La Unión en días nublados

La avalancha de exiliados e inmigrantes cuando aún persisten las dificultades económicas ha causa mayores divisiones entre los europeos. Si sumamos las amenazas crecientes a la libertad y la seguridad, el populismo al alza y el referéndum británico, la pregunta es si la UE resistirá esta multiplicidad de problemas. Tal vez el mejor modo de abordar esta cuestión en el aniversario de la Declaración Schuman es interrogarse sobre cómo reinventar el europeísmo y preservar los valores éticos que dan sentido a la integración. Lo que está en juego es la idea de Europa y su aliento civilizado y cosmopolita.

El desafío de reforzar la UE en medio de las distintas crisis que se conectan entre sí no puede ser atendido con la ensoñación de una centralización apresurada de poderes en Bruselas. La futura reforma de los Tratados no debería aspirar a blindar una «primera velocidad» de la integración en torno al euro. A estas alturas, tal concentración de recursos y medios empeoraría la aceptación social de las decisiones europeas. La idea de que de todas las crisis se sale reforzado es una ilusión y el método de patear el balón de la unidad adelante ya no funciona bien.

La Unión en días nubladosAcentuar los rasgos tecnocráticos de la UE –las visitas de la troika a las capitales nacionales o la imposición de gobiernos de emergencia como el de Monti– tampoco es la solución para seguir caminando juntos. La elaboración de políticas por expertos que pretenden no hacer política es contraproducente. La integración futura no puede tener éxito sin que los ciudadanos y sus representantes decidan sobre el grado de unidad que quieren. Avanzar de otro modo es un terreno abonado para los partidos radicales y antisistema, que enarbolan la supuesta seguridad de lo local frente a un gobierno europeo remoto.

Estamos aún a tiempo para que las sensibilidades moderadas tomen la iniciativa y refuercen el proyecto europeo. El referéndum británico, sea cual sea su resultado, conducirá antes o después a una reforma de los Tratados y ofrecerá esta oportunidad. Los referendos de soberanía, en todo caso, son una caricatura de la misma. El Brexit, con una segunda votación en Escocia por la independencia, es la apoteosis de cómo deshacer un Reino Unido de una manera frívola, que choca con su mejor tradición de democracia representativa.

Pero veamos la parte positiva de volver a negociar las reglas del juego: la Unión necesita reformas políticas de calado. La tormenta desatada por un euro mal diseñado ha llevado a poner en pie en tiempo récord un gobierno económico común, pero también ha generado tensiones sin precedentes, que han debilitado a las instituciones comunitarias y a los gobiernos nacionales. Tal vez por ello hoy se recurre con más frecuencia al reclamo del liderazgo personal. No hay líderes europeos, se dice, demandando una presencia consoladora y providencial. Pero, como ha advertido el profesor José Luis Álvarez, hay que preguntarse cuánto hay de pensamiento mágico en esta petición insistente de más liderazgo.

El único liderazgo actual lo ejerce la canciller Angela Merkel, gracias a que no ha renunciado a un estilo de poder que podemos llamar pragmatismo adaptativo. Esta comprensión de la política europea como el arte de lo posible en una esfera de poder sin unos contornos claros y sometida a ciclos económicos globales es parte de un valioso aprendizaje histórico. La más exitosa gestión del poder europeo se inicia con Jean Monnet y su generación, pasa por Jacques Delors y Helmut Kohl y llega hasta Mario Draghi y Angela Merkel. El pragmatismo es la forma de hacer viable el concierto de voluntades que es Europa. Es humilde en cuanto que nadie reivindica la última palabra, pero ambicioso en sus objetivos. Ante el apogeo de la crisis de los refugiados, la visión moral y a contracorriente de la canciller ha fijado el deber ser europeo. Pero ha entendido que debe combinarla con grandes dosis de realismo, ante la ausencia de ciclos económicos y políticos positivos y la debilidad del marco institucional comunitario. Su tarea siguiente es conseguir un acuerdo que preserve la libre circulación de personas, la paz social y las fronteras exteriores.

El proceso de integración solo se renovará si se logra el respaldo de la mayoría de los ciudadanos para afirmar un horizonte común europeo. De este modo, cuando se aborde la revisión de las reglas del juego, por un lado habría que fijar en los Tratados nuevos límites materiales a la acción europea. El objetivo es que la UE se concentre en las tareas más importantes y no aspire a regularlo todo ni proyecte esta ambición. El sueño de un Estado europeo produce monstruos. El nacionalismo europeo de sustitución del español o de cualquier otro es una fuga indeseable.

Al mismo tiempo, es preciso apoderar a las instituciones de la UE para que completen las anunciadas uniones bancarias, fiscales y económicas, avancen en su acción exterior y evolucionen hacia una representación de los ciudadanos y una rendición de cuentas más exigentes. La suma de las reformas del poder vertical y horizontal de la UE permitiría formular un nuevo europeísmo y también haría más fácil sortear el campo de minas de la ratificación por unanimidad de los estados miembros.

El gran jurista español que nos ha dejado hace poco, Francisco Rubio Llorente, advertía en 1999 que era bien distinto entender la integración europea como el establecimiento de un límite al poder de los estados nacionales que como el proyecto de legitimar democráticamente un nuevo poder, el europeo. En 2016 nos hemos adentrado en esta segunda etapa del camino. En vez de «más Europa», el pragmatismo adaptativo que hoy encarna Angela Merkel debe llevarnos a aspirar a una Unión mejor, con una aceptación social propia y plenamente compatible con las democracias nacionales. La retirada británica de la Europa unida hace inevitable una reforma de Tratados en su gobernanza económica y en una delimitación de competencias que frene la vis expansiva. La cuestión palpitante es mantener la idea de Europa y renovar su forma del poder.

José M. de Areilza Carvajal, profesor y Cátedra Jeann Monnet-ESADE y secretario general de ASPEN INSTITUTE ESPAÑA.

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