La UMD y la Constitución

Acababa de votarse por unanimidad la autodisolución de la Unión Militar Democrática (UMD) tras las primeras elecciones democráticas después de 40 años de dictadura. Ese había sido precisamente el motor de aquella organización clandestina dentro del ejército franquista: extender en la milicia los ideales democráticos. Con el nuevo parlamento constituyente de 1977 habían logrado sus objetivos. Por ello, tras conocerse el resultado de la votación de aquella asamblea de militares demócratas o úmedos,como despectivamente les llamaban desde el sector ultra, Bernando Vidal, capitán de ingenieros, levantó una copa de vino para brindar de forma solemne y emocionada: “La UMD ha muerto. Viva la Constitución”.

Aquel era un grito subversivo pocos años antes, sobre todo para los que vestían de uniforme. Varios oficiales fueron detenidos, juzgados, encarcelados y expulsados del ejército en los estertores de la dictadura por defender esos valores. Uno de ellos fue mi padre. Cada cierto tiempo recuerda cómo en un descanso, tras unas maniobras, comenzó a redactar en una tienda de campaña con unos reclutas universitarios un boceto de constitución. Eran aún los primeros años sesenta, con la dictadura en su apogeo. Aparte del marco de convivencia básico de partidos políticos, elecciones y libertad de conciencia (algo prohibido en el entonces Fuero de los Españoles), y con la ingenuidad de un joven teniente de infantería pero ya licenciado en Filosofía y Letras, introdujo en el articulado unas directrices para la elaboración de los presupuestos en los que se recomendaba aumentar las partidas destinadas a cultura y educación. “El fascismo se cura leyendo”, diría con el paso de los años. Ese boceto de constitución lo guardó bajo llave en un cofre de madera que tenía a los pies de la cama, y que parecía sacado de una novela de Stevenson. Cuando fueron a detenerlo no lo encontraron. Ni él mismo recordaba dónde los había puesto. Muchos años después, una tarde en la que sus hijos estábamos jugando con los trastos que había dentro de aquel cofre como si fuésemos piratas, descubrimos aquellos legajos que al principio tomamos como las pistas para dar con una isla desierta y un tesoro enterrado en la arena. Mi padre oteó desde las alturas la escena y los guardó en su escritorio. “Efectivamente, es el cofre del tesoro”, nos diría de forma enigmática, una frase que por entonces, con apenas 10 años, no entendíamos.

De niño uno tiende a esquematizar las ideas abstractas de los adultos. Comencé a comprender qué era aquello de la Constitución en el colegio para hijos de militares en el que cursaba 5º de EGB en 1977. Y ya se sabe que los niños raramente se equivocan. Cuando vi al padre de un compañero escupir sobre la pantalla del televisor una mezcla de galletas y café, y farfullar la palabra “traidor” al aparecer Adolfo Suárez hablando de la Constitución, entendí que aquel hombre era necesariamente una buena persona, y que la Constitución también debía de serlo. Los ultras odiaban más a Suárez que a Carrillo.

Han pasado 40 años de aquellas fechas y la intuición de infante preadolescente no creo que me haya fallado. Con todos sus errores, ese texto constitucional nos ha acompañado en los mejores años de nuestra historia. Pasamos de ser súbditos de una dictadura a ser ciudadanos libres de una democracia que eligen a sus gobernantes. No siempre con acierto, pero no creo que de eso deba acusarse a la Constitución.

Pocos dudan que cuatro décadas después, ese texto del cofre del tesoro merezca una actualización. Fue un texto producto del “contexto”. Empezó a redactarse solo dos años después de la muerte del dictador, y quizás por ello haya algunas concesiones que deban ser revisadas por los legisladores, como el papel otorgado al Ejército, la cuestión territorial, la referencia a la religión católica, etcétera. Quizás haya envejecido también, al tiempo que nuestros gustos y costumbres han avanzado.

Pero no hay que dar por seguro que los nuevos vientos de Fronda que soplan en nuestro país y en todo el mundo permitan seguir avanzando, y que por tanto esa revisión no pueda propiciar una regresión en el tiempo. Quizás no sea una casualidad que lo mismo suceda en otros países y latitudes. Salvini, Orbán, Trump, Bolsonaro, Duterte… Eso sí es una conjunción planetaria en la que no se pone el sol, y no aquella de Obama y Zapatero.

La Constitución de 1978 comienza en su preámbulo diciendo que España es un Estado social y democrático de derecho. Y esa palabra, social, marca ya de inicio una senda; obliga en teoría a que los Gobiernos se ocupen tanto de nuestros derechos individuales como de nuestro bienestar, de que tengamos un trabajo digno o una vivienda digna en tiempos de desahucios y salarios esclavistas. Otra cosa es que se cumpla el espíritu de 1978, que se cumpla la ley de leyes. Desde entonces, los ultras se han ido apoderando sucesivamente de nuestros símbolos, de la bandera, de la idea de España. Ya solo les queda apoderarse también de la Constitución para poder luego hornearla a su gusto.

Xabier Fortes es periodista.

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