La Universidad, entre Berlín y Bolonia

«En la organización de instituciones de enseñanza superior todo depende de aferrarse al principio de que el conocimiento es algo no enteramente descubierto y siempre enteramente por descubrir, y que debe ser incesantemente perseguido». Así afirmaba el memorando «Sobre la organización interna y externa de instituciones de enseñanza superior en Berlín» que Wilhelm von Humboldt redactó en 1810 y que sirvió de base para la fundación de la Universidad de Berlín. Un evento que con seguridad conmemoraremos en dos años, pues lo merece. Lo que todavía no sabemos es si celebraremos el triunfo de aquel proyecto o su definitivo fracaso.

Efectivamente, la fundación de la Universidad de Berlín es tenida como el punto de partida, no sólo de la moderna Universidad, sino también de la ciencia. Pues al argumentar que se enseña lo que se investiga, y viceversa, Humboldt le otorgó cobijo institucional a la ciencia cuyo desarrollo había sido por completo ajeno a la Universidad, realizando el sueño de una Casa de Salomón del visionario Bacon. Y de paso, por supuesto, revitalizó una viejísima institución (de las más longevas, según demostró hace años Clark Kerr) por entonces ya caduca, tanto que los Ilustrados la habían condenado. La fusión de la ciencia y la Universidad que allí se fraguó dio lugar a la figura del asalariado a quien se paga para que investigue, del trabajador de la ciencia, por mucho que entonces estuviera encubierto bajo el manto del funcionario prusiano, del Herr Professor. Era el germen de la producción industrial de la ciencia, y con ello el germen de la moderna sociedad del conocimiento.

Berlín fue la semilla que incentivó el sistema universitario alemán que, para finales del siglo XIX, era ya la meca del mundo intelectual adonde acudían los jóvenes estudiosos ya fuera de Estados Unidos, del Japón que se occidentalizaba, o becados por la española Junta para la Ampliación de Estudios. Y cuando Estados Unidos se lanza a ampliar su sistema universitario tras la desmovilización de la Gran Guerra (qué hacer con los soldados tras la paz es siempre mal problema), es el modelo alemán el que aplica y generaliza. En la segunda posguerra no será el modelo, sino a los mismos científicos a los que dará cobijo. Si hoy Estados Unidos tiene a diecisiete de las veinte mejores universidades del mundo y un 80 por ciento de los premios Nobel se debe a ello.

Pero hay instituciones que mueren de éxito y la Universidad puede ser una de ellas. Por supuesto para Humboldt sólo una minoría podía acudir a la Universidad; se estima que no más de un 1 por ciento. Y todavía cuando Ortega se pregunta en 1930 por las misiones de la Universidad su elitismo está fuera de discusión. Formar profesionales, generar ciencia y producir alta cultura, pues tales son las citadas misiones, es tarea de minorías. Lógico. En 1900 había 29.000 estudiantes universitarios. Para los años treinta la cifra había ascendido a algo más de 100.000. Pero cuando en 1983 elaboramos la Ley de Reforma Universitaria la cifra ya se ha disparado a 700.000, y hoy hay más de sesenta mil sólo en los postgrados, y en el grado hay millón y medio. Entre medias ha tenido lugar un evento crucial: la democratización de la Universidad. Y con él, el cambio de la cantidad en calidad.

Pues era evidente que una institución que proporcionaba poderosas oportunidades de movilidad ascendente tendría amplia demanda. Y la tuvo, por supuesto, imposible de frustrar en sociedades democráticas. El descubrimiento del «capital humano» legitimó esa demanda. Y los gobiernos de todo el mundo incentivaron el acceso a la Universidad. Incluso el franquismo lo hizo con la Ley General de Educación de 1970. Y poco a poco la tasa de escolarización fue creciendo, y creciendo, y creciendo. Hoy supera en muchos sitios el 70 por ciento (el 90 por ciento en Japón), y en no pocos países el objetivo es universalizar la Universidad (así lo dijo Clinton en su segundo mandato). Pues bien, el resultado es Bolonia. Es decir, bajo el argumento de construir un espacio europeo de educación superior, lo que hay de verdad es la transformación de la Universidad en sistema general de enseñanza post-secundaria.

Efectivamente, es más que discutible la necesidad (e incluso la conveniencia) de homogeneizar la Universidad europea. Europa, desde luego, tiene otras prioridades, y es una ingenuidad creer que así se va a incentivar la movilidad, ya sea de profesores, de estudiantes o (menos aun) de titulados. Las lenguas y el Estado de Bienestar inhiben más de lo que Bolonia puede hacer. Por lo demás, la competencia entre sistemas distintos puede ser buena.

Pero Bolonia es el destino inevitable. Cuando las tasas de escolarización post-secundaria se aproximan al cien por cien, a la universalización, no hay alternativa: la Universidad se transforma en el sistema de formación de los profesionales que la vida social demanda. La enseñanza superior es ya, en la moderna sociedad del conocimiento, el equivalente a lo que fue bachillerato en la sociedad industrial. Por lo demás, en España el Ministerio de Educación pudo, malamente, aguantar presiones para multiplicar las Universidades. Pero llegaron las transferencias y las Comunidades Autónomas no resistieron ni quince minutos, y hoy cada ciudad tiene su Universidad, como hace décadas ocurría con los Institutos de Bachillerato. La Universidad es la máquina de formar profesionales. No puede no serlo. Y de ahí se deduce todo lo demás: la enseñanza se reduce a tres o, como mucho, cuatro años, el grado se profesionaliza y el postgrado se transforma en maestría. ¿Y el profesorado? Aunque no se entere, él también se transforma en docente, en enseñante. Y así, si la Ley General de Educación de 1970 transformó toda la enseñanza post-secundaria en enseñanza universitaria, hoy le damos la vuelta al argumento y estamos transformando toda la enseñanza universitaria en formación profesional post-secundaria. Bolonia, repito, es el destino inevitable. Qué le vamos a hacer.

Pues sí, algo podemos y debemos hacer. Re-inventar la Universidad. Bolonia, que es inevitable para la enseñanza post-secundaria, está siendo letal para las viejas funciones de la Universidad: investigación y creación de cultura. Que la vieja Universidad se transforme en sistema de formación profesional terciario puede ser inevitable e incluso bueno. Pero también debe serlo el dar cobijo a la investigación, al pensamiento crítico, a la reflexión, a la creación, a la excelencia, a dos de las tres misiones de la Universidad, hoy arrinconadas por la tercera. Nuestra Universidad nunca ha llegado a destacar por su calidad investigadora pero a lo largo de las dos últimas décadas empezaba a despuntar, y son muchos los indicadores objetivos que lo muestran. Si no hay alternativa a Bolonia llevemos Berlín y Humboldt al post-grado pues tampoco hay alternativa y no podemos volver al que inventen ellos.

Y es ahora cuando el Gobierno decide separar la Universidad del Ministerio de Educación y fusionarlo con Investigación. Dudo que hayan meditado mucho la medida pero, como todo, ofrece una oportunidad. Pues es urgente aclarar definitivamente el futuro de los programas de doctorado, potenciarlos con financiación competitiva, aclarar el destino de Departamentos y, sobre todo, Institutos de Investigación, utilizar los mejores investigadores acreditados con sexenios de investigación. Los profesores necesitamos urgentemente que se nos aclare el futuro de la vieja Universidad de excelencia, no que se nos ofrezcan planes de jubilación anticipada para sustituirnos por baratos obreros de la enseñanza.

Bolonia puede ser vital para la enseñanza pero letal para la investigación. Caminar desde Berlín a Bolonia es dar marcha atrás.

Emilio Lamo de Espinosa, catedrático de Sociologíade la UCM.