La utopía japonesa

Detrás de toda ideología se esconde una utopía: otro lugar, un pasado radiante o un futuro deseable. Es fundamental que la utopía sea lejana, para que haga soñar, pero que impida cualquier verificación. Tomás Moro, en 1516, fue pionero al situar su Utopía («El lugar que no está en ninguna parte») en una isla inaccesible. El hecho de que Cuba sea una isla ha contribuido, sin duda, a su función utópica. Hay otra isla, un archipiélago más bien, que hoy en día desempeña ese papel, pero para la extrema derecha: Japón. Desde su «descubrimiento» a finales del siglo XIX, Japón fascina a los occidentales por ser un lugar de fantasías eróticas (Madame Butterfly), literarias (Pierre Loti) y estéticas (Manet y las estampas). En la década de 1970, su éxito económico se convirtió en una utopía de referencia para los directivos; se publicaron una multitud de ensayos sobre el tema, todos desfasados desde que la economía japonesa se estancó. Pero resulta que el mito ha vuelto, en la extrema derecha esta vez.

Para los partidarios de Donald Trump, Marine Le Pen y Geert Wilders, adeptos de una identidad nacional pura, Japón es el modelo a seguir para prohibir la inmigración y conservar intactos los valores nacionales. Si consultamos la «fachoesfera», las redes sociales de la extrema derecha, observamos que proliferan las alusiones a Japón. ¿Pero qué relación existe entre el Japón mítico y el Japón real? ¿Está realmente prohibido inmigrar a Japón? ¿Se beneficia Japón de ello? En realidad, esta utopía se puede verificar: se emigra a Japón, clandestinamente, y como esta inmigración es escasa, la economía se hunde. Esta nueva utopía japonesa es más bien una distopía, pero no del todo; la realidad, como ocurre a menudo, es algo intermedio.

A Claude Lévi-Strauss, que fue un gran etnólogo, le gustaba decir que Japón era el único país que había logrado una síntesis entre la modernidad y la tradición. La mayoría de los japoneses lo creen así, y el resto de Asia también, sobre todo los chinos, que han sacrificado sus costumbres en aras de la industrialización. También es cierto que Japón ha seguido siendo un país homogéneo, étnico y cultural. ¿Es eso bueno o empobrecedor? Los japoneses ven en ello una muestra de civilidad, porque la delincuencia es baja. También hay que saber que en Asia todavía se cree en las razas y en la relación determinista entre la raza y la cultura: un coreano o un japonés se consideran de raza coreana o japonesa, y creen que su comportamiento viene determinado por su patrimonio genético.

Estas ideas, que también existieron en Occidente, han caído en desuso desde hace medio siglo, porque son falsas. Pero explican las reticencias japonesas hacia la inmigración y los matrimonios mixtos. Hasta la década de 1980, este rechazo de la inmigración no tenía efectos negativos; la población aumentaba por su propia natalidad y el pueblo aceptaba todos los trabajos, incluidos los más modestos. Hoy día, las japonesas se casan cada vez más tarde, o no se casan, y rara vez tienen más de un hijo, lo que hace que su tasa de reproducción sea la más baja del mundo, junto con la de Corea del Sur. Como consecuencia de ello, la población japonesa pierde 200.000 habitantes al año, un tercio de la población tiene más de 65 años y ya nadie acepta empleos de baja categoría. Cuando la población activa disminuye y envejece, la riqueza nacional desciende; la economía es tan sencilla como eso. Como alternativa a la inmigración, para compensar la disminución de la población activa, las japonesas podrían trabajar más, pero no quieren y sus maridos prefieren encerrarlas en su papel tradicional de amas de casa. Entonces, en Japón hay fraude.

Basta con visitar el puerto de Osaka para darse cuenta de que los estibadores son paquistaníes, iraníes y chinos. En todos los bares de Tokio, un punto de paso obligatorio al salir de la oficina, las camareras son filipinas. Los coreanos, cuyos antepasados llegaron obligados en la década de 1930, llevan todos los círculos de pachinko, un billar electrónico. Las cantantes y los deportistas más populares son a menudo coreanos, pero adquirir la nacionalidad japonesa es casi imposible. Como la inmigración legal está prohibida, los empresarios recurren a menudo a subterfugios: unas «prácticas de formación» de tres años que autorizan a contratar a chinos, indonesios y vietnamitas para trabajos que los japoneses rechazan en la agricultura, la limpieza y el cuidado de personas ancianas.

En total, en Japón habrá aproximadamente un 2 por ciento de inmigrantes, que no tienen ningún derecho y que son expulsados a la primera salida de tono. ¿Es este «modelo» el que desea la extrema derecha en Occidente? Pero Occidente ya es mestizo. Y en Japón, esta inmigración fraudulenta no basta para compensar el descenso biológico de la población activa.

Por tanto, los japoneses se condenan a perder, tanto en cantidad como en creatividad: la falta de intercambio con otras civilizaciones se traduce en un conformismo paralizante y en una pérdida de innovación. Al mismo tiempo, se observa que los jóvenes japoneses se encierran en ellos mismos; los estudiantes ya no se marchan al extranjero y el aprendizaje del inglés disminuye. Japón se desglobaliza y, a la larga, los japoneses se convertirán en pobres, pero juntos, porque los dos términos van unidos. Es lo que se llama una decisión de la sociedad, no una utopía.

Guy Sorman

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