La venganza de Imaz

Se confunden en el PNV los adversarios de Josu Jon Imaz si suponen que su abandono ha consistido en un episodio inocuo para sus intereses radicales. El todavía presidente del PNV, al arrojar la toalla ante la presión de los duros de su partido, ha desenmascarado la naturaleza extremista y fanatizada de su propia organización. Cuando nada menos que el presidente del Euskadi Buru Batzar renuncia a la posible reelección y dice que abandona la vida política, acosado por el discurso secesionista y obtuso de sus oponentes, está proclamando a los cuatro vientos que el PNV ni es, ni ha sido ni tiene visos de llegar a ser un partido moderado. Los líderes nacionalistas han sido los grandes simuladores de la reciente historia de España, por la que han pretendido transitar como demócratas de primera ley, pragmáticos y pactistas. La realidad es bien distinta, y el fracaso de las tesis tácticas -no estratégicas- de Imaz les descubre en sus auténticos perfiles. El PNV sigue siendo un movimiento -no tanto un partido- al servicio de un mesianismo étnico y nacional acuñado -sin que se haya alterado en una coma- por su fundador, el delirante Sabino de Arana y Goiri. Imaz ha enviado un mensaje inequívoco a la sociedad vasca y al conjunto de la española: este PNV es inmanejable desde propuestas realistas y sólo resulta gobernable en la sobreexcitación sentimental de sus aspiraciones y en la recreación constante del enemigo exterior como aglutinante del legado aranista.

De esta forma, Josu Jon Imaz -no menos nacionalista que Eguíbar o Arzalluz, pero más ilustrado que éstos y a enorme distancia intelectual del lendakari Ibarretxe, un auténtico iluminado- consuma toda una venganza contra los que le han impedido continuar su gestión, a los que ha estigmatizado como radicales y extremistas. Pero su abandono ha causado más daños colaterales al PNV: al resignar su cargo antes de la posible reelección, Imaz ha roto el esquema de funcionamiento y relación entre el Gobierno autonómico y el propio partido. En el País Vasco hasta ahora ha mandado siempre la ejecutiva «nacional» del PNV, siendo el Ejecutivo de Vitoria un mero instrumento de la organización. Garaicoetxea fue expulsado en 1986 -creó de inmediato Eusko Alkartasuna- porque quiso invertir la subordinación del Gobierno al partido, y Ardanza fue despedido destempladamente por las decisiones autónomas que adoptó y que no fueron del gusto ni de Arzalluz ni del EBB. Y así ha venido sucediendo desde siempre en el PNV, y en esta distribución de funciones consistía la denominada bicefalia. Imaz ha quebrado ese esquema y, sin pelearse en unas elecciones internas que hubiesen sido muy reñidas, ha dejado que el partido quede a merced de la presidencia del Gobierno vasco encarnado en Ibarretxe, que dirige un gobierno en el que Izquierda Unida y Eusko Alkartasuna han osado desafíar al jefe de filas peneuvista. Nunca se vio tal cosa en la larga historia del Partido Nacionalista Vasco. A tal punto no se ha visto, que bien puede afirmarse que el abandono de Imaz propicia una auténtica crisis de identidad en la organización, cuyos dirigentes, consternados, no aciertan a articular en público un discurso coherente.

Puede que el que sustituya a Imaz sea su conmilitón Íñigo Urkullu, actual presidente de la ejecutiva vizcaína del PNV, pero de ser así, como parece, la sartén la tiene y la tendrá por el mango la tripleta formada por Ibarretxe, Eguíbar y Arzalluz, a los que -de perdidos al río- no les importaría romper el partido con tal de imponer sus tesis, que siguen siendo las que condujeron al PNV a pactar en Estella en 1998 con la banda terrorista ETA en compañía de los sindicatos abertzales LAB y ELA-STV. El tiempo en el País Vasco se mantiene detenido desde hace décadas, y su vida pública es circular porque los acontecimientos se repiten ad nauseam. Cuando Imaz en su carta de despedida advierte a sus correligionarios que «el mundo está cambiando aceleradamente», o que «conceptos como el del estado-nación, soberanía o independencia adquieren hoy tintes necesariamente diferentes de lo que en el pasado representaban», está delatando que la progresión intelectiva y teórica en el nacionalismo vasco es literalmente nula porque la necesidad de propugnar tan básicas afirmaciones se corresponde con un nivel de fanatismo nacionalista todavía impermeable al signo de nuestro tiempo. En otras palabras: el actual PNV no tiene solución porque en el primer intento de racionalizar su política mediante un discurso algo más sereno que el anterior y ajustar su praxis política a una tímida transversalidad han emergido la regresividad, la introspección y la apropiación del poder, que son las características permanentes de un nacionalismo que nunca ha dejado de ser radical y asilvestrado en sus peleas internas y externas.

Imaz, al marcharse, sea como resultado de un pacto o de su hartazgo personal, ha enseñado de manera indubitada esas miserias peneuvistas que otros llevamos décadas denunciando y que no se han combatido por los demás partidos políticos y el entero sistema constitucional de 1978. El PNV no ha sido leal a la democracia española actual, como no lo fue a la II República, y antes, a la Restauración. Anticonstitucionalistas -el PNV se ampara en la tradicional foral, ruralista y arbitraria-; éticamente ambiguos ante el terrorismo de ETA, que contextualiza en un supuesto «conflicto» con España; egoístas en la succión de recursos al conjunto nacional y desestabilizadores de la convivencia española, los nacionalistas vascos siguen instalados en los mitos y leyendas reactivos de su fundador y utilizan un argumentario victimista y tramposo para, además de perpetuarse en el poder, aparecer siempre como acreedores y jamás como deudores de una nación y de un Estado a los que aborrecen. Y cuando alguien -su propio presidente- les dice que están fuera del tiempo histórico, que la pluralidad vasca convierte en ensoñación su independentismo, que el mundo marca pautas contrarias a su patrimonio sentimental y mítico, le hacen la vida imposible y terminan por echarle. Se han retratado e Imaz ha captado la imagen de su anacronismo para la posteridad.

Aunque sólo fuera por lo que acabo de referir, Imaz habría prestado un buen servicio a la democracia. El todavía presidente del PNV, sin embargo, no alcanzó nunca el nivel atribuible a un reformador porque renunció de antemano a sanear el adoctrinamiento nacionalista y se limitó a introducir discursos con énfasis diferentes y ritmos distintos a los habituales. No abordó en ningún momento los remedios al mal del nacionalismo, que es el de su origen viciado en un sentimentalismo negativo y un sistema de complejos colectivos -de superioridad en unos casos, de inferioridad en otros- que ha dado como resultado la frustración constante de la militancia.

El PNV no tiene nación en el País Vasco porque carece de contemporaneidad para inocular en una mayoría apabullante de ciudadanos el segregacionismo balcánico. El partido que fundara Sabino de Arana y Goiri es, en términos históricos, un fracaso, un fiasco: es la organización política que rige un País Vasco -lleva haciéndolo casi treinta años- que es el único escenario occidental en el que se mata y se muere por la idolatría nacionalista. El PNV es un partido inútil, y la carta de Imaz -una venganza refinada- lo relata de forma oblicua pero inequívoca.

José Antonio Zarzalejos, director de ABC.