El mes pasado se cumplió un triste décimo aniversario que no pasó inadvertido. El 22 de julio, comentaristas de todo el mundo conmemoraron a las 77 víctimas de un terrorista de ultraderecha noruego que detonó una bomba frente a la oficina del primer ministro en el centro de Oslo y luego provocó una masacre entre adolescentes que asistían a un campamento de verano del Partido Laborista en la isla de Utøya.
En general los análisis adjudicaron el horror al «profundo sentimiento antimusulmán y antisocialdemócrata» del perpetrador. Mientras algunos manifestaron alivio por el hecho de que no hubiera inspirado más imitadores, hubo quien usó la ocasión para denunciar al «neoliberalismo» y otras abstracciones monocausales. Pero en los análisis hay una ausencia sorprendente: la evidente misoginia del asesino.
Tras más de una década de presenciar un resurgimiento global de la ultraderecha, seguimos subestimando la importancia de las cuestiones de género (y en particular, las defensas del patriarcado) como puente entre extremistas y conservadores tradicionales cada vez más dispuestos a colaborar con aquellos.
Algunos temen que someter a interpretación el manifiesto publicado en línea por un asesino en masa equivalga a otorgarle un triunfo y ayude a difundir su ideología tóxica. Pero no podemos darnos el lujo de ignorar la mentalidad de un asesino, ni debemos sucumbir al temor infundado de que las ideas de los terroristas sean tan seductoras que sea necesario suprimirlas (un argumento que en ocasiones se emplea para justificar la prohibición de Mein Kampf).
Por supuesto que muchos manifiestos de odio son meros productos de copia y pega; o sea que las ideas peligrosas ya pueden encontrarse en otra parte. Pero si uno se toma la molestia de comparar las diatribas publicadas a la par de la matanza de Utøya y de la llevada a cabo contra musulmanes en Christchurch (Nueva Zelanda) en 2019, las semejanzas son sorprendentes. Y también lo son los paralelos entre aquellas y los programas oficiales de los partidos populistas de ultraderecha.
Al fin y al cabo, los políticos de ultraderecha llevan décadas diciendo que otros se están robando «nuestro país», el que nos pertenece a «nosotros». Un «nuestro país» que imaginan como una nación blanca y cristiana cada vez más amenazada por el Islam. Nos dicen que los musulmanes inmigran en números crecientes y tienen más hijos, supuestamente para «reemplazar» a los legítimos habitantes de la «patria». Pero a la par de estas teorías conspirativas nativistas que hablan de un «Gran Reemplazo», también encontramos admiración declarada por la masculinidad tradicional que supuestamente promueve el Islam. Por eso en el mortal mitín de Charlottesville en 2017, los supremacistas blancos coreaban «¡sharía blanca ya!».
En última instancia, para muchos miembros de la ultraderecha el problema real es el liberalismo, y en particular la liberación de las mujeres respecto de leyes y normas sociales que imponen la dominación masculina. A ojos de sus enemigos, el liberalismo es más que simple apertura (o al menos, porosidad) y flexibilidad; encuentran amenazante el cuestionamiento liberal de la autoridad tradicional, sobre todo la autoridad patriarcal para tomar decisiones sobre los cuerpos de las mujeres.
El asesino del 22 de julio dejó muy claro su deseo de restaurar el patriarcado. En su mundo ideal, las mujeres estarían sujetas a un control rígido para garantizar la reproducción del Volk blanco y cristiano. Detalló el modo de lograrlo volviendo a los años cincuenta, cuando los hombres mandaban y las mujeres eran sumisas; o con un esquema en el que se pagara (escasamente) a madres sustitutas en países pobres para que gestaran niños europeos; o mediante el desarrollo de un útero artificial que volvería totalmente prescindibles a las mujeres.
Con esta fantasía de destrucción completa de las mujeres, su plan para el 22 de julio de 2011 incluía el decapitamiento público de Gro Harlem Brundtland, la primera jefa de gobierno mujer en la historia de Noruega (que el día de la masacre de casualidad se fue de la isla antes de lo previsto).
Como han señalado analistas perspicaces, la extrema derecha oscila entre un sexismo benevolente y un sexismo hostil: ve a las mujeres como unos recipientes frágiles que es preciso proteger o como taimadas agresoras que están destruyendo los estados nacionales de Occidente en el nombre de la igualdad de género. La segunda descripción pone a los hombres como víctimas y permite a quienes se vuelcan al terrorismo decir que no fueron ellos quienes iniciaron la violencia. En su papel de «víctimas», están en su derecho de reaccionar frente a una agresión ajena y, en definitiva, aniquilar al enemigo. La misma lógica fue visible también en el ataque del 6 de enero contra el Capitolio de los Estados Unidos, donde fueron hombres quienes ejecutaron la mayor parte de los actos de violencia, particularmente dirigidos a mujeres destacadas, como la presidenta de la Cámara de Representantes Nancy Pelosi (cuya oficina saquearon).
El ultraderechista Partido del Progreso noruego se esforzó en desestimar, cual si fueran una cínica instrumentalización de la violencia, las referencias al hecho de que el asesino de Utøya era miembro de su sección juvenil. Asimismo, en Estados Unidos los republicanos acusaron de hacer «politiquería» a quienes dicen la verdad sobre el 6 de enero.
Pero los que proclaman a viva voz que la patria está en peligro (dirigentes del Partido del Progreso hablaron de una «islamización subrepticia») e incitan al odio contra minorías impopulares no pueden declararse sorprendidos cuando sucede aquello que la filósofa Kate Manne llama «agresión por derrame». Cuando Björn Höcke, de la ultraderechista Alternativa para Alemania, exhorta a sus seguidores diciéndoles «tenemos que redescubrir nuestra masculinidad, ya que sólo entonces seremos capaces de defendernos», sabe muy bien cómo recibirán su retórica.
La ultraderecha internacional puede usar a su favor el inmenso apoyo material y financiero que disfrutan los promotores de los «valores familiares». Los populistas de ultraderecha también están haciendo todo lo posible para parecer aceptables a los conservadores tradicionales recalcando una supuesta agenda social compartida. Por qué lo hacen no es ningún misterio: sólo han podido llegar al poder con la colaboración de fuerzas de centroderecha más establecidas.
El primer ministro húngaro Viktor Orbán lleva mucho tiempo usando esta estrategia de intentar atraer a los partidos de centroderecha con el argumento de que su régimen autocrático y cleptocrático es una versión auténtica de la democracia cristiana. Es así que su gobierno se opone tenazmente al matrimonio homosexual y se esfuerza en asociar la homosexualidad con la pedofilia. La reciente ley anti‑LGBTQIA propuesta por Orbán deja muy en evidencia que el objetivo real no es la fidelidad a una ley natural o a un presunto «orden natural», sino incitar al odio contra las minorías.
Hay que ser conscientes de que el atractivo ideológico y emocional de la ultraderecha no se puede reducir a un único elemento, por ejemplo el odio al Islam. Los partidos de ultraderecha pueden ser flexibles a la hora de elegir en qué objetos de odio poner el acento, sin dejar de mantener su estrecha vinculación de supremacismo cristiano blanco, misoginia y militancia antiliberal. Una mezcla que, cualquiera sea la forma en que se presente, ningún partido de centroderecha decente puede aceptar.
Jan-Werner Mueller, Professor of Politics at Princeton University, is the author, most recently, of Democracy Rules (Farrar, Straus and Giroux, 2021). Traducción: Esteban Flamini.