Estamos ante un hecho que los analistas definen como histórico al que tenemos que enfrentarnos y del que debemos aprender. El primer aprendizaje sería el de mostrarnos que la vejez estaba ahí, ha irrumpido en nuestras vidas y nos enfrenta a un reto nuevo: el desapego hacia los mayores que se exhibe no solo como falta de afecto sino como una injusticia hacia una generación, que en otros tiempos inspiraba respeto y veneración. Y se hablaba en términos muy diferentes de los actuales.
¿Cómo se hablaba de la vejez y cómo hablamos ahora? Si nos referimos al repertorio de definiciones asociadas al término vejez, hemos de remitirnos a la etimología de origen latino. Según Cicerón, con la expresión senectud, los romanos se referían a quienes rebasaban los 60 años como ejemplo de prudencia y sabiduría, particularmente en la vida intelectual romana. No sentir temor a la vejez era signo de juicio. Y se refiere a las cosas importantes, como la muerte, con la autoridad de su oratoria tranquila, sosegada y, además, elegante. También Séneca elogia las ventajas de la vejez por ser precisamente la última etapa de la vida y anima a exprimirla hasta la última gota. La vejez es como la fruta madura, que concentra todo su sabor cuando acaba la cosecha, como una metáfora de la muerte.
Con el tiempo, las vivencias y el lenguaje sobre la vejez se han ido asociando al deterioro físico. En la literatura ha ido apareciendo cada vez más una terminología que utiliza calificativos como pérdida, decrepitud, sequedad y debilidad, inspiradoras del rechazo al envejecimiento. En el diccionario de María Moliner de 1967 aparecían, asociados a la vejez, términos como achacoso, agotado, ajado, anciano, caduco, chocho, decrépito. El diccionario de la Real Academia Española de 2001 propone junto a la vejez expresiones como senil, senectud, achaques y manías. Más recientemente, por exigencias de un mayor respeto lingüístico, se utiliza una semántica suavizadora como mayores, o tercera edad, términos más neutros recomendados por el Plan de Acción Internacional sobre el Envejecimiento.
El lenguaje es expresivo de las actitudes sociales. Así lo explicaba hace décadas Simone de Beauvoir en su libro sobre el envejecimiento, en el que sostiene que, al llegar la vejez, las personas pierden el estatus y las capacidades que tenían en la juventud y la vida adulta. Se disuelve su identidad individual al integrarse en una colectividad. Decía De Beauvoir que, en nuestras sociedades, cuando el ser humano envejece se convierte en un estorbo social, no sirve para nada porque no es moneda de cambio, no produce ni se reproduce. Es una minoría ignorada, una carga para la sociedad.
La actualidad, marcada por la pandemia, nos enfrenta con el abandono de los mayores separados de sus familias, aparcados en las residencias donde mueren cada día, retratando lo expuesto por De Beauvoir. Las familias confinan a sus mayores en estos alojamientos, donde la soledad y el abandono son los compañeros del miedo a la muerte. El aislamiento produce un sentimiento de desesperanza y malestar cuando a esa falta de comunicación se añade la del apoyo afectivo, lo que unido a la imposibilidad de tomar decisiones sobre su vida redunda en ese sentimiento de inutilidad y estorbo social. No es una opción deseada, y se vive señalada como una diferencia frente a los que viven en comunidad o en familia.
Los temores a la muerte son parte indisociable del envejecimiento. La vejez y la muerte cabalgan juntos, nos dice Minois, y forman parte de la nostalgia de la juventud o de la ansiedad por la cercanía al final de la vida. Son motivo de tristeza y desesperanza. Y no se entiende que en vez de vivirlo como un triunfo ante la muerte se viva como un fracaso ante la vida. Sabemos que ser viejo no es lo mismo que sentirse viejo, pero no es así para las personas en su confinamiento. No solo son viejos y viejas, sino que se sienten viejos.
La vejez convierte a las personas en seres vulnerables. El término actual “distancia social” obliga a separarse físicamente a los transeúntes. Pero la distancia que separa a la sociedad de sus mayores no es solamente física sino moral. Y nos enseña que las personas están aprendiendo a ser más viejos en una sociedad aun no preparada para ello.
Cuando acabe esta crisis, nos dicen, habrá un antes y un después, pero la vejez seguirá no solo existiendo sino aumentando: los estudios demográficos nos muestran que los octogenarios representan el 6,1% de la población europea y seguirán ganando en peso. Es más, los centenarios empezarán a hacerse notar.
La vejez nos tocará a todos y esta pandemia debería servirnos de aprendizaje. Para valorar la vejez y dedicar más esfuerzos a protegerla y cuidarla. Para apreciar que mucho de lo que tenemos se lo debemos a los que hoy son ancianos; a su trabajo, sus esfuerzos y su inteligencia. Recordemos a Rita Levi-Montalcini, que vivió 103 años, cuando decía: “Mi cuerpo se arruga, pero no mi mente”.
Pilar Escario es socióloga.