La vejez

Aunque a la vejez se llega de modo paulatino y progresivo, la conciencia de esa llegada es abrupta e imprevista. De repente uno se da cuenta de que es viejo. Las incapacidades, las molestias y las limitaciones se han ido sucediendo –y quedando–, pero nos resistimos a pensar que somos viejos. Hasta que un buen día nos levantamos y constatamos que, queramos o no, lo somos.

En otras épocas, en el siglo XVIII sin ir más lejos, era bueno ser viejo; era mejor que ser joven; los jóvenes, incluso los más jóvenes, como Mozart, se ponían pelucas empolvadas para parecer mayores, para parecer viejos. En nuestra época, por el contrario, la moda, lo apetecible, es ser joven. Todo el mundo pretende parecer más joven de lo que en realidad es. El vestuario, el maquillaje, incluso la cirugía estética, se utilizan para ello. Hay que disimular la edad a toda costa.

Parece que ser viejo es una desgracia, una desgracia inevitable. Y, sin embargo, no es así. En primer lugar porque la alternativa (no llegar a viejo) es peor. Pero también hay otras razones, a mi juicio, de peso.

La primera es que la vejez tiene un papel que jugar, un papel importante. Cuenta Ortega y Gasset que los clásicos griegos dividían la vida en tres etapas y como no tenían televisión y sí teatro, y del bueno, asociaban las etapas de la vida a los distintos papeles que se dan en el teatro:

a) La primera, la juventud: en ella se interpreta el papel del autor, el tiempo gramatical que se conjuga es el futuro y uno se prepara para interpretar el papeldesuvida. Era pues el tiempo de la preparación, bien fuera esta genérica (desde el nacimiento hasta los 15 años) bien fuera la específica para su profesión (de los 15 a los 30 años). En estos años y de forma progresiva uno iba (consciente o inconscientemente) escribiendo el rol que querría desempeñar en el futuro.

b) Se llegaba así al segundo periodo: la vida adulta, la etapa de madurez, que abarcaba de los 30 a los 60 años. Ahora el tiempo gramatical a conjugar es el presente; uno ya es el actor de su vida; es el tiempo del trabajo y de la acción. Uno se realiza como persona.

El paralelismo con el mundo del teatro no es casual. En aquella Grecia clásica, en la que ni había micrófonos ni altavoces, los actores se ponían una máscara de forma convexa para que la voz resonara y se hiciera oír; por ello la llamaban persona (del latín «per-sonare» y del griego «prosopon»). De aquí deriva el significado actual del término.

Por tanto, en esta etapa de la vida adulta uno se realizaba como persona, interpretando su propio papel, el papeldesuvida.

c) A los sesenta años, siempre aproximadamente, se llegaba a la tercera etapa: la vejez o senectud; ahora también denominada, con propiedad, tercera edad.

En esta se conjuga el tiempo pasado en sus diversos modos (las batallas del abuelo) y se interpreta el papel del espectador. Es la hora de contemplar, analizar y enjuiciar lo que hemos hecho en nuestras vidas y sacar las conclusiones pertinentes. Es por tanto la etapa de la experiencia a la que le corresponde, sobre todo, aconsejar, dar consejo. Aconsejar a la luz de la experiencia vivida dejando paso a las generaciones siguientes a las que, en su etapa de madurez, les corresponde empuñar el timón o la batuta.

Para ejercer esta función de consejo han existido, en todas las culturas, instituciones «ad hoc»: senado, sínodo o sanedrín son algunos de los nombres de estas instituciones, todos ellos derivados del latín «senectus», senectud.

Así pues, también en la vejez hay cosas que hacer pero dejando el protagonismo de la acción a las siguientes generaciones. No sería ocioso que nuestros políticos (y también nuestros empresarios) tomaran nota de ello, aunque no fuera más que para evitar sustos como el de las últimas elecciones en las que la juventud, entendiendo obturado su camino propio, ha creado sus propios partidos.

Hay una segunda cualidad en la vejez, y no menor: me refiero a que ante la desaparición de los seres queridos, en concreto de los coetáneos, uno se da cuenta cabal de la futilidad de la vida; quien mejor lo ha expresado en lengua castellana ha sido, a mi juicio, Jorge Manrique en sus imperecederas «Coplas» por la muerte de su padre. Su lectura es siempre recomendable.

El aprendizaje es duro, durísimo. Ver cómo nos van faltando nuestros hermanos, nuestros amigos, en definitiva nuestras referencias, es un recordatorio continuo de que te queda menos por vivir y que lo menos que te queda es peor por quedarte sin los interlocutores con quien compartir tanto las experiencias vividas como las novedades que nos presenta la actualidad; viéndolas, unas y otras, como diría Ortega, desde el mismo vagón del tren.

Se va uno, pues, quedando cada vez más solo; cada vez quedan menos personas con las que hablar desde la misma perspectiva. Probablemente esta dureza explica, en sí misma y por sí misma, el rechazo a la vejez. Claro es que para los que tienen fe en otra vida, ese dolor puede quedar muy mitigado. Con fe o sin ella, por duro que sea este aprendizaje, la vejez hay que vivirla; es una etapa que merece ser vivida porque en ella tenemos una función que cumplir aunque no sea la del protagonista. Una función necesaria para que la sociedad, los que vienen, no se equivoquen demasiado. Es una función pero también es una obligación.

Además los increíbles adelantos de la Medicina moderna nos permiten no solo alargar la vida y su calidad, sino también la de establecer nuevos contactos y relaciones que nos rejuvenecen.

En conclusión, en la vejez como decía Machado, nos llega esa segunda inocencia que da el no creer en nada». Durante la madurez y, sobre todo durante la juventud, se le da excesiva importancia a cosas que no la tienen y ello se comprueba en la vejez y existe también una cierta obligación de transmitirlo así a los que nos siguen. Explicarles, con Calderón de la Barca, que, «toda la vida es sueño y los sueños, sueños son».

Eduardo Serra Rexach, presidente de la Fundación Ortega-Marañón.

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