La Universidad está mal, incluso muy mal, pero no creo que esté peor que la sociedad. Aunque es cierto, como decantó el clásico, que lo pésimo es la corrupción de lo óptimo. Su nivel, hablo principalmente de España, pero no sólo de ella, ha descendido profundamente. Es acaso la manifestación más aguda de la crisis espiritual. No se trata de la existencia de abusos, que existen. Lo peor son los usos. Aquellos no son tan graves pues se perciben como tales. Lo malo son los usos, el olvido de las prácticas y las virtudes que configuraron la más alta institución que creó Europa.
Omitiendo piadosamente la infeliz expresión «espacio europeo de educación superior», lo que supongo que alberga es hoy apenas realizable. Al margen del deterioro general, no puede haber una Universidad europea si faltan los dos más decisivos ingredientes que la forjaron: un ámbito espiritual compartido, el cristianismo, y una lengua común, el latín. Por más que se intente, el inglés no es el latín de hoy. Además, existen varios tipos de Universidad, al menos el alemán, el inglés y el americano. Por otra parte, la Universidad, como toda institución, depende del aire público que respira, y ese aire, por más que se invoque la globalización, no es hoy común.
Cabe distinguir entre lo que la Universidad es y, por tanto, puede y debe ser, y lo que no debe ser. Lo primero, siguiendo entre otros pensadores contemporáneos a Jaspers y Ortega, las misiones que tiene, como institución, encomendadas, son la formación profesional superior, la investigación científica y la formación de la persona (Jaspers) o la transmisión de la cultura (Ortega). No hay Universidad sin la tendencia a realizar estos tres fines. Si se limitara a lo primero, a ser un aseado centro de formación profesional, renunciaría, al menos, a dos tercios de su razón de ser. Su esencia consiste, por lo tanto, en ser comunidad de maestros y discípulos en busca de la verdad. Por lo tanto, no hay Universidad sin libertad de investigación y de cátedra.
Así, podemos enunciar las principales amenazas que la Universidad debe superar. Y la primera, y más honda y letal, es la negación de la verdad. El escepticismo y el relativismo entrañan la negación de la condición de posibilidad de la Universidad. Si no hay verdad, la Universidad no tiene nada que buscar ni nada de lo que ocuparse. No es este un mal que agobie a la ciencia natural, pero sí una enfermedad mortal de las Humanidades. Después, debe sortear los ataques a la libertad de investigación. En la Universidad, ni se grita ni se acallan las tesis que desagraden. La verdad no se impone por la fuerza; se impone por su propia fuerza. Todo enemigo de la libertad de cátedra es o un falsario o un cobarde (o ambas cosas). Por ello, la politización es otra amenaza al espíritu genuino de la Universidad. Las empresas políticas deben quedar excluidas de la ella. Las Universidades son templos levantados al saber y no seudo-parlamentos de acción revolucionaria (o contrarrevolucionaria). Ni las Universidades ni las iglesias son lugares adecuados para la acción política. Si la política, salvo como objeto de estudio, debe quedar extramuros de la Universidad, también la «democratización» constituye una enfermedad grave para ella. Eso no significa que no puedan existir ámbitos en los que la Universidad pueda y deba someterse a los procedimientos democráticos, pero los decisivos son ajenos a ella. Baste un argumento: la verdad no depende del sufragio universal. Como decía Hume, por más que la mayoría de los hombres opinaran que la Tierra se mantiene quieta y que el Sol gira alrededor de ella, no dejaría de ser falso. En la Universidad no cabe más dogmatismo que el de la verdad. Nada es más ajeno al espíritu de la Universidad que el despotismo. Como afirma Montesquieu, en El espíritu de las leyes, «en un gobierno despótico es igualmente pernicioso que se razone bien o mal; basta con razonar para ir contra el principio del Gobierno».
También debe mantenerse la Universidad castamente a salvo de la corrupción, no sólo política sino, sobre todo, intelectual y moral. Platón discernió entre los socráticos, incesantes buscadores de la verdad, y los sofistas, perseguidores del poder para utilizarlo en beneficio propio. En la política, el triunfo de los sofistas es nefasto; en la Universidad, es sencillamente letal. En una conferencia pronunciada por Unamuno en el Ateneo de Madrid, poco después de ser destituido como rector de la Universidad salmantina, como consecuencia de turbias maniobras políticas, afirmó: «Una cosa es transigir temporalmente con hediondas miserias políticas y otra vender la conciencia». Para el gran vasco y, por ello, gran español, no había nunca que dimitir. Había que cumplir con el deber y cargar con las consecuencias: siempre es preferible el cese a la dimisión.
Asistimos a un terrible descenso del nivel. Que un estudiante, incluso de Literatura, lea un libro entero, de principio a fin, puede considerarse hoy como una abusiva pretensión de profesores desconsiderados o sádicos. Casi tortura académica. Todo ha de ser audiovisual y ciberespacial. Pero ni siquiera basta con eso, pues no vale ni cualquier música ni cualquier cine. Ni Bach ni Dreyer. Podrían sufrir una embolia cerebral. Como mucho, Dylan y «Juego de tronos», y aun esto puede resultar demasiado sofisticado. Debo aclarar que la culpa no es de los estudiantes. Nunca la víctima puede ser culpable. La culpa es de otros, de quienes llevan décadas planificando la ignorancia sistemática y la rebelión contra toda excelencia.
No creo que la única salida sea la deserción de la Universidad por parte de los mejores profesores. Es, sin duda, una tentación ante la que puede no ser fácil dejar de sucumbir. Quizá la sabiduría se refugie hoy en la soledad o en la formación de exiguas comunidades de sabios eremitas. Pero constituye también un deber la resistencia, mientras quepa albergar alguna esperanza. El sueño de la Universidad produce monstruos. Algunos aún confiamos en una Universidad posible, no probable, pero sí posible.
Ignacio Sánchez Cámara, catedrático de Filosofía del Derecho.