Somos propensos a pensar en las crisis económicas como se piensa en el tiempo. Quiero decir, en el tiempo meteorológico. Consideren ustedes, por ejemplo, una sequía. Se declara la sequía, deja de llover durante dos años, y por fin el cielo abre otra vez las compuertas y fecunda la tierra baldía. Todo vuelve a ser como antes, con el retraso, o el inciso, de los dos años sin lluvia. Pero las crisis largas no son así. No vienen y se van sin dejar más rastro que algunas industrias quebradas y tantos o cuantos millones de prejubilados. Las crisis largas, las largas de verdad, cambian a la gente, a los políticos, y a las instituciones. El cambio, a veces, se produce por reducción al absurdo: lo que funcionaba mal, empieza, sencillamente, a no funcionar. Otras veces la crisis es genuinamente creadora y alumbra monstruos -y también soluciones- por entero originales. ¿En qué situación nos ha colocado la crisis a los españoles o, generalizando, a los terrícolas de estos comienzos del tercer milenio? Todavía es pronto para hacer diagnósticos cataclísmicos, aunque no para señalar que el asunto ha desbordado el perímetro de las crisis menores y que nos enfrentamos a un futuro quizá inédito. Formularé este barrunto recalando en tres episodios diversos, tanto por su magnitud como por su localización geográfica.
Empiezo por la Unión Monetaria Europea. La mejor manera de comprender el invento, es recordar el mito de Pasífae, la princesa que se ayuntó con un toro blanco. La princesa es el proyecto ilustrado y filantrópico de una Europa pacificada y unida. El toro, la voluntad francesa de atar corto a Alemania. El Minotauro, es la propia Unión. Me encontraba en Francia cuando alcanzó su clímax el debate sobre el Tratado de Maastrich. L`idée fixe, la obsesión que campaba por toda la prensa, así de izquierdas como de derechas, era la necesidad de neutralizar a Alemania, recientemente acrecida por su costado oriental, enjaretándole una divisa que los franceses pudieran controlar en alguna medida. Alemania pasó por las horcas caudinas: terminó renunciando al marco en favor del euro. La historia no es una idea en movimiento sino el precipitado de compromisos en ocasiones incongruentes, y nada impedía en principio que de un pacto entre partes recíprocamente recelosas pudiera surgir algo tan formidable como una futura unión política. Nada lo impedía, lo repito, aunque el arranque resultara, por así decirlo, un pelo chungo. Sea como fuere, se echaron las firmas que había que echar y se adornó esa decisión trascendente con una rúbrica o consigna: la consigna era que las economías habrían de converger en vista de que la moneda única no les dejaba otra alternativa. Al son de esa consigna también España entró en el euro, con resultados muy buenos en el corto plazo. Después ha venido el tío Paco con las rebajas. En efecto, las naciones no han convergido, sino que han divergido. Entre el 2000 y el 2008, los costes laborales unitarios han crecido en Alemania un 1%, en Francia un 18%, en España un 27%, y en Italia un 32%. Hablando en plata: Alemania ha aumentado enormemente su competitividad relativa. De resultas, está arrasando en los mercados europeos, máxime, en los del sur. Para colmo éstos, en proporción no desdeñable, adquieren productos alemanes con crédito alemán. La exacerbación del fenómeno nos viene dada por Grecia, cuya deuda, agigantada por la crisis, alimenta los activos de los bancos franceses y alemanes. ¿Cómo salir del enredo? Desde las páginas del Financial Times, Martin Wolf increpa a los alemanes para que ahorren menos y consuman más; desde París Christine Lagarde, ministra de Economía, pide a Merkel que suba los sueldos y modere la competitividad de sus conciudadanos.
El problema, probablemente, no tiene solución. El desnivel entre Grecia -y no sólo Grecia-, y Alemania es tal, que la permanencia de ambos en la misma liga no parece viable. La reciente creación, a tipos nada generosos o en todo caso superiores a los exigidos por el Fondo Monetario Internacional, de una línea europea de crédito orientada a cubrir la deuda griega en la contingencia de que ésta no logre colocarse en los mercados, es un compromiso de emergencia entre el vértigo que produce el cuestionamiento de la moneda común, y la renuencia, y al fin y al cabo la impotencia de Alemania, para financiar indefinidamente a los insolventes. Pero la pelota está en el tejado, y caerá de un lado u otro según sople el viento durante los próximos meses. La crisis ha alterado, en fin, la consigna de partida. El euro, una herramienta concebida para que Europa se dotara de un formato nacional, ha pasado a ser admitido, de momento y a regañadientes, como un mal menor.
Abramos el diafragma. Hasta hace unos meses, el gobierno americano, y detrás de él el británico y luego los demás, parecían haber descubierto las bondades del neokeynesianismo. Se trataba de combatir la crisis inyectando liquidez en los bancos y supliendo a través de una política de expansión fiscal la baja demanda privada. Detrás de esta estrategia operaba el recuerdo de la Gran Depresión, agravada por una equivocada política de restricción crediticia. Pero se han generado déficits descomunales, y empiezan a surgir dudas sobre la sostenibilidad de la política seguida hasta la fecha. De añadidura la opinión, máxime la norteamericana, percibió el rescate de los bancos como una colusión culpable entre los políticos y el dinero gordo. En otras palabras: como un favor que la oligarquía se ha hecho a sí misma a costa del contribuyente. La eclosión de movimientos como el Tea Party, auspiciado por Glenn Beck, un periodista friki de la Fox que se educó en un colegio de la Inmaculada Concepción y ha acabado abrazando la fe mormona, revelan un grado de exasperación ciudadana potencialmente peligroso. El Tea Party abomina de la clase política en bloc, no de un partido en concreto, y ha operado ya efectos importantes. Verbigracia, la pérdida por los demócratas, en Massachussets, del escaño que Ted Kennedy dejó vacante a su muerte. Si la economía se recupera en un lapso breve, el Tea Party reventará como una pompa de jabón. Si las cosas se torcieran, podríamos asistir a una contestación al sistema mucho más seria que la que afligió a ese país durante la guerra del Vietnam. Y los USA son una nación sólida. Excuso decirles lo que ocurriría en Grecia si vienen mal dadas, o en España si nos colocamos en la tesitura de Grecia.
El tercer punto brota de una comprobación melancólica. Antes de que llegaran las vacas gordas, las democracias occidentales se hallaban afligidas por dos problemas a largo plazo letales: el de las pensiones, y el del gasto sanitario. Tras la buena racha el problema sigue intacto, o mejor, se ha agravado, puesto que las expectativas materiales han enfilado un curso descendente. ¿Por qué no se ha hecho nada? Porque no lo han querido, ni los votantes, ni los partidos. Mejor aún: no lo han querido los partidos porque no lo querían los votantes, y no lo han querido los votantes porque no han tenido a bien contarles la verdad los partidos. Ahora disponemos de menos tiempo y menos recursos. No es descartable que la falta de numerario nos devuelva a la realidad, y entonces la crisis habrá sido para bien. Pero tampoco se puede excluir que la prudencia cortoplacista, aliada a procedimientos perversos de atracción del voto, nos juegue una mala pasada. En esa contingencia muchos, o algunos, darían en la flor de sentirse aventureros. Y las aventuras salen a veces bien, y casi siempre, mal.
Álvaro Delgado-Gal