La Unión Europea no es eso

Quizá ya ha llegado la hora de hacer balance, pero de verdad. Estos días se han hecho todo tipo de valoraciones –antes y después de la jornada electoral del domingo día 7 --, pero, en general, y salvo alguna excepción, son reflexiones y análisis sobre la campaña, los resultados, la abstención, y muchas generalidades sobre el futuro de Europa. Es decir, comentarios coyunturales.

En mi opinión, es necesaria una reflexión en profundidad temporal, hacia arriba y hacia abajo, porque a lo que hemos llegado es a un gigantesco malentendido: la clase política, los medios de comunicación, los analistas, entre unos y otros no paramos de incriminar a la opinión pública, la ciudadanía europea, porque se empeña en no entender la importancia de lo que está en juego, la crucial importancia de su voto. Y partiendo de que la gente se empeña en no ir a votar, en comparación con las elecciones legislativas o, donde las hay, las elecciones presidenciales, una de dos, o la gente se equivoca o la gente tiene razón cuando desde hace 30 años vota cada vez menos. ¿Por qué?

Ante todo, no se trata de un incidente aislado, una abstención inesperada. Aquí radica la importancia de la reflexión temporal hacia arriba en el tiempo. En 1979, se votó por primera vez a los diputados del Parlamento Europeo por sufragio universal y directo. La expectativa que se generó –vayan a las hemerotecas— fue extraordinaria, y a la luz de lo que hoy sabemos, desmesurada. Se dedujo apresuradamente que de esa elección directa derivarían varias cosas de modo inevitable: un incremento de sus poderes hasta convertirlo en un auténtico Parlamento, una aceleración hacia un federalismo europeo en el sentido estricto del término, es decir, hacia un Estado federal europeo, y la emergencia de una ciudadanía europea que superaría, integraría y disolvería las ciudadanías estatalistas (o nacionalistas) de los estados miembros.

Pues bien, resulta que no. Un Parlamento, en un Estado de derecho, ha de cumplir al menos tres funciones: la de representación, la de ejercer el poder legislativo y la de control político del Gobierno. La primera condición se ha cumplido, en el sentido de que el sufragio universal lleva a la Eurocámara una representación de la diversidad política europea. Distorsionada, porque la baja participación tiende a sobrerrepresentar a partidos más radicales o militantes, pero --¡sorpresa!-- tiende a sobrerrepresentar a euroescépticos, antieuropeístas, ultranacionalistas, etcétera, que encuentran allí un espacio que en los parlamentos nacionales no tienen (o no en la misma proporción).

Vaya paradoja: la Eurocámara, refugio de muchos de sus enemigos. Las condiciones segunda y tercera no se cumplen, digamos lo que digamos. No controla al Ejecutivo porque, no hagamos trampas, el órgano que gobierna de verdad la UE, que hace y deshace, que decide cada paso adelante (o no), que de hecho predesigna a los comisarios, que negocia el presidente de la Comisión, es el Consejo Europeo, no la Comisión, que, por cierto, hace muy bien su trabajo. Es el más meritorio órgano europeo; sus comisarios sirven la agenda común, no la de los estados de origen. Pero el Parlamento no controla al Consejo Europeo. Y desde luego, no tiene nada equivalente a lo que en un Parlamento estatal se llama poder legislativo.

Podemos hacer más gesticulaciones: decimos que colegisla, pero no tiene la iniciativa legislativa, incluso consigue mejorar la vida de los ciudadanos, o plantear temas políticamente sensibles, que luego los gobiernos no pueden eludir fácilmente (por ejemplo, la campaña contra las absurdas medidas de seguridad en los aeropuertos). Si acaso el control del presupuesto fue en su día un paso adelante. Pero las expectativas de 1979 están muy lejos de haberse cumplido. No lo decimos cuatro despistados, lo escribió hace unos días en estas páginas Yves Mény, presidente del Instituto Europeo de Florencia, y eminente politólogo, al que nadie podrá acusar de euroescéptico: “El papel del Parlamento es limitado, y su actuación, poco visible. No tiene derecho a la iniciativa legislativa, no ejerce ningún control sobre los ingresos presupuestarios y solo tiene una influencia marginal sobre los gastos. Todavía no ejerce más que un papel limitado en las elecciones de los comisarios y del presidente”, etcétera. Un justo que clama en el desierto, mientras los medios de comunicación van repitiendo que “el 90% de las decisiones legislativas que condicionan nuestras vidas se toman en Bruselas”. ¿En serio? ¿Seguro que nuestros parlamentos nacionales/estatales solo legislan sobre el 10% de nuestras vidas cotidianas? No cuela.

Comparto con Mény que la UE es un éxito sin parangón en la historia política de Europa, y en comparación con cualquier otro intento semejante en el mundo actual. Produce seguridad, bienestar, y muchas otras cosas. Pero, francamente, si desde 1979 la participación ha ido siempre a la baja, si la diferencia con las elecciones generales de cualquier país europeo es de 30 puntos o más, es porque la gente no ha perdido de vista lo esencial: actualmente, aún, percibe que la palanca del poder reside en el Estado y sus instituciones (Gobierno y Parlamento). Incluyendo la capacidad de decidir en Europa. Expliquemos mejor qué es –y su enorme activo—la UE, y no lo que pretendemos que es o debería ser en un mundo ideal. El foso entre la gente y la política se agranda cada vez más.

Pere Vilanova, catedrático de Ciencia Política (UB) y analista en el Ministerio de Defensa.