La vanidad en los científicos y los intelectuales

El sello distintivo de la vanidad es la preocupación por lo que los demás piensen y digan de nosotros. La persona vanidosa tiene un alto concepto de sí misma, desea parecer inteligente y muestra un afán excesivo de protagonismo y admiración. Los vanidosos son personas enamoradas de su propia imagen y preocupadas por la manera en que se muestran a los demás. Son frecuentemente ambiciosos, camaleónicos, adictos al trabajo y excesivamente competitivos. En situaciones sociales el vanidoso suele hablar mucho y escuchar poco, salvo a sí mismo. Le gusta que le pregunten por lo suyo, pero no suele preguntar o interesarse por lo de los demás. Les fascina el éxito y les hunde el fracaso.

En el caso de los científicos y los intelectuales la vanidad tiene formas propias. Rosa Regàs ha dicho: “La vanidad es el peor enemigo del escritor”. El intelectual vanidoso suele estar más preocupado por la retórica de su escrito y por causar en la audiencia una impresión de inteligencia y sabiduría que porque el mensaje que transmite llegue a su destino y sea entendido. Para aparentar erudición puede hacer cosas como abusar de referencias, incluso de las relacionadas con personajes u obras que no ha leído o que conoce sólo superficialmente. Si por ello, o por su retórica, cripticismo o elocuencia alguien no le sigue, ese es su problema, piensa sin decirlo.

El científico vanidoso suele reconocerse inmediatamente, pues en sus manifestaciones priman los nombres y el índice de impacto de las revistas donde publica o los premios y reconocimientos recibidos, quedando muchas veces en segundo plano la semántica, es decir, los contenidos y la relevancia científica o social del trabajo realizado. Un aspecto crucial que promueve la vanidad de los científicos es el de la primacía en los hallazgos, el “yo lo vi primero” o “la idea fue mía”. El capitalizar un logro tiene muchísimo que ver con la vanidad humana, incluso en ciencia, que es donde menos debería tenerlo porque lo que pone el descubridor casi siempre es la guinda, en el sentido de que la mayoría de los hallazgos de un científico están basados en un cuerpo básico de conocimiento fruto del trabajo de muchos otros que le han precedido secularmente.

Una forma de vanidad propia no sólo de los científicos sino de los intelectuales en general es el intento de apropiación de tópicos, temas, procedimientos o técnicas de trabajo. Así, el biólogo que lleve años estudiando una determinada proteína sentirá celos al ver amenazada su vanidad cuando otro biólogo se ponga a trabajar o publique sobre la misma sustancia. Un filólogo que investigue sobre el Quijote puede llegar a considerar al hidalgo manchego casi como una propiedad privada, y un historiador que se dedique a Felipe II no siempre verá con buenos ojos cualquier competencia al respecto: ¡Felipe II es mío! Yo mismo tengo la suerte de haber centrado mi trabajo científico en una técnica, la autoestimulación eléctrica del cerebro, que tiene pocos seguidores en el mundo, pero aun así ni yo ni mis compañeros del grupo de investigación nos libramos de un sentimiento que hiere nuestra vanidad cuando otro equipo de investigadores que también trabaja intensamente en esta técnica en un laboratorio de la India nos supera en ideas, descubrimientos y publicaciones.

Los vanidosos no le quitan nunca el ojo a la competencia, aunque lo hagan no tanto para aprender de ella como para ver si están siendo superados. Cuando un científico o intelectual vanidoso ve la publicación de otro que trabaja en temas similares lo primero que mira son las referencias bibliográficas de esa publicación para ver si le citan a él o si esas referencias son mejores o más actualizadas que las que el mismo utiliza. Después, y siempre después o si acaso, viene el considerar los contenidos, con ese prejuicio que lleva también siempre al vanidoso a considerar que no puede haber nada mejor que él o lo suyo en el mundo.

Y lo mismo ocurre entre escritores de ficción, cineastas, actores, periodistas o profesionales diversos en los que el rabillo del ojo siempre está pendiente de lo que puedan hacer los de al lado o incluso los de más allá, por si acaso. La vanidad de todos ellos se expresa también muy bien en las veces que entran cada día en sus cuentas de Twitter, Facebook o Instagram para ver si ha aumentado el número de sus seguidores o si ya superan a sus competidores inmediatos en las cifras o halagos recibidos por esos medios. Cuando ven subir el número de esos seguidores, se hinchan incluso en privado, como el pavo real. Pavoneo es un sustantivo que gana adeptos

Pero donde quizá se refleja mejor y con más fuerza el sentimiento de vanidad es en el “Sostenella y no enmendalla”, pues el vanidoso queda desarmado y le cuesta mucho soportarlo cuando se le contradice con razón o cuando fracasa en sus pretensiones. La vanidad herida se manifiesta de muchas formas, ya que puede generar animadversiones y odios, pero la primera reacción del vanidoso contrariado es siempre la resistencia a aceptar los argumentos o hechos que comprometen o hieren su vanidad, de ahí que abunden interminables polémicas, dimes y diretes, públicas o privadas, en las que los enfrentados no pretenden tanto descubrir la verdad como justificarse para evitar el doloroso reconocimiento de su fracaso o resarcirse de viejas afrentas.

Uno de los principales peligros que tiene la vanidad es evolucionar hacia la egolatría y la soberbia. Las personas ególatras suelen ser arrogantes y prepotentes, necesitan ser continuamente el centro de atención y de todas las miradas y para ello recurren a veces a manifestar opiniones nuevas o hipótesis e ideas disparatadas, provocadoras, contrarias al sentido común o alejadas de lo políticamente correcto. Al ególatra Salvador Dalí se le atribuye la frase “El que quiera interesar a los demás debe provocarlos”. Suelen también abusar de manierismos y tics verbales y se dan tiempo hablando para magnificar su discurso porque creen que lo merecen y sienten cautiva a su audiencia. Todos los mundos sociales están llenos de ejemplos, pero quizá el más especial es el de los dictadores políticos, pues todos han sido tan ególatras como perversos.

El paso ulterior a la egolatría, y el más deleznable, siempre derivado de la vanidad, es la soberbia. Más allá de su arrogancia, las personas soberbias critican con frecuencia y sin piedad y pueden humillar en público a otras personas, pues carecen de empatía. Andan frecuentemente de mal humor, presumen de tener la razón siempre y, por encima de todo, les cuesta controlar su ira, pues tienen una especial propensión a ella. La ira es la característica más distintiva de la soberbia. También buscan acatamiento y sumisión de los demás, por lo que difícilmente se relacionan con quienes no estén dispuestos a rendirles pleitesía. Es por ello que suelen generar grandes falsos amigos, los aduladores, y muchos verdaderos enemigos, los que no son prestos a adularles.

Vivir continua o frecuentemente preocupados por la impresión que damos a los demás es algo que compromete seriamente la salud y el bienestar de las personas. Es penoso que nuestro estado de ánimo y bienestar emocional estén en manos de lo que piensen o digan los demás de nosotros. La vanidad nos hace vivir en un mundo alejado de la realidad. Si uno quiere combatir la vanidad y sus males derivados hay que conquistar la propia confianza y, sobre todo, aceptar más lo que somos en lugar de lo que nos gustaría ser.

Ignacio Morgado Bernal es catedrático de Psicobiología y director del Instituto de Neurociencia de la Universidad Autónoma de Barcelona. Autor de Emociones corrosivas: Cómo afrontar la envidia, la codicia, la culpabilidad, la vergüenza, el odio y la vanidad (Barcelona: Ariel, 2017)

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