La universidad española: la vieja anormalidad inmune a la pandemia

Primavera robada, primavera de miedo, pero insultantemente bella. Parece que la naturaleza ha eclosionado con más fuerza que nunca como para recordarnos que no somos sus dueños.

Se ve cada vez más gente por la calle. Hoy he podido saborear por primera vez en más de dos meses un vino en compañía en la calle. Me ha sabido bueno a pesar de la mascarilla. El pequeño comercio con sus puertas abiertas, los dueños en la puerta mirando la calle con un brillo de ansiedad en la mirada, aún con el susto dentro, pero también con esperanza. Los telediarios nos anuncian que una compañía norteamericana tiene resultados muy esperanzadores de una vacuna contra el coronavirus. Ingenio y esfuerzo contra la muerte. Renace la esperanza y poco a poco la rueda de la vida comienza a ponerse en marcha.

Hace ya algunas semanas que en el hospital las camas vuelven a estar llenas de nuevos enfermos con viejas enfermedades. Después de lo vivido, conforta escuchar las dolencias de siempre. Vuelve lo conocido, el enemigo identificable. Al virus se le presiente, pero ya un poco más lejano, momentáneamente derrotado. Sabemos que volverá, pero sabremos hacerle frente. Hemos sufrido. Hemos perdido a muchos, pero de momento hemos ganado. Con notable esfuerzo, a un alto precio, pero le hemos ganado.

Comienza el ruido político. Los ajustes de cuentas. Cacerolas y banderas. La historia de siempre. Discutir a pedradas, o a palos, cualquier cosa vale para atizar al contrario. Casi nunca un argumento o una crítica sosegada. Aquí pasamos de los aplausos a las palabras gritadas y no escuchadas, al ruido. En fin, hasta en eso también se nota que va volviendo la vieja vida. No la echaba de menos.

Solía comenzar el genial Goscinny cada uno de sus libros sobre los resistentes galos: "¿Estaba toda la Galia ocupada por los romanos?" No, en un rincón perdido, una pequeña aldea resistía....". Nuestra aldea gala rebelde, inmutable al paso del tiempo, a los tiempos de pandemia es la universidad (da igual de la que hablemos), pero en este caso, a diferencia de Astérix y sus colegas, no es un ejemplo de tenacidad, de inteligencia o de resistencia, sino de contumacia en el error, de vacuidad y de falta de fuste y sentido autocrítico, en definitiva, de decencia. La universidad española está llena de héroes anónimos e individuales, pero a nivel colectivo nos ha vuelto a fallar en esta crisis.

Y mientras se abren peluquerías, restaurantes y grandes almacenes, mientras la gente puede ir a la playa y vuelve el fútbol, la universidad, mi universidad, sigue cerrada a cal y canto. No es que no se plantee reanudar las clases (cosa discutible pero hasta cierto punto comprensible), es que sigue cerrada para reunirse, para estudiar, para leer, para investigar, para pensar. Me consuela saber que hay gente que esta telecompartiendo o teleinvestigando, que el zoom o el skype echan humo, pero las puertas de la universidad siguen cerradas. Cerradas al virus, pero también cerradas al cambio, porque el virus que la infecta desde hace demasiado tiempo es mucho más poderoso que el COVID-19, es la pandemia de lo fútil, de lo innecesario y a la que al parecer aún no hemos encontrado cura.

¿Nadie ha pensado que la Universidad pueda ser un servicio esencial en España en tiempos de pandemia y fuera de ella? ¿Nadie ha pensado, que al igual que nos hemos protegido médicos, enfermeras, bomberos, conductores de camiones o ambulancias, basureros o empleados de supermercados, policías o militares, los investigadores y los centros universitarios podrían haber hecho lo mismo como un servicio público esencial y mantenerse abiertos? ¿Nadie se ha percatado que en la Universidad, además de dar clases, es de donde deberían salir (y saldrán, pero al parecer no de las nuestras) las propuestas, las soluciones, los consejos o los expertos, para ayudarnos a tomar las decisiones adecuadas en un momento tan crítico? En algunos sitios y con notable esfuerzo algunas voces, algunos espíritus insobornables e inasequibles al desaliento y a años de comportamiento lanar, han intentado ofrecer otra imagen prestándose a colaborar de forma altruista con el sistema sanitario (por cierto, salvo honrosas excepciones, con nulo o escaso eco), para salvar unos pocos la honra de todos, para seguir en nuestro propio estado de alarma silenciosa, pero perpetua, que consiste en no creer en nosotros mismos, en esforzarnos en ser invisibles para una sociedad a la que decimos servir en los actos académicos. ¿Y el pueblo llano? Pues como en tiempos del Cid. Miles de personas se han lanzado con entusiasmo a fabricar en cocinas y conventos, en restaurantes y hangares, caretas, mascarillas, geles y batas, mientras nuestros laboratorios universitarios, ya fuesen estos flamantes o decrépitos, seguían y siguen hasta hoy vacíos y silenciosos, cerrados por orden de la autoridad. ¡Que buen vasallo si hubiese buen señor!

Esta es una alarma que, de tanto sonar, a nadie alarma ya (o mejor dicho, a casi nadie) a juzgar por el silencio cómplice de tantos. Ni una sola palabra de los rectores, ni una sola voz autorizada de la comunidad educativa exigiendo o suplicando volver a abrir los centros de investigación, reanudar los proyectos de investigación, o permitir que los trabajos de Fin de Grado, los trabajos Fin de Máster que tanto esfuerzo han costado a alumnos y a profesores no terminen en una pantomima para cubrir el expediente o que las tesis doctorales terminen tras más de 4 años de trabajo, en una ceremonia parecida a un velatorio de los de la fase dura del confinamiento. El silencio de la comunidad educativa resulta por estruendoso, casi insoportable.

Un país que en medio de una crisis sanitaria de dimensiones no conocidas desde hace siglos, cierra todas sus Facultades de Medicina y Enfermería, sus laboratorios y animalarios, sus escuelas de Ingeniería, pero también sus escuelas de historia y sociología, no solo para la docencia presencial, cosa comprensible, sino para la investigación, es un país que no se respeta a sí mismo, un país que gobierno tras gobierno, sea bajo monarquía o república, en dictadura o democracia, sigue anclado en unos parámetros vitales que son al parecer inamovibles, como hace ya casi 100 años denunció Cajal.

Un país que aplaude cada día 5 minutos a sus sanitarios, pero que al tercer día de salir a la calle comienza a protestar porque le han retrasado una cita en el ambulatorio, un país que está más atento a las vicisitudes por las que deben pasar los equipos de fútbol para poder entrenar tras realizarse unos test que se les han negado hasta que ha sido muy tarde a los trabajadores de las residencias, un país que escucha diariamente el parte de muertos sin alarmarse porque sus universidades sigan cerradas, es un país que no se respeta a sí mismo.

Con más de 28.000 muertos (contados a ojo, porque con lo difícil que es esconder un muerto, parece que aún no los sabemos contar), algunos piden crespón negro, otros lucir banderas que nos distingan, no vaya a ser que por equivocación y por una vez, hagamos algo bien y juntos, nos estremecemos en un recuerdo fugaz de los que nos han dejado, salvo para los que tuvieron que enterrar a sus muertos en silencio y en soledad, en un 2020 que será inolvidable. Y el resto, ahora ya tonificados con el permitido paseo diario, aliviados por ser supervivientes, a confiar en que alguien desde una Universidad lejana nos fabrique una vacuna eficaz y que el Estado nos la compre con un dinero que seguramente tendremos que pedir prestado. Es la infantilización suprema de un país a la que la Universidad española por desidia, por ausencia, por desgana, contribuye con esmero desde hace demasiado tiempo.

Pero tengan cuidado los responsables de este crónico desaguisado, porque a lo peor, si sigue cerrada, alguien se pregunte para qué sirve algo cuyo cierre no parece esencial. Tal vez consideren que con prolongar con otro nombre unos años más el Bachillerato, tal vez nos podamos apañar. Sería realmente una contribución singular del genio hispano, poder pasar de una adolescencia estirada directamente a la jubilación, sin necesidad de madurar.

Por cierto, el director de la compañía que producirá una de las vacunas contra el COVID-19 más prometedoras es un exiliado científico español. ¡Qué alivio! Al menos no es un problema genético, como me temía. Pero qué vergüenza.

Adolfo López de Munain es médico neurólogo y profesor de Neurología en la Universidad del País Vasco.

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