La unidad antiterrorista

Fue un comentario quizá inevitable ante la extraordinaria concurrencia de personalidades de la política internacional que se observó en la manifestación de París del 11 de enero por las víctimas de «Charlie Hebdo» y de la tienda de comida judía Hyper Cacher: «¿Por qué no hubo una presencia lejanamente comparable de mandatarios mundiales en Madrid cuando las bombas yihadistas del 11-M de 2004 se cobraron ciento noventa y dos vidas?». La pregunta me la espetó alguien que ya tenía elaborada una respuesta: «Porque los franceses lo venden todo muy bien, incluidas sus tragedias, y porque las víctimas de izquierdas son más víctimas que las demás». No quise entrar a discutir esa observación, que me parecía un tanto condicionada por la mirada ideológica (la de un doliente patriotismo de signo conservador), pero le dije a quien me la hizo que –aunque pudiera tener algo de razón en ella– había más cosas, más motivos, más factores a tener en cuenta y que el más decisivo de todos ellos era la clamorosa falta de unidad de los españoles frente al terrorismo. Le dije a esa persona que se pusiera por unos momentos en el lugar de un jefe de Estado extranjero que hubiera albergado en su cabeza la intención de acudir a la manifestación del 12 de marzo de 2004 en la capital de España, pero que de pronto hubiese tenido noticia de aquel desolador espectáculo de acusaciones al Gobierno que se produjo en las horas y jornadas posteriores a la masacre; de todo aquel patético bochinche del «Aznar asesino», del «Pásalo» y del «Queremos saber» cuyo recuerdo no inspira más que consternación, por desdichado que fuera el modo en que gestionó el aznarismo aquella crisis. ¿Realmente era ese un clima propicio para que viniera nadie a mostrar su solidaridad, o más bien para que desistiera de cualquier intento? ¿Solidaridad con quién? ¿Con un pueblo dividido? ¿Con los que atacaban las sedes del PP, o con los que se hallaban dentro de estas? ¿Para qué iba a dejarse caer un alto mandatario extranjero en medio de aquel vergonzoso espectáculo? ¿Para que un periodista le preguntara si tenía razón el Gobierno o la oposición? ¿Para que cualquier declaración de tono conciliador o cualquier bienintencionado gesto fueran malinterpretados?

La unidad antiterroristaYo no sé cuantas personalidades habrían venido de haber mostrado los españoles la unidad en el dolor que merecía aquella tragedia. Sé que ya la presencia de las que recuerdo que lo hicieron (Prodi, Berlusconi, Durão Barroso…) era un acto temerario. Sé que convertir unos atentados en una patata caliente no es la mejor manera de recabar la solidaridad internacional ni de invitar a nadie a asistir a un duelo. Sé que, si los franceses hubieran tenido semejante comportamiento ante los atentados de París, la presencia de líderes mundiales habría quedado considerablemente mermada. ¿Quién se mete en un funeral en el que los asistentes andan a piñas y en una manifestación en la que hay quienes, en vez de clamar contra los asesinos, llaman asesino al presidente del Gobierno?

Han pasado ya once años desde aquellas traumáticas jornadas y seguimos divididos ante un asunto tan capital como la lucha antiterrorista. No se entiende, por ejemplo, que un partido como UPyD, que cuestiona permanentemente el final del terrorismo de ETA y que es el que más ruido mete estos días ante la puesta en libertad, tan indignante como anunciada, de Valentín Lasarte, no apoyara, sin embargo, ni el pacto contra el yihadismo en el Congreso ni la «prisión permanente revisable» en el Senado, cuando esa figura penal cierra la puerta a la tentación que pudiera tener cualquier sector de ETA de volver a matar, así como a las tarifas planas para el crimen que han permitido la excarcelación de Lasarte y las que la han precedido. Como tampoco se entiende que haya quienes estén todo el día advirtiéndonos del peligro yihadista, pero a la vez desdeñen una reforma tan básica en nuestra legislación con el sofisma argumentativo de que «esa pena de cárcel no va a disuadir a un terrorista que está dispuesto a inmolarse». El islamismo, como toda religión, tiene sus deserciones y sus renuncios, sus fisuras y sus imposturas, sus incoherentes y sus inconsecuentes, sus farsantes y sus vacilantes, sus tibios y sus fariseos. No podemos hablar del islam como si estuviera exento de las clásicas grietas que caracterizan a la práctica de todas las demás religiones y a la propia condición humana. Ni todos los yihadistas son suicidas ni todos los que lo son logran siempre suicidarse. Y para todos ellos, tanto para los que pretenden matar sin morir como para los que temen sobrevivir a sus acciones criminales, la «prisión permanente revisable» es, en efecto, un gran arma disuasoria.

Seguimos divididos, sí. El mismo ejercicio de amnesia con el que Pedro Sánchez ha conmemorado estos días atrás el undécimo aniversario de la tragedia del 11-M arroja serias sombras sobre la sinceridad de su compromiso con ese «pacto antiyihadista» que no logró obtener ningún apoyo fuera de los dos partidos firmantes y que, si obtuvo el de los socialistas, fue a regañadientes y a cambio de que los populares sacaran del texto la alusión a la reforma del Código Penal. Sánchez ha celebrado esa dolorosa efeméride no sólo insistiendo hasta la saciedad en que suprimirá, si está en su mano, la pena máxima que esa reforma introduce, sino osando comparar la envidiable unidad de los franceses en la manifestación parisina del 11-E con «lo que él vivió» en la manifestación madrileña de aquel desunido 12-M de 2004: «Toda España salió a la calle. Lo hicimos, también como en París, juntos aunque muchos exigíamos conocer la verdad».

La alusión a ese amor a «la verdad», que se tradujo en odio ideológico, seguida de la comparación con París no podía ser más sangrante. Como las palabras que dedicaba al propio «acuerdo antiyihadista» relacionándolo con el de Ajuria Enea y con el que firmaron Aznar y Zapatero el 8 de diciembre de 2000. Y es que, por desgracia, tales evocaciones no eran el mejor aval para esta nueva alianza prendida con alfileres. El Pacto de Ajuria Enea lo finiquitó Ardanza al convertirlo el 15 de marzo de 1998 en una portería contra la que chutar el penalti de la autodeterminación que llevaba camuflado su famoso Plan entre blandas gasas retóricas. El Acuerdo por las Libertades y contra el Terrorismo quedó dinamitado con los trenes de Atocha, pues su texto exigía una lealtad que se rompió aquel 11 de marzo de 2004: «Manifestamos nuestra voluntad de eliminar del ámbito de la legítima confrontación política o electoral entre nuestros dos partidos las políticas para acabar con el terrorismo». ¿Qué otra cosa hizo el PSOE sino romper públicamente ese pacto? ¿Qué otra cosa había hecho ya para entonces Jesús Eguiguren al iniciar contactos con Arnaldo Otegi que «situar su particular política en materia antiterrorista en el ámbito de la confrontación»? Por este último hemos sabido que inició esos contactos a comienzos de aquel mismo año que cerraba el milenio. Si el Acuerdo por las Libertades y contra el Terrorismo se firmó en el último mes de 2000, dicho pacto no es ya que fuera traicionado, sino que nació muerto, pues invocaba una lealtad ya entonces inexistente. La desmemoria no es un aval, y uno le desea sinceramente mejor suerte al pacto que han firmado Sánchez y Rajoy que la que corrieron aquellos dos acuerdos traicionados.

Iñaki Ezquerra, escritor.

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