La vecindad de Ángel González y el propósito de whisky nuevo

Desde lo de la ley antitabaco, que parece que fue ayer, fumar, hoy, es de chonis, porque el tiempo pasa con obcecación de bisiesto, de cuatro en cuatro años, y solo quedan unos cuantos trasnochados/horteras que fardan de humo en casa. Quiere decirse que, con la resaca del Año Nuevo, dejar de dar caladas, de tan pasado de moda, es un propósito muy extraño, en plan demogorgon, con la realidad del revés; tanto o más extraño que ponerse a hacer un coleccionable de kiosco, porque, con Netflix y demás ralea, ni siquiera vemos los anuncios de punto de cruz y buques de guerra.

Aunque 2018 no es bisiesto, como si lo fuera. Y es que este 12 de enero se precipitan, igual de rápido, los diez años de la muerte de Ángel González, el poeta que nunca tuvo el propósito de dejar el tabaco, sino todo lo contrario y con la fuerza descomunal del octogenario: la de apurar esos güisquis en los que flota la luna de las golfas y los crupieres. Al menos, así lo pinta Joaquín Sabina, en una canción memorable, menos dos alas, no sé si proyectando más de sí mismo que del asturiano, como un retrato on the rocks.

Lo cierto es que, en los otoños y otras luces de Ángel González, Sabina se hizo amigo suyo por los garitos de mala nota de Rota y otras playas gaditanas, dándose atracones de torrijas, por la gracia culinaria de Almudena Grandes, entre los aires difíciles de sus novelones, y mientras Luis García Montero, con alguna buena letra, intentaba rescatar al cantautor de la nube negra de su ictus y de su falta de inspiración.

Aquello, como se ve, era una especie de vecindario para literatos/amigos, en busca del tiempo perdido en la gran ciudad, y todavía sigue siéndolo. Aunque ahora falte la palabra sobre palabra de Ángel González, junto a los ya citados, está el sacerdocio de Caballero Bonald (con amenaza triste de esquela), y, como acólitos, se pasean Benjamín Prado y Felipe Benítez Reyes. Todos son angelótratas, por acuñar una interjección admirativa.

No es extraño este decidido propósito de vecindad, clave para llamarse Ángel González. Pasa como en la generación del 27: que el estrellato en literatura se gesta en el compadreo del grupete, al abrigo de unas cañas, y, en este caso, con los marines americanos uniformados, en la base del fondo gibraltareño, que habrían sido el delirio homoerótico de Lorca. Ángel González, claro, no es un soldado/vecino de La Acera de la Inconcepción, y, en su nombre, cargado de normalidad hasta lo inverosímil, rezuman la campechanía asturiana de la fabada y la sidra asequible de su poesía.

Lo explicaba el propio autor: “Que fuimos una generación bastante alcohólica”, al modo pandémico y celeste de Jaime Gil de Biedma (“con la botella / medio vacía, los ceniceros sucios”), y que él prefería el lenguaje de andar por casa, con babuchas de Marrakech (regalo, lógicamente, de algún Goytisolo). Es decir, nada de inspiración: “Me gusta decir que escribo poesía a partir de algunas ocurrencias”. Y muchas frustraciones freudianas/cotidianas: “Escribir un poema se parece a un orgasmo: / mancha la tinta tanto como el semen / y, a veces, no me corro”.

Además, su poesía tiene un punto entre Iriarte y Sarmiento, dando lecciones de moralidad y comportamiento, como un tratado de urbanismo. Conste que lo suyo no era el realismo social, ni la militancia, porque él deja “la política a los políticos”… Y porque la política es siempre un desengaño.

En los sesenta, se fue de congresos comprometido-literarios por Europa, conoció a Neruda y a Sartre en Helsinki, y se topó con la primavera de Praga. ¡Ay, Praga, Praga, Praga! Los tanques soviéticos se pusieron a atropellar a mansalva, y él, horrorizado, se largó del PCE, reivindicando el realismo crítico. Tal vez eso explique la mancha color café con leche que, según Manuel Lombardero, su eterno amigo de infancia, tenía Angelín de niño, como el medio mapamundi de Gorbachov hacia la Perestroika.

El caso es que el tono de grado elemental de su poesía le viene a Ángel González de su tradición familiar. Guarda la sencillez de sus abuelos paternos, gentes campestres de Ondes, en los recovecos del concejo de Belmonte. Pero su padre se hizo profesor en la Escuela Normal de Magisterio (Oviedo), se casó con la hija del director, y, cuando se murió, le dejó a Angelín, con dieciocho meses, una herencia de pedagogía. Por ejemplo, el abuelo materno había publicado una Cartilla Métrica, o breve explicación del sistema métrico decimal, en 1880, porque, aunque desde 1849 se había aprobado por ley su uso en España, la gente seguía hablando en reales de vellón, de varas y de celemines… Todo encaja, si se hace el puzle.

Mi abuelo, un siglo más tarde, en la década de 1990, todavía hablaba de olivos en fanegas, allá en un pueblo de Sevilla, porque ya se sabe que en Andalucía las cosas van más despacio que en el resto de España. Y yo, para desentrañarle el significado a aquella palabra, me puse a estudiar filología (claro que esto provocó el problema inverso: que mi abuelo no entendía lo de filología, y tenía que llevarlo escrito en el bolsillo de la camisa, para enseñarles a sus amigos lo que yo hacía, negro sobre blanco).

Lo mismo, Ángel González. Seguramente, aprendió a montar versos con la cartilla métrica de su abuelo, y la poesía le sobrevino, al poco tiempo, leyendo al 27 y a Juan Ramón, con tuberculosis, en una aldea. Luego, se sacó Derecho, se hizo poeta, trabajó de funcionario en el Ministerio de Obras Públicas, leyó a Machado, y terminó enseñando en la Universidad de Alburquerque. O sea que, para él, no hubo camino, sino que se lo hizo atrochando, desde las montañas de Don Pelayo al desierto de Breaking Bad.

Todo esto muestra que la literatura es una vieja de pueblo, que abona las plantas con vocabulario de rancio abolengo y le cuenta al nieto todo lo que en sus tiempos se podía comprar con una perra chica. Por tanto, en cierto modo, Ángel González es la antipoesía, sin retoricismos, y cargada de sarcasmo e ironía, como si sus poemas fueran chascarrillos en el café de Nicanor, que es otra canción de Sabina, antes de ponerse a negarlo todo, en un disco ¿premeditadamente? antipoético. O bien, es que AG se parece Nicanor Parra, el antipoeta por antonomasia, porque es matemático, y de quien hoy solo cabe celebrar una antiefeméride, porque aún sigue vivo, el jodío, con sus 104 años de vida chilena.

Lo cual que Ángel González buscaba un diálogo de tú a tú con el lector, con las cosas del día a día, con la historia y la ética comunes, pero a través de su mirada personal: “Un hombre lleno de febrero, / ávido de domingos luminosos, / caminando hacia marzo paso a paso”. Por esto, es el eslabón hacia la poesía de la experiencia, que cantan los poetas roteños de ahora (que son, cada vez más, de ayer). Y es el rechazo de la frialdad culturalista del poeta novísimo de los 70/80, de Vázquez Montalbán a Pere Gimferrer, por su esteticismo vacío y pop: “Retrasado mental, sencillamente”.

También está el “Ángel que nombra la cotidianidad y la vuelve de inmediato inolvidable” (Alfredo Bryce Echenique). En el amor, le basta así, con una acción aparentemente vulgar: probarte “a la manera de los panaderos / cuando prueban el pan, es decir: / con la boca”. Y el placer del sexo es capaz de encontrarlo en una sensación remota, que, de normal, no resulta agradable: “Alga quisiera ser, alga enredada, / en lo más suave de tu pantorrilla”.

Así, logra conquistarnos en sus poemas: con una palabra llena de vecindad, haciéndose vecino, aunque en ausencia, a nuestro lado, como si estuviera tocándonos la guitarra o el violín en un atardecer cualquiera de la bahía de Cádiz. De modo que, si, “para vivir un año, es necesario / morirse muchas veces mucho”, Ángel González ya se ha muerto diez veces en estos diez años, pero sigue viviendo, vecino de todos, con un propósito de whisky añejo para el Año Nuevo.

Guillermo Laín Corona es profesor de Literatura Española en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED).

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