La unión excesivamente compleja de Europa

La Unión Europea actualmente enfrenta desafíos inclusive más severos que la crisis de deuda que amenazó con hundir a la eurozona a comienzos de esta década. Las tensiones entre norte-sur y este-oeste en Europa no han dejado de aumentar desde entonces, y hoy se ven agravadas por la creciente incertidumbre sobre el futuro del gobierno de la canciller alemana, Angela Merkel. ¿Estas tensiones podrían terminar desgarrando a la UE?

Lógicamente, no existe ningún motivo por el que la UE hoy debería correr un riesgo de destrucción. No sólo se ha llegado finalmente a un acuerdo sostenible sobre la deuda griega, sino que la Agencia de la ONU para los Refugiados ha registrado apenas 42.213 refugiados en lo que va del año –una cifra que está muy lejos de los más de un millón de refugiados que llegaron a las fronteras de la EU en 2015.

Sin embargo, este año ha habido un pico de angustia en torno a la migración, que parece ser una reacción tardía no sólo ante el gigantesco influjo de refugiados hace tres años, sino también ante la sensación de inseguridad generada por la crisis financiera global de 2008. Los europeos están más preocupados por el futuro de lo que estaban hace diez años, sobre todo porque no están convencidos de que sus líderes políticos puedan responder de manera efectiva a los retos actuales.

Estos desafíos van mucho más allá de la migración y el debate perdurable sobre el euro. Incluyen la cuestión de la seguridad planteada por los continuos combates en Ucrania, la cuestión de cómo coordinar la política energética, las negociaciones estancadas sobre el Brexit y la amenaza de una guerra comercial global. La UE no ha demostrado estar a la altura de la tarea de confrontar alguna de estas cuestiones, ni siquiera el comercio (el único dominio en materia de políticas que cae plenamente dentro de la jurisdicción de la UE).

En teoría, todas estas cuestiones podrían tratarse en conjunto, en una suerte de “gran acuerdo”. Las ventajas de una estrategia así son obvias: en un mundo incierto, pertenecer a una comunidad mayor ofrece una protección y una seguridad valiosas. No todos los países ganarían en todas las áreas, pero todos estarían mejor en términos generales.

Por ejemplo, si bien Italia y Grecia todavía tendrían que registrar a las personas que solicitan asilo y ofrecerles asistencia médica y social, sus socios europeos respaldarían ese esfuerzo, porque ellos se beneficiarían con una frontera más fuerte, controlada por una fuerza europea. De la misma manera, todos los miembros de la UE ganarían con una mayor resiliencia que sería posible gracias a una mayor inversión en transmisión de energía.

De todos modos, un gran acuerdo siempre ha sido una especie de quimera en Europa. Un problema esencial reside en la complejidad de la UE, que está mal equipada para funcionar en medio del caos, de la misma manera que el equipo de fútbol sumamente disciplinado de Alemania no estaba bien preparado para enfrentar el juego frenético de sus oponentes mexicanos al inicio de la Copa del Mundo de este año. (Éste no es el primer caso de un partido de fútbol que cobra un significado simbólico en la UE: en el verano de 2012, en el pico de la crisis de deuda de la eurozona, la cumbre europea decisiva se produjo en el mismo momento que un partido de la Eurocopa entre Italia y Alemania).

El mundo de 2018 es un mundo donde impera el juego caótico. Basta considerar la reciente cumbre del G-7 en Quebec, donde el comercio figuraba entre las prioridades de la agenda. Ésta es un área donde la UE debería tener un poder considerable para marcar la agenda. Sin embargo, sus representantes perdieron una oportunidad de oro cuando el presidente norteamericano, Donald Trump, que bien podría haber redactado las reglas del caos, ofreció una alternativa para las guerras comerciales que él mismo declaró: el total desmantelamiento de las barreras arancelarias. Los europeos deberían haber aprovechado esa propuesta e insistido en la rápida ejecución de un acuerdo inicial sobre los niveles arancelarios del G.7.

Fue una medida de esas características, debería recordarse, lo que efectivamente puso fin a la Guerra Fría. En 1990, en la Casa Blanca, el líder soviético Mijail Gorbachov inesperadamente sugirió que una Alemania reunificada que formara parte de la OTAN estabilizaría el continente. El presidente estadounidense George H.W. Bush y sus colaboradores aprovecharon la oportunidad, y convencieron a Gorbachov de sellar el acuerdo rápidamente.

En el caso de Trump en el G-7, un acuerdo para eliminar los aranceles habría sido bueno para todo el mundo, aun si Trump luego intentara rechazarlo. Hoy en día las barreras arancelarias no son particularmente altas: el arancel promedio ponderado para todos los productos de Estados Unidos y la UE es de apenas el 1,6%. Llegar a cero sería relativamente fácil, y enviaría un fuerte mensaje de que no habrá ninguna escalada de toma y daca, que las cadenas de suministro globales no se alterarían y que la economía global está a salvo.

Por supuesto, un acuerdo de esa naturaleza le plantearía desafíos a la UE. Algunas empresas, especialmente en el sector agrícola, actualmente gozan de mayores niveles de protección; eliminar los aranceles alteraría entonces la alineación de los intereses domésticos en la UE (y en Estados Unidos).

Pero el problema fundamental es que los líderes europeos en la cumbre no lograron ponerse de acuerdo lo suficientemente rápido como para responder a tiempo. Europa tiene demasiadas piezas móviles. La UE es deliberadamente compleja como para permitir la coordinación de una amplia variedad de intereses nacionales. Esa complejidad está bien en tiempos normales, pero es problemática en momentos excepcionales, cuando el juego es frenético. En esos momentos, la UE se asemeja más al imperio Habsburgo –un conjunto complejo de nacionalidades donde los escritores satíricos bromeaban con que la situación era desesperada pero no seria.

El imperio Habsburgo tenía su propio gran acuerdo potencial –una importante reorganización política que habría alterado el peso político de sus nacionalidades-, pero nunca se concluyó. Por el contrario, la élite política comenzó a creer que sólo un desafío político externo –por caso, una guerra breve- podría solucionar el problema. Pero la Primera Guerra Mundial no fue una guerra breve y, lejos de rescatar al imperio, lo destruyó.

Después de 1918, creció la nostalgia por el antiguo imperio. Parecía mejor, más tolerante y hasta más capaz que el grupo de naciones-estados en conflicto que lo sucedió. Los europeos de hoy deberían tomar nota. Si permiten que los miedos del presente sigan sofocando la acción, pronto podrían descubrir que empiezan a anhelar una oportunidad desperdiciada.

Harold James is Professor of History and International Affairs at Princeton University and a senior fellow at the Center for International Governance Innovation. A specialist on German economic history and on globalization, he is a co-author of the new book The Euro and The Battle of Ideas, and the author of The Creation and Destruction of Value: The Globalization Cycle, Krupp: A History of the Legendary German Firm, and Making the European Monetary Union.

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