total de sus países.

“¿Dónde está el polaco que nos iba a proporcionar su gobierno?”, espetó el día 30, de manera desafiante, Ribbentrop a Henderson. Cuando el embajador le transmitió la denuncia de que comandos alemanes estaban realizando ya actos de sabotaje al otro lado de la frontera, el ministro de Exteriores del Reich explotó: “Eso es una jodida mentira del Gobierno de Polonia”. Henderson y su clavel palidecieron: “Usted acaba de decir ‘jodida’... Esa es una palabra impropia de un estadista en una situación tan grave”.

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Jodida o no, la mentira no estaba en la denuncia polaca sino en el desmentido de Ribbentrop. De hecho, a las cuatro de la tarde del día siguiente, el siniestro jefe de la Gestapo, Reinhard Heydrich, marcó un número y pronunció cuatro palabras convenidas: “La abuela ha muerto”. Tres horas después, una treintena de miembros de las SS, disfrazados con uniformes del ejército polaco, asaltaban el repetidor de radio de la localidad alemana de Gleiwitz y transmitían un mensaje en polaco: “Atención, atención... Aquí Gleiwitz. Este transmisor está en manos polacas, la hora de la libertad ha llegado. ¡Larga vida a Polonia!”.

Cuando se retiraron, dejaron el cadáver de un pobre residente de la zona, encarcelado poco antes por su activismo polaco. Le habían sacado de la celda, narcotizado y asesinado a tiros sobre el terreno. Hitler ya tenía su “pretexto propagandístico, más o menos creíble” para iniciar la invasión.

Esa misma noche, la radio alemana difundió, con grandes aspavientos, el intolerable ataque “polaco” contra Gleiwitz y la determinación del Führer de darle “respuesta”. A las 4,38 de la mañana del 1 de septiembre, el buque de guerra Schleswig-Holstein abría fuego contra la antigua ciudad prusiana de Danzig, cuya soberanía, transferida por el tratado de Versalles a Polonia, en régimen de protectorado internacional, estaba en el origen del conflicto.

Casi a la misma hora, un escuadrón de la Luftwaffe, autodenominado “pájaros del infierno”, bombardeaba con encarnizamiento la localidad polaca de Wielun, matando mientras dormían a cerca de un millar de civiles, casi el diez por ciento de la población. La orden de ataque había partido del mismo general de la Luftwaffe, Wolfram Von Richtofen, que dos años antes había realizado su macabro ensayo general de terrorismo aéreo, a costa del martirio de Guernica.

No había mediado siquiera una declaración formal de guerra. Las divisiones blindadas alemanas perforaron, en cuestión de pocas horas, la frontera polaca en tres puntos, sin oposición alguna, cual afilados cuchillos que penetran en un inerme bloque de mantequilla. Sólo los impotentes relinchos de la valiente caballería polaca se interponían en su avance.

Antes de que acabara aquel 1 de septiembre, Varsovia sufrió el primer bombardeo de lo que serían tres semanas de tan heroica como estéril resistencia. “La locura se ha desatado”, escribió en su diario el capitán Groscurth, uno de los oficiales alemanes que ya conspiraban contra el Führer.

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La noticia de que Hitler “lo había vuelto a hacer” fue acogida con una mezcla de incredulidad e indignación extrema, tanto en Londres como en París. Chamberlain, el gobernante que, apenas un año antes, blandiendo el ridículo papel firmado, como regalo de despedida, por el hombrecillo del bigote en su apartamento de Múnich, había proclamado que traía “la paz para nuestro tiempo”, compareció lívido en el parlamento, limitándose a relatar monótonamente lo ocurrido, como si fuera un juez de guardia, levantando el cadáver de la víctima de una riña callejera.

Presionado por la opinión pública y su propio gobierno, al que había tenido que incorporar a regañadientes a Churchill, “el único británico al que teme Hitler”, como ministro de Marina, Chamberlain ordenó a la mañana siguiente a Henderson que presentara en Berlín un ultimátum de dos horas: si a las 11 GMT de aquel domingo 3 de septiembre de 1939 no había cesado la agresión a Polonia, el Reino Unido se consideraría en guerra con Alemania. Avisados del contenido del mensaje, y conscientes de que el embajador francés repetiría coordinadamente la jugada, ni Hitler ni Ribbentrop comparecieron ante Henderson.

Fue el intérprete oficial de la cancillería, Paul Schmidt, quien recogió físicamente el ultimátum, entregándoselo después a ambos. Según sus memorias, “Hitler lanzó una mirada salvaje a Ribbentrop, dando a entender que su Ministro de Exteriores le había engañado sobre la probable reacción de Inglaterra”. Tras un tenso silencio, le preguntó: “¿Y ahora qué?”.

Schmidt también cuenta que el resto de los principales jerarcas nazis aguardaba en la antecámara. Y que mientras Goebbels permanecía “alicaído y ensimismado en un rincón”, Goering se dirigió a él y le dijo: “Si perdemos esta guerra, que Dios tenga piedad de nosotros”.

El primer disparo sonó, ese mismo día, en tierra alemana, cuando la joven Unity Mitford -una de las famosas seis hijas de Lord Redesdale, convertida en ferviente adoradora de Hitler- se disparó un tiro en la cabeza, en el Jardín Inglés de Munich, con la pistola de nácar que le había regalado el Führer. Como tantos aristócratas británicos, anticomunistas y antisemitas, retratados muchos años después en Lo que queda del día, no podía soportar que su país natal entrara en guerra con el régimen que engendraba una nueva aurora para su modelo de sociedad estamental.

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“La carrera entre la colaboración internacional y el caos había terminado y el caos había ganado”, escribe, a modo de balance, el especialista en historia social Frederick Taylor, en su reciente obra La guerra que nadie quería. “Más de 50 millones de europeos pagarían por ello con la vida”.

Hasta los mayores expertos del periodo siguen sin terminar de comprender cómo es posible que, en apenas veinte años, se permitiera al militarismo alemán renacer de sus cenizas. Máxime cuando, cómo dice Tim Bouverie, en las primeras líneas de su aclamado libro Appeasement, “el deseo de evitar una segunda guerra mundial fue quizás el anhelo más universal y entendible de la Historia”.

La experiencia de la Gran Guerra del 14 había sido tan terrible, tan desgarradora, en el sentido literal de la palabra, con los millones de cuerpos reventados y mutilados por el letal uso de una tecnología bélica que anunciaba la modernidad y aventaba la catástrofe, que la prioridad de los gobiernos europeos, durante las dos décadas que transcurrieron entre uno y otro conflicto, fue preservar la paz. ¿La paz a cualquier precio? Esa errónea ecuación fue la que, paradójicamente, desencadenó la guerra.

La opinión más convencional sitúa el origen del desastre en los injustos términos del Tratado de Versalles que, unidos a los devastadores efectos económicos del crack del 29, crearon el caldo de cultivo para el resurgimiento del nacionalismo alemán, con sus connotaciones racistas y antisemitas.

Yo me alineo, sin embargo, entre quienes piensan que, a pesar de esos elementos objetivos, nada habría ocurrido de la misma forma si las democracias europeas y los Estados Unidos no hubieran sido tan condescendientes con el régimen nazi y hubieran tenido la determinación necesaria para pararle los pies a Hitler la primera vez (el Rühr), la segunda vez (Austria) o incluso la tercera vez (Checoslovaquia) que recurrió a la fuerza para vulnerar la legalidad internacional.

“La política del apaciguamiento fue incapaz de comprender la naturaleza del hombre con el que estaban tratando y desdeñó las contingencias que le hubieran contenido o derrotado antes”, concluye Bouverie. “Fue en todos los sentidos una tragedia”.

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Sólo quien, como es mi caso, haya tenido la oportunidad de visitar con un lapso de menos de tres meses, el campo de Auschwitz y el Nido del Águila, puede entender lo certero del diagnóstico. Todo aquel sufrimiento, todo aquel ensañamiento inicial, en lo que fue Auschwitz 1, contra los que personificaban al “enemigo” imaginario del pueblo alemán; toda aquella eficiencia empresarial por hacer funcionar la fábrica de cadáveres, en la que se convirtió Auschwitz 2, son incomprensibles sin la tarada perspectiva de quien se creía un gigantesco semidiós, al mirar a sus semejantes desde tan arriba como para verlos solo como despreciables pigmeos.

El director de EL ESPAÑOL, en Auschwitz
El director de EL ESPAÑOL, en Auschwitz.

Pero, atención, queda el debate de si Hitler creó el nacional socialismo alemán o el nacional socialismo alemán creó a Hitler. Lo más tranquilizador para todos es concentrar la culpa en el genio maléfico del Nido del Águila cuyas diatribas coléricas, entre delirios de grandeza, todavía resuenan en los valles que conducen a Salzburgo. Según esta tesis, las atrocidades sin cuento que vinieron tras la decisión que ahora recordamos fueron la obra de un loco o, como mucho, de un loco y su camarilla, juzgada y ejecutada en Nuremberg.

Sin embargo las publicaciones brutales, atizando el odio a los judíos, estaban ahí; las camisas pardas, campando a sus anchas por las ciudades alemanas, estaban ahí; los uniformes con las tibias y la calavera, inspirando una determinación letal, estaban ahí. Y llegaron la Noche de los Cuchillos Largos y la Noche de los Cristales Rotos. Y la guerra en el frente occidental y la guerra en el frente oriental. Y los campos de concentración primero; y de exterminio después.

Decenas de miles, cientos de miles, millones de alemanes estuvieron implicados en esas actividades. Ni siquiera la mayoría de los guardias de Auschwitz pagó por sus crímenes. ¿A quién puede sorprenderle que gran parte de los polacos crea que las cuentas aún no han sido saldadas?

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Durante aquella última semana de la paz, Europa seguía danzando despreocupadamente -acaba de estrenarse Lo que el viento se llevó-, sin percibir la dimensión de la tragedia que se avecinaba. De lo que seguía hablándose en Londres era de que Harrow -el colegio de Churchill- le había ganado por primera vez en no se cuántos años a Ascot. “Esperemos que la guerra no empiece antes de que termine la temporada de cricket”, explicó uno de los capitanes de Cambridge.

El propio 30 de agosto, Chamberlain escribió a otro paladín del apaciguamiento, el duque de Buccleuch, que estaba convencido de que su última oferta de paz a Hitler, basada en la mediación internacional sobre Danzig, prosperaría. Y, como prueba de ese convencimiento, le anunciaba que podía contar con él para la próxima cacería de urogallos programada en su finca.

De hecho, cuando sólo cuatro días después, consumado ya el ultimátum, sonaron por primera vez las sirenas de alerta antiaérea en Londres, a modo de ensayo general, lo único que se les ocurrió a una parte de sus habitantes fue sacrificar a sus mascotas para no tener que abandonarlas en caso de evacuación. En cuatro días se calcula que hubo 400.000 víctimas mortales... entre perros y gatos.

Los alemanes, más indignados con los crímenes del violador y asesino múltiple conocido como “la bestia de Aubing” que con las presuntas, y a veces reales, atrocidades contra sus compatriotas en Polonia, también querían la paz con gran ahínco; y así lo reflejaban los propios informes internos del Partido Nazi. Pero el continuo lavado de cerebro por la propaganda del régimen hacía que la mayoría confiara ciegamente en Hitler y respaldara, a la vez, su política de expansión y conquista. Querían en definitiva los frutos de la guerra, sin tener que disputarla. Y eso era imposible.

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¿Aprenderemos las lecciones del pasado? Desde aquella cumbre militar, en la cima de la montaña junto a la que ahora escribo -rodeado del entorno armonioso del mejor festival de ópera del mundo-, hasta que los aliados descubrieron las eficientes cámaras de gas, los ordenados depósitos de maletas y enseres incautados y los pulcros almacenes de pelo humano, destinado a fabricar jabón con fragancia de judío, gitano u opositor político en Birkenau, o sea en Auschwitz 2, apenas transcurrió un lustro. En el ínterin se habían evaporado, simultáneamente, en los lugares más distantes de la tierra, junto a las vidas de tantos seres queridos sacrificados, los sueños de bienestar de varias generaciones.

Así que han pasado ochenta años, hasta los esqueletos animados de los supervivientes de aquellas sucursales del infierno han ido diluyéndose en el recuerdo, cual fantasmas de alquiler en el parque temático del campo de exterminio, extras de una película de acción o miembros del coro de una producción innovadora para los escenarios de Salzburgo. Los hechos, los protagonistas, las ideas... todo se entremezcla en un laberinto de la memoria, tan intrincado como la red de túneles secretos descubierta bajo el Nido del Águila, como frustrada vía de escape y refugio para los jerarcas nazis.

Sin embargo, la crisis económica de la pasada década, con su actuales riesgos de grave recaída, el auge de los nacionalismos como plataforma de un nuevo ramillete de líderes autoritarios que apelan a valores supremacistas y convierten a minorías étnicas -o a mayorías democráticas- en chivos expiatorios de las frustraciones colectivas, evocan los acontecimientos que fatalmente siguieron al crack del 29. Con dos diferencias: los mecanismos para controlar y manipular a la opinión pública son ahora muchísimo más poderosos que en los años 30; y los arsenales, infinitamente más destructivos.

Como advierte Frank Taylor en su prólogo a La guerra que nadie quería, refiriéndose al Brexit, al “América First” de Trump o a la condescendencia general con la escalada militar de Putin, “da la sensación de que -al igual que tantos alemanes en 1939- muchos de nosotros creemos que podemos combinar el don de la paz mundial con el engrandecimiento nacional más crudo, sin tener que pagar las consecuencias”.

El fin de la Historia no llegará nunca. Por eso jamás sabremos tampoco cual será la próxima “última semana de la paz ”. Pero si la causa de la globalización y el multilateralismo pierden de nuevo la partida frente al egoísmo miope y rencoroso de los populismos y los nacionalismos identitarios, antes o después, volveremos a ver pasar el cadáver de nuestra civilización en parihuelas.

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

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