La vaca en la feria de la leche

En 1861 se publicó en Inglaterra 'Mrs Beeton Cookbook', un libro de cocina de 1.112 páginas, con 900 recetas. Su mérito, nada original -puesto que transcribía recetas de libros anteriores, como las de la pionera Elisabet Acton-, fue presentar las recetas de forma fácil y comprensible para cualquier cocinera, con o sin experiencia. Vendió en un par de meses 60.000 ejemplares y en menos de una década rebasó los dos millones.

Si los Beeton, el matrimonio de editores que compiló y publicó el libro, vivieran hoy, esta semana habrían pasado mucho tiempo en el hall 3.1 de la Buchmesse de Fráncfort, la feria del libro más importante del mundo, y les habría ido bien. Los sitúo en ese pabellón porque es allí donde se dan cita los editores de libros de cocina, que hasta no hace tanto tuvieron en París su feria temática propia y que hace apenas tres años se fundieron con el gigante alemán por razones fácticas y comerciales. Por si no lo saben: los libros de cocina son los que más se venden en todo el mundo, aunque también los que menos se leen, un curioso dato que tal vez puedan cotejar con su propia experiencia: ¿cuántos libros de cocina tienen en la librería y cuántas veces los han usado?

Esta semana yo también he pasado algún tiempo en el hall 3.1 de la feria de Fráncfort. Y en el 5.1, donde estaban los editores catalanes y españoles. Y en el 6.3, donde estaban las agentes literarias. Y en muchos otros, donde había editores a quienes jamás había visto. Ha sido mi primera feria de Fráncfort, después de 22 años de dedicarme en exclusiva a escribir ficción, y les puedo asegurar que también será la última.

No es que no lo haya pasado bien. He visto amigos, he saludado editores de aquí y de allá, he hablado por los codos en varios idiomas, he paseado entre libros, he sido invitada a cenas y cócteles, he visto personas de todos los colores hablar en todos los idiomas de autores y títulos, como si no hubiera nada más en el mundo... También he aplaudido y admirado el discurso de inauguración de Angela Merkel, en el que defendió a los creadores y recordó que el libro es "un tesoro y, como todas las cosas hermosas del mundo, tiene su precio" y, por tanto, no debe robarse ni piratearse (lo cual quiere decir que el Gobierno persigue tales prácticas. Qué envidia de gobernantes, por dios, y miren que no soy nada envidiosa). Cada una de las cosas que acabo de enumerar justifica por sí misma un viaje a Fráncfort. Pero insisto: no volveré nunca más.

Imaginen una vaca con capacidad de raciocinio a quien invitan a la feria de los lecheros más grande del planeta. Al principio, se sentiría feliz de su protagonismo. Gustaría de opinar, de conocer a unos y otros. Pronto se daría cuenta de que los lecheros tienen prisa. Están aquí para comprar y vender lo más posible. Sus citas son breves, no como a la vaca le gustarían. Además, todos los lecheros se conocen, y saben lo que buscan y dónde encontrarlo. No les interesa lo que opina la vaca. Es más, preferirían hablar sin tenerla delante.

En las citas, los lecheros hablan un poco de sí mismos, algo del mercado, mucho de política, y lo que queda lo dedican a hablar de la leche. Van al grano. No se parecen a los mercaderes sensibles que había soñado la vaca, gente capaz de valorar sus esfuerzos y su dedicación, que ponderara su leche (al alza, claro) con respecto a otras. No. Los mercaderes necesitan leche para todos los paladares y no se andan con sofisticaciones. En sus reuniones, despachan el asunto en dos frases y pasan a la siguiente vaca, en quien se detienen lo mismo o quizá menos. Luego hablan del precio. La vaca, por supuesto, no es preguntada. Ellos no pueden corren riesgos.

El año que viene deberán estar aquí de nuevo, con más leche que vender y comprar. Se cierran unos tratos, se descartan otros. La vaca sufre mientras se pregunta si será su leche la elegida. Hay mucha competencia y muchas manías. Hay mercaderes que ni siquiera saben que existen vacas griegas, por ejemplo. Las anglosajonas son muchas y fecundas, dan quesos muy buscados, que están de moda. Todo el mundo quiere un queso inglés. No porque sea mejor, sino porque es inglés. Se pagan por él auténticas millonadas. Se organizan subastas. Se dice que hay quien paga por él dos millones de euros. Todas las vacas menos la que produjo el queso, se desilusionan. Las vacas desilusionadas dan peor leche. Algunas se prometen a sí mismas hacer un queso idéntico al de la vaca anglosajona.

En esta fábula dominical -supongo que ya lo habrán adivinado- yo soy la vaca. Ya no tengo edad de asustarme y, por supuesto, esta visita a Fráncfort no me influirá de ninguna manera. Sé cómo va la cosa. Aunque prefiero no verlo. Por eso no volveré nunca más. La vaca y yo estamos mucho mejor en casa, a lo nuestro.

Care Santos, escritora.

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