La utopía o la ruina

La utopía o la ruina

Mi libro sobre la historia económica del siglo XX (Slouching Towards Utopia), publicado el pasado otoño, no incluye un capítulo sobre el futuro o «cómo debemos seguir», porque Stephen S. Cohen, con quien suelo escribir, me convenció de que, sin importar qué escribiera, el texto se quedaría desactualizado y ridículo en seis meses. Tenía razón, es mejor dejar esos argumentos para comentarios como este. Si hubiera escrito un capítulo final con la mirada puesta en el futuro, entonces, ¿qué hubiera dicho?

Antes del texto fantasma, sostengo que durante la mayor parte de la historia la humanidad era demasiado pobre como para que la gobernanza política pudiera ser otra cosa que el dominio de las élites mediante la fuerza y el fraude para amasar fortunas y acumular recursos; pero en 1870 despegó el cohete del crecimiento económico moderno y la competencia tecnológica de la humanidad se duplicó en cada generación. Parecíamos haber conseguido de pronto los medios para hornear una torta económica lo suficientemente grande como para que todos pudieran recibir una porción. Si lográbamos resolver los problemas de segundo orden de distribución y consumo de la torta para que todos se sintieran seguros, sanos y contentos, la utopía estaría a nuestro alcance.

Sin embargo, algo salió mal. Entre 1870 y 2010 la humanidad ni galopó ni corrió, ni avanzó al medio galope, trotó o siquiera caminó hacia la utopía. En el mejor de los casos, nos movimos arrastrando los pies... y ni siquiera fue siempre en la dirección correcta. Para la primera década de este siglo, claramente el motor del crecimiento económico había comenzado a fallar. No solo no podíamos contar con un rápido crecimiento, sino que además debíamos considerar las nuevas amenazas que sacudían a la civilización, como el cambio climático.

La gran narrativa de 1870 a 2010 versó sobre el triunfo tecnológico sumado al fracaso socioorganizacional. La gran narrativa posterior a 2010 aún no ha sido escrita, principalmente porque la humanidad dio pasos vacilantes al menos en cuatro direcciones.

Hay quienes se retrotrajeron al «orden del New Deal» socialdemócrata posterior a la Segunda Guerra Mundial, nacido del matrimonio obligado entre Friedrich von Hayek, con su jubilosa confianza en el poder del mercado para crear prosperidad, y Karl Polanyi, quien remarcó la importancia de la dignidad y los derechos humanos más allá de los estrictamente relacionados con la propiedad. Quien los obligó a casarse fue John Maynard Keynes, que creía en el poder de la gestión económica tecnocrática para mantener el pleno empleo, empoderar a los trabajadores valorizando su tiempo, y someter a los rentistas a la eutanasia con bajas tasas de interés.

Pero el sistema resultó insostenible a fines de la década de 1970. Ya no fue capaz de conseguir el apoyo de mayorías duraderas en las democracias del mundo y su base en la producción masiva fordista había comenzado a fracturarse. La economía mundial se estaba desplazando hacia las cadenas de valor globales y, finalmente, al modo de producción actual, impulsado por la información. Quien hable hoy de reanimar el New Deal, sonará como si alguien en 1690 clamara por la vuelta al orden feudal del siglo XI vigente durante el reinado de Guillermo el conquistador.

Mientras tanto, otros procuraron redoblar el orden neoliberal posterior a la socialdemocracia. Esto ocurrió, por ejemplo, en el Reino Unido a fines de la década de 2000, cuando Nick Clegg —líder del partido conservador (los tories)— decidió que el propósito del partido era persuadir a los votantes que no estaban de acuerdo con ellos para que los apoyaran. El neoliberalismo intensificado que siguió, de la mano del primer ministro David Cameron y el canciller de Hacienda George Osborne —por no mencionar el absurdo experimento que intentaron recientemente Liz Truss y Kwasi Kwarteng— logró poco en términos de crecimiento económico absoluto, y ofrece una fuerte advertencia en contra de avanzar en esa dirección.

La tercera opción fue conjurar el espíritu del etnonacionalismo. Los partidarios de esta dirección creen que las fallas principales de la sociedad moderna están menos relacionadas con la falta de bienes materiales que con la decadencia moral debida a la influencia de los extranjeros y de quienes no están lo suficientemente arraigados a la sangre y al suelo de la nación: inmigrantes, parásitos, vagos, anormales, cosmopolitas sin raíces y otras fuerzas siniestras. Huelga decir que los motivos para recomendar este enfoque son escasos, tanto en términos morales como de política económica.

La cuarta opción se ocupa de algo ausente, o al menos en decadencia, desde 1870. Se puede abandonar la meta de la utopía y volver a orientar a la sociedad alrededor de una élite —pueden ser cleptócratas, plutócratas, jefes del partido o una combinación de ellos— centrada en forrarse los bolsillos mediante la fuerza y el fraude. Los fuertes hacen lo que quieren y los débiles sufren lo que les toca. Por este camino lo más parecido a una «buena sociedad» que puede lograrse sería usar las nuevas herramientas de la era de la información para implementar una jerarquía en la que quien gane se quedará con todo, pero con delicadeza en vez de con la brutalidad con que ocurrió en el pasado.

Probablemente ninguna de esas opciones genere mejoras... y algunas de ellas ni siquiera son posibles. El gran problema del neoliberalismo es que privó a la sociedad de la inversión a largo plazo, tanto en tecnologías para mejorar la productividad como en la gran mayoría de la gente. El problema de la socialdemocracia fue que la mayor parte de la gente no quería recibir pasivamente beneficios del gobierno; deseaban tener el poder social para ganarse (y, por ello, merecer) su porción de la torta creciente.

¿Es una fantasía creer que aún es posible una síntesis productiva y eficaz de todo esto? ¿O no soy más que un viejo buey que se pasó toda su carrera tras una síntesis de ese tipo? Considerando las alternativas, no veo otra opción que seguir empujando el mismo yugo alrededor del mismo círculo... como Martín Lutero, no puedo hacer otra cosa.

J. Bradford DeLong, Professor of Economics at the University of California, Berkeley, is a research associate at the National Bureau of Economic Research and the author of Slouching Towards Utopia: An Economic History of the Twentieth Century (Basic Books, 2022). He was Deputy Assistant US Treasury Secretary during the Clinton Administration, where he was heavily involved in budget and trade negotiations. His role in designing the bailout of Mexico during the 1994 peso crisis placed him at the forefront of Latin America’s transformation into a region of open economies, and cemented his stature as a leading voice in economic-policy debates. Traducción al español por Ant-Translation.

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