El Tribunal Constitucional constitucional está atravesando uno de los peores momentos de su historia, víctima de la codiciosa ambición de unos partidos políticos capaces de incumplir un mandato constitucional con tal de satisfacer sus propios intereses. Nuestro Alto Tribunal es también reo -no toda culpa es ajena- de sus propias contiendas internas, que han desgastado la salud y agotado las fuerzas de no pocos de sus magistrados. En los últimos años, la imagen de nuestra justicia constitucional se ha deteriorado considerablemente tanto dentro como fuera de España.
Los retrasos injustificables en la renovación de sus magistrados, la proverbial demora en sus resoluciones judiciales y el marcado carácter político de algunas de sus sentencias han convertido a nuestro agonizante Tribunal Constitucional en un auténtico avispero institucional, en una jungla jurídica, de la que incluso los propios magistrados desean escapar.
Nada sorprende que el vicepresidente Eugeni Gay y los magistrados Javier Delgado y Elisa Pérez Vera hayan presentado su renuncia al presidente Pascual Sala alegando que han cumplido sobradamente su mandato constitucional de nueve años. En realidad, lo que sucede es que se sienten rehenes de un tribunal políticamente secuestrado. Así lo han hecho saber, con toda la razón a su favor.
La actual crisis del Tribunal Constitucional, una más de las muchas habidas y por haber, no debería opacar el decisivo protagonismo de este órgano jurisdiccional, intérprete supremo de la Constitución, en el desarrollo de nuestra joven democracia, ni tampoco minusvalorar el buen hacer de tantos magistrados que han dejado o están dejando lo mejor de sus vidas cumpliendo fielmente con su importante misión de guardianes constitucionales. Pero el Constitucional no lo tiene fácil. Ni parece que lo vaya a tener en un futuro próximo. La repercusión política de sus decisiones es tan grande que no deja indiferente, no ya a político alguno, sino a ningún ciudadano con un mínimo de sensibilidad social. Las sentencias sobre el Estatut o sobre Bildu son sólo un botón de muestra.
El riesgo de politización de los tribunales constitucionales es real, completamente cierto, y viene de lejos. Es más, me atrevería a decir que se encuentra en su misma entraña. Lo queramos o no, los tribunales constitucionales son órganos que, como gusta repetir a los alemanes, se encuentran entre el Derecho y la Política (zwischen Recht und Politik). Mediante sus resoluciones «hacen Derecho» en la misma línea que separa lo político de lo jurídico, esto es, en la más genuina cuerda floja de la justicia. Por eso, en ciertos momentos, nuestra justicia constitucional parece convertirse en funambulismo. Ciertamente, este peligro disminuye, hasta el punto de quedar casi anulado, cuando los políticos cumplen diligentemente con sus obligaciones constitucionales y respetan a pie juntillas las sentencias del Constitucional, así como cuando los magistrados de este Alto Tribunal actúan con la independencia de criterio propia de personas con auctoritas y no como juristas al servicio de intereses partidistas. Pero en ningún caso la amenaza de politización desaparece enteramente.
Aunque parezca paradójico, el mismo creador de los tribunales constitucionales, Hans Kelsen, tuvo graves problemas políticos con su propia criatura, a causa de los llamados «matrimonios dispensados», que fueron el detonante de la revocación de su nombramiento y de la supresión de los magistrados ad vitam en su país.
En efecto, en 1930 Kelsen abandonó el Tribunal Constitucional austriaco, del que era magistrado «permanente», y se incorporó a la Universidad de Colonia como catedrático de Derecho internacional público.
Se contaba en los mentideros jurídicos vieneses de entonces, a modo de chascarrillo, que un Kelsen desconcertado trató de encontrar una explicación de lo sucedido preguntando a la persona más versada en la materia: el conserje del propio Tribunal Constitucional. Las jocosas palabras del veterano ujier le dieron la clave para comprender cuanto pasaba: «Pero, profesor Kelsen», esta fue su respuesta, «¿qué podía esperar de un Tribunal Constitucional tan politizado como el nuestro? Su nombramiento ha sido revocado por ser usted una eminencia jurídica y no, en cambio, un hombre de partido».
Para superar la crisis institucional del Constitucional debemos proteger, con uñas y dientes, la independencia de sus miembros. Y la primera medida que habría que adoptar es la de contar con unos magistrados de largo recorrido y no con un mandato de solo nueve años.
No soy partidario de las magistraturas ad vitam, pues se corre el riesgo de encorsetar el libre devenir de una sociedad. Los jueces del Tribunal Supremo de los Estados Unidos son, prácticamente, semidioses, y su poder es, en ocasiones, superior al del propio Congreso. No es bueno personalizar excesivamente la justicia, como sucede en la patria de Jefferson, en que los presidentes del Supremo dan nombre a su era judicial: el Tribunal Burger (1969-1986) o la posterior Corte Rehnquist (1986-2005), que perduró hasta el nombramiento, hace un lustro, de su sucesor John Roberts. Tampoco es conveniente que un magistrado ocupe el cargo por un tiempo excesivo, como lo hicieron, ente otros, William O. Douglas, Stephen Johnson Field, John Paul Stevens -recientemente jubilado-, John Marshall, Hugo Black o Johns Marshall Harlem, quienes fueron jueces durante más de treinta años.
Pero si queremos garantizar la independencia de nuestros magistrados constitucionales, hay que apostar por cierta suerte de gerontocracia judicial, es decir, hay que aplicar el criterio opuesto al de limitación de mandatos que defendí en esta misma tribuna para el caso de nuestro presidente del Gobierno. En efecto, la potestas del presidente debe limitarse temporalmente; la auctoritas de los magistrados constitucionales, en cambio, ha de protegerse indefinidamente: aeterna auctoritas esto!
Cuenta Valerio Máximo que cuando los amigos de Aulo Cascelio le sugirieron que fuera más cauto en sus críticas a la dictadura de Julio César, el viejo jurista contestó que dos eran las cosas que más amargura producían al hombre, la ancianidad y la falta de descendencia, pero que eran ellas, precisamente, las que le permitían ser un espíritu libre y decir siempre y sin tapujos lo que pensaba.
En mi opinión, los magistrados del Alto Tribunal deberían tener un mandato constitucional de hasta 25 años. Con el fin de garantizar la experiencia jurídica y madurez intelectual necesaria para cumplir tan alta misión y también con el fin (¡por qué no!) de garantizar su retiro -sin posibilidad de nuevo trabajo- después de haber ejercido una de las más altas magistraturas, sólo deberían nombrarse magistrados constitucionales con al menos 50 años.
De acuerdo a esta regla, el máximo de edad posible en un magistrado constitucional sería 75 años. Así, si un magistrado fuese nombrado con 52 años podría ejercer sus funciones 23 años, pero si fuese nombrado con 63, sólo podría serlo durante 12 años. A partir de su jubilación, el magistrado quedaría inhabilitado para el ejercicio de cualquier actividad profesional o mercantil. La Estética es el heraldo de la Ética. No es posible que clamemos por una justicia impoluta si se permite y aplaude que un magistrado, del sillón constitucional, pase al ejercicio de la profesión jurídica en cualquiera de sus formas y estados, «facturando» y «abriéndose camino en la vida» como si nada hubiera pasado.
Las ventajas de esta medida son obvias. Nuestros magistrados cuasivitalicios gozarían de una independencia de criterio y una autoridad muy superior a la actual, tendrían un retiro garantizado y no se verían sometidos a la presión política y mediática de nuestros días. Por los demás, la composición del Constitucional sería más estable, pero a su vez más aleatoria, como sucede en el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, quedando así desvinculada del partido en el poder.
Es cierto que esta medida exigiría la reforma de artículo 159.3 de nuestra norma constitucional, que prevé la designación de magistrados constitucionales por un periodo de nueve años. Para reformar el artículo 159.3 de la Constitución, por lo demás, sería suficiente la reforma simple prevista en el artículo 167 del texto constitucional, no la agravada del 168, que sí se necesitaría, por ejemplo, para reformar -en mi opinión se trata de un imperativo moral- la sucesión a la Corona, con el fin de suprimir la prevalencia del varón frente a la mujer. Pero, ¿acaso hay algún inconveniente en reformar la Constitución cuando es obvio que debe hacerse? No se resuelven los problemas retrasando las soluciones. A grandes crisis, grandes reformas. ¡Soluciones valientes!
Rafael Domingo Oslé, catedrático en la Universidad de Navarra y presidente de Maiestas.