La valentía de la desesperanza

Giorgio Agamben declaró en una entrevista que «el pensamiento es la valentía de la desesperanza», una idea que resulta especialmente pertinente en nuestro momento histórico, en el que incluso la mayoría de los diagnósticos pesimistas termina por regla general con un toque inspirador de alguna versión de la proverbial luz al final del túnel. La verdadera valentía consiste no en imaginar una alternativa sino en aceptar las consecuencias del hecho de que no existe una alternativa claramente discernible: el sueño de una alternativa es un signo de cobardía teórica, funciona como un fetiche que nos impide pensar hasta las últimas consecuencias en el punto muerto del conflicto en que nos encontramos. En resumen, la verdadera valentía consiste en admitir que la luz al final del túnel es, casi con toda probabilidad, el faro de otro tren que se nos acerca en dirección opuesta. No hay mejor ejemplo de la necesidad de esa valentía que la Grecia de hoy.

La valentía de la desesperanzaEl doble cambio de sentido que ha experimentado la crisis griega este julio no puede sino aparecer como un paso no sólo de la tragedia a la comedia sino, como ha señalado Stathis Kouvelakis, de una tragedia llena de giros cómicos directamente al teatro del absurdo. ¿Hay alguna otra manera de describir la extraordinaria inversión de un extremo en su contrario, lo que deslumbraría incluso al filósofo hegeliano más especulativo? Hasta el gorro de las interminables negociaciones con los gobiernos de la Unión Europea, en las que a una humillación seguía otra, preguntó en un referéndum a los griegos el 5 de julio si apoyaban o rechazaban la propuesta de nuevas medidas de austeridad de la UE. El resultado fue una sorpresa para el mismo Gobierno de Tsipras: una mayoría abrumadora de más del 61% votó no al chantaje europeo. Empezaron a circular rumores de que el resultado (una victoria para el Ejecutivo) era una funesta sorpresa para el propio Tsipras, que secretamente albergaba la esperanza de perder, de modo que una derrota le permitiera salvar la cara al rendirse a las exigencias de la UE. A la mañana siguiente de la consulta, Tsipras anunció que Grecia estaba dispuesta a reanudar las negociaciones y, días más tarde, aceptó una propuesta de la UE que básicamente era la misma que los votantes habían rechazado (y aún más dura en algunos detalles). En resumen, el Gobierno actuó como si hubiera perdido el referéndum.

¿Cómo es posible que un aplastante no a las políticas de austeridad del memorándum se interpretara como luz verde a un nuevo memorándum? La sensación de absurdo no es sólo fruto de este giro inesperado. Deriva, sobre todo, del hecho de que todo esto se está desarrollando ante nuestros ojos como si nada hubiera ocurrido, como si el referéndum fuera algo así como una alucinación colectiva que termina de repente, permitiéndonos continuar sin más impedimento con lo que hacíamos antes. Sin embargo, como no todos nos hemos convertido en absolutos indolentes, permítannos al menos ofrecer un breve resumen de lo ocurrido.

Desde el lunes por la mañana, día después del referéndum, antes de que los gritos de victoria se hubieran apagado del todo en las plazas públicas del país, ya había comenzado el teatro del absurdo. El pueblo, todavía en la neblina gozosa del domingo, contemplaba cómo el representante del 62% se subordinaba al 38% inmediatamente después de una resonante victoria de la democracia y de la soberanía popular. Y en esa dirección siguió todo. El 10 de julio, el Parlamento griego otorgó a Tsipras la autoridad para negociar un nuevo plan de rescate por 250 votos contra 32, aunque 17 de sus parlamentarios no respaldaron el plan, lo que significa que obtuvo más apoyos de los partidos de la oposición que del suyo. Días más tarde, el Secretariado Político de Syriza, dominado por el ala izquierda del partido, llegó a la conclusión de que las últimas propuestas de la UE son «ridículas» y «sobrepasan los límites de resistencia de la sociedad griega». ¿Extremismo izquierdista? Sin embargo, el mismísimo FMI (voz, en este caso, de un capitalismo mínimamente racional) subrayó exactamente ese mismo punto: un estudio del organismo mostraba que Grecia necesita de los gobiernos europeos mucho más alivio de la deuda que el que se han mostrado dispuestos a considerar hasta ahora; los países europeos tendrían que dar a Grecia un periodo de 30 años de gracia del servicio de toda su deuda europea, incluidos los nuevos préstamos, y una ampliación radical del periodo de vencimiento... No es de extrañar que el propio Tsipras declarara sus dudas sobre el plan de rescate. «No creemos en las medidas que se nos han impuesto», dijo en televisión, con lo que dejaba claro que las asume por pura desesperación, para evitar un total hundimiento económico y financiero. Los eurócratas utilizan esas confesiones con una perfidia impresionante: ahora que el Gobierno griego ha aceptado sus severas condiciones, dudan de la sinceridad y de la seriedad de su compromiso: ¿cómo va a pelear Tsipras sin reservas por un programa en el que no cree? ¿Cómo puede estar el Gobierno griego comprometido sin reservas con un acuerdo que es opuesto al resultado del referéndum?

Sin embargo, declaraciones como las del FMI demuestran que el verdadero problema es otro: ¿cree de verdad la UE en su propio plan de rescate? ¿Cree de verdad que las medidas impuestas a la fuerza pondrán en marcha el crecimiento económico y de este modo el pago de la deuda? ¿O es que la motivación última de la brutal presión extorsionista sobre Grecia no es puramente económica (puesto que resulta obviamente irracional en términos económicos) sino político-ideológica o, como dijo Krugman, «una rendición incondicional no es suficiente para Alemania, que quiere un cambio de régimen y una humillación total, y que además cuenta con una facción importante del Gobierno que lo único que quiere es echar a Grecia y convertirla en un Estado fallido como advertencia para el resto»?

¿Por qué este horror? Ahora se pide a los griegos que paguen un alto precio, pero no a cambio de una perspectiva realista de crecimiento. El precio que se les pide que paguen es por prolongar y fingir una fantasía. Se les pide que aumenten su sufrimiento real con el fin de sostener el sueño de otros (de los eurócratas). A los griegos no se les pide que traguen muchas píldoras amargas a cambio de un plan realista de reactivación económica, se les pide que sufran para que otros puedan seguir disfrutando de su sueño sin ser molestados. La que ahora necesita despertar no es Grecia sino Europa. Todo aquél que no está atrapado en ese sueño sabe lo que nos espera si entra en vigor el plan de rescate: otros 90.000 millones más o menos irán a parar al cesto griego, elevando la deuda griega a 400.000 millones (el verdadero plan de rescate es el de los bancos alemanes y franceses, no el de Grecia). Y cabe esperar que esta misma crisis estalle en un par de años...

No obstante, ¿es realmente un fracaso este resultado? A nivel inmediato, si se compara el plan con sus consecuencias reales, evidentemente sí. En un nivel más profundo, sin embargo, no se puede evitar la sospecha de que el verdadero objetivo no es dar a Grecia una oportunidad, sino convertir el país en un semi Estado colonizado económicamente, mantenido en una pobreza y una dependencia permanentes, a modo de aviso para otros. Ahora bien, en un nivel aún más profundo, se trata de un fracaso no de Grecia sino de Europa, del núcleo emancipador del legado europeo.

El no del referéndum fue, sin duda alguna, una magnífica hazaña de carácter ético-político: frente a una propaganda enemiga bien coordinada que esparcía miedos y mentiras, sin ninguna perspectiva clara de lo que aguardaba por delante, frente a todas las probabilidades pragmáticas y «realistas», los griegos rechazaron heroicamente la presión brutal de la UE. El no griego fue un auténtico gesto de libertad y de autonomía, aunque luego ocurriera lo que ocurrió. ¿Significa esto que la larga lucha de Syriza ha sido en vano, que el no del referéndum fue sólo un sentimental gesto vacío destinado a hacer más obvia la capitulación?

Lo realmente catastrófico de la crisis griega es que en el momento en que el dilema se percibió como una elección entre el grexit y la rendición ante Bruselas, la batalla ya estaba perdida. Los términos de esta elección se mueven dentro de la visión eurocrática dominante (¡recuérdese que los alemanes antigriegos partidarios de la línea dura, como Schäuble, también prefieren el grexit!). El Gobierno de Syriza no estaba luchando sólo por un alivio mayor de la deuda y por más dinero dentro de las mismas coordenadas generales, sino porque Europa despertara de su sueño dogmático.

Ahí reside la auténtica grandeza de Syriza: en la medida en que el símbolo del malestar popular en Grecia eran las protestas en la Plaza Syntagma (que significa Constitución), Syriza emprendió la labor hercúlea de promulgar el cambio de sintagma a paradigma, la dilatada y paciente tarea de traducir la energía de la rebelión en medidas concretas que cambiaran la vida cotidiana de la población. Tenemos que ser muy precisos en este punto: el no del referéndum griego no era un no a la austeridad en el sentido de negarse a los sacrificios, sino un no a la ensoñación de la UE de que todo siguiera adelante como si no pasara nada. Varoufakis dejó claro este punto en repetidas ocasiones: no más endeudamiento, sino una necesaria revisión general para dar a la economía griega la oportunidad de recuperarse.

¿Qué habría que hacer en una situación tan desesperada? ¿Hay que resistir especialmente la tentación del grexit en cuanto que formidable hazaña heroica de rechazo de nuevas humillaciones y de salida al exterior... hacia dónde? ¿En qué nuevo orden positivo vamos a entrar? La opción grexit se erige como lo imposible, como algo que llevaría a una desintegración social inmediata: «Tsipras se dejó convencer aparentemente, hace algún tiempo, de que la salida del euro era completamente imposible. Parece que Syriza ni siquiera elaboró un plan de contingencia para el caso de una moneda paralela (espero que me informen de que no es así). Eso le situó en una posición desesperada de negociación». Lo que plantea Krugman es que el grexit es también un imposible real que puede producirse con consecuencias imprevisibles y que, en calidad de tal, puede asumirse como riesgo: «Todas esas cabezas pensantes que dicen que un grexit es imposible, que daría lugar a una implosión total, no saben de lo que hablan. Cuando digo esto, no quiero decir que estén equivocadas forzosamente. Creo que lo están, pero cualquiera que aquí confíe en algo se está engañando a sí mismo. Antes bien, lo que quiero decir es que nadie tiene ninguna experiencia de lo que estamos viendo». Si bien en principio esto es cierto, son no obstante demasiados los indicios de que un grexit conduciría en la actualidad a una catástrofe económica y social en toda regla. Los estrategas económicos de Syriza son perfectamente conscientes de que una medida de esa naturaleza causaría inmediatamente una mayor caída del nivel de vida, de un 30% adicional (como mínimo), lo que llevaría la miseria a un nuevo nivel insoportable, con la amenaza de disturbios populares e incluso de una dictadura militar. La perspectiva de este tipo de actos heroicos es, pues, una tentación a oponerles resistencia.

Luego están las llamadas a Syriza para que vuelva a sus raíces: Syriza no debería convertirse en otro partido parlamentario de gobierno más; el verdadero cambio sólo puede venir de las bases, del pueblo mismo, de su propia organización, no de los aparatos del Estado..., otro caso de pose vacía, puesto que elude el problema fundamental, que es cómo hacer frente a la presión internacional en relación con la deuda o, más en general, cómo ejercer el poder y cómo dirigir un Estado. La auto-organización de las bases no puede sustituir al Estado y la pregunta es cómo reorganizar el aparato de éste para que funcione de manera diferente.

No es suficiente, sin embargo, decir que Syriza ha planteado una lucha heroica, poniendo a prueba qué es posible y qué no; la lucha continúa, sólo acaba de empezar. En lugar de insistir en las contradicciones de la política de Syriza tras el referéndum y de dejarse atrapar en recriminaciones mutuas sobre quién es culpable, habría que centrarse más bien en lo que el enemigo está haciendo: las contradicciones de Syriza son un reflejo de las contradicciones de la clase dirigente de la UE, que poco a poco está minando las bases mismas de la Europa unida. Con el pretexto de las contradicciones de Syriza, la clase dirigente de la UE está pura y simplemente recibiendo de vuelta su propio mensaje en su verdadera forma. Esto es lo que Syriza debería estar haciendo ahora. Con un pragmatismo implacable y con frialdad de cálculo, debería explotar las grietas más minúsculas en la armadura del rival. Debería utilizar a todos aquéllos que se resisten a las políticas dominantes en la UE, desde los conservadores británicos al UKIP en el Reino Unido. Debería coquetear descaradamente con Rusia y China, jugando con la idea de ceder a Rusia una isla para base militar suya en el Mediterráneo, simplemente, para meterles un buen susto a los estrategas de la OTAN. Parafraseando a Dostoievski, ahora que el Dios de la UE ha fracasado, todo está permitido.

Cuando uno oye quejas de que la burocracia de la UE hace caso omiso de la difícil situación del pueblo griego, sin la menor conmiseración y llevada de su ciega obsesión por humillar y disciplinar a los griegos, y de que incluso países del sur europeo como Italia o España no han mostrado la más mínima solidaridad con Grecia, nuestra reacción debería ser: pero, ¿es que hay algo de lo que sorprenderse? ¿Qué esperaban los críticos, que la burocracia de la UE vaya a entender, como por arte de magia, la argumentación de Syriza y a actuar de acuerdo con ella? La burocracia de la UE está haciendo simplemente lo que hace siempre. Luego está el reproche de que Grecia está buscando ayuda de Rusia y China, como si la propia Europa no estuviera empujando a Grecia en esa dirección con su presión humillante.

Luego está la afirmación de que fenómenos como Syriza demuestran hasta qué punto ha sobrevivido la tradicional dicotomía izquierda/derecha. A Syriza en Grecia se la denomina extrema izquierda y a Marine Le Pen en Francia, extrema derecha, pero estos dos partidos tienen efectivamente mucho en común: ambos luchan por la soberanía del Estado en contra de las corporaciones multinacionales. En consecuencia, es bastante lógico que en la propia Grecia Syriza esté en coalición con un pequeño partido soberanista de derecha. El 22 de abril de 2015, Hollande dijo en televisión que Marine Le Pen parece hoy el George Marchais (un dirigente comunista francés) de los años 70, con la misma defensa patriótica de la difícil situación de los franceses comunes y corrientes explotados por el capital internacional; no es de extrañar que Marine Le Pen apoye a Syriza... una afirmación curiosa que no expresa mucho más que el viejo diagnóstico liberal de que el fascismo es también una especie de socialismo. En el momento en que incluimos en el cuadro el tema de los trabajadores inmigrantes, todo este paralelismo se desmorona.

El problema último es uno mucho más básico. La historia recurrente de la izquierda contemporánea es la de un dirigente o un partido elegidos con un entusiasmo universal por la promesa de un «nuevo mundo» (Mandela, Lula), aunque luego, tarde o temprano, por lo general después de un par de años, se topan con el dilema clave: ¿se atreve alguien a tocar los mecanismos capitalistas o decide tomar parte en el juego? Si altera los mecanismos, se le castiga muy rápidamente con perturbaciones en el mercado, caos económico y todo lo demás.

El heroísmo de Syriza consistió en que, después de ganar la batalla política democrática, se arriesgó a dar un paso más para alterar la marcha fluida del capital. La lección de la crisis griega es que el capital, aunque en última instancia sea una ficción simbólica, es nuestra realidad. Es decir, las protestas y revueltas de hoy se sostienen por la combinación (superposición) de diferentes niveles, y esta combinación explica su fuerza: su lucha por una democracia (parlamentaria normal) frente a regímenes autoritarios; contra el racismo y el sexismo, sobre todo el dirigido contra inmigrantes y refugiados; por el estado de bienestar frente al neoliberalismo; contra la corrupción en la política y la economía (empresas que contaminan el medio ambiente, etcétera); por nuevas formas de democracia que vayan más allá de los rituales multipartidistas (participación, etcétera) y, por último, por el cuestionamiento del sistema capitalista global como tal y por tratar de mantener viva la idea de una sociedad no capitalista.

Dos trampas hay que evitar aquí: el falso radicalismo («lo que realmente importa es la abolición del capitalismo liberal-parlamentario, todas las demás las peleas son secundarias»), así como el falso gradualismo («ahora luchamos contra una dictadura militar y por la democracia, nada más, olvida tus sueños socialistas, eso viene después, quizás...»). Cuando tenemos que afrontar una lucha específica, la pregunta clave es: ¿cómo va a afectar a otras luchas nuestra implicación en ella o nuestra retirada de ella? La regla general es que, cuando comienza una revuelta contra un régimen represivo semidemocrático, como fue el caso de Oriente Próximo en 2011, es fácil movilizar a grandes multitudes con lemas que no pueden describirse sino como golosinas para multitudes; por la democracia, contra la corrupción... Sin embargo, luego se nos van presentando poco a poco alternativas más complicadas: cuando nuestra rebelión tiene éxito en sus objetivos directos, terminamos por damos cuenta de que lo que realmente nos molestaba (nuestra falta de libertad, la humillación, la corrupción social, la falta de perspectiva de una vida digna) continúa bajo un nuevo disfraz. En Egipto, los manifestantes lograron deshacerse del represivo régimen de Mubarak, pero la corrupción se mantuvo y la perspectiva de una vida digna se alejó aún más. Después del derrocamiento de un régimen autoritario, pueden desaparecer los últimos vestigios de la atención patriarcal a los pobres, por lo que la libertad recién adquirida se ve reducida de hecho a la libertad de elegir la forma preferida de la propia miseria; la mayoría no sólo sigue siendo pobre sino que, para colmo de males, se le está diciendo que, ahora que son libres, la pobreza es responsabilidad suya.

En un aprieto como ése, tenemos que admitir que algún error habrá habido en el objetivo marcado, que este objetivo no ha sido suficientemente específico (por ejemplo, que la democracia política al uso también puede servir como forma exacta de ausencia de libertad: la libertad política puede proporcionar perfectamente un marco legal para la esclavitud económica, en la que los más desfavorecidos se venden libremente como servidumbre). Por tanto, nos sentimos impulsados a exigir algo más que una mera democracia política; también una democratización de la vida social y económica. En resumen, tenemos que admitir que lo que de entrada consideramos un fracaso al no alcanzar en toda su plenitud un noble principio (de libertad democrática) es un fracaso inherente al principio en sí; tomar conciencia de este paso de la distorsión de una noción, de su realización incompleta, a la distorsión inmanente a esta noción es el gran paso de la pedagogía política.

La ideología dominante moviliza aquí todo su arsenal para impedirnos llegar a esta conclusión radical. Empiezan por decirnos que la libertad democrática implica responsabilidad, que eso tiene un precio, que no estamos todavía maduros si esperamos demasiado de la democracia. De esta forma, nos culpan de nuestro fracaso: en una sociedad libre, se nos dice, todos somos capitalistas que invertimos en nuestras vidas, que decidimos invertir más en nuestra educación que en divertirnos si queremos tener éxito. A un nivel más directamente político, la política exterior de EEUU ha elaborado una estrategia detallada acerca de cómo ejercer un control de daños por medio de la recanalización de un levantamiento popular dentro de unas limitaciones parlamentario-capitalistas aceptables, como se hizo con éxito en Sudáfrica tras la caída del apartheid, en Filipinas tras la de Marcos, en Indonesia después de la caída de Suharto, etcétera. En esta coyuntura, una política emancipadora radical afronta su mayor desafío: cómo impulsar las cosas más allá una vez que la fase del entusiasmo primero ya se ha completado, cómo dar el siguiente paso sin sucumbir a la catástrofe de la tentación totalitaria; en resumen, cómo llegar más lejos que Mandela sin convertirse en Mugabe.

La valentía de la desesperanza es esencial en este punto.

Slavoj Žižek, filósofo y crítico cultural, es profesor en la European Graduate School, director internacional del Birkbeck Institute for the Humanities (Universidad de Londres) e investigador senior en el Instituto de Sociología de la Universidad de Liubliabna. Su obra Menos que nada. Hegel y la sombra del materialismo dialéctico (Akal) se publicará en septiembre.

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