La venganza del kinetoscopio

Las historias del cine nos cuentan que antes de 1895, fecha oficial de la invención del cinematógrafo, la factoría Edison había patentado la película, el proyector y la cámara, pero cometió el error de meter el cine en una caja para la visión individual de los espectadores. Esa caja se llamaba kinetoscopio. La factoría Lumière, en cambio, pensó el cine como un sistema de proyección pública, consiguió que su cinematógrafo triunfara por el mundo y se convirtiera en un notable precursor de la sociedad del espectáculo.

Si observamos el destino del cine en el siglo XXI nos encontraremos con la paradoja de que, en los últimos años hemos asistido a lo que podríamos definir como la venganza del kinetoscopio. El modelo de cine proyectado en las salas atraviesa actualmente una situación de crisis, ya que todo el mundo se encuentra conectado a sus peculiares kinetoscopios llamados televisores, home cinema, ordenadores portátiles o a los aparatos de tecnología móvil. ¿Supone este triunfo del kinetoscopio el fin del cine como exhibición pública? ¿Cuál es el futuro de la sala en un mundo en el que la pantalla cinematográfica convive con otras múltiples pantallas?

Si analizamos la situación, veremos que todo empezó en el momento en que el lugar del cine como ocio y espectáculo dio paso a las salas situadas en los centros comerciales. Las grandes salas que proyectaban programas dobles para toda la familia se convirtieron en multicines perdidos en los nuevos pasajes benjaminianos establecidos por la sociedad de consumo. El cine pasó de ser un entretenimiento de las tardes del domingo a ser un objeto de consumo cercano al supermercado. A partir de ese momento, las cosas empezaron a cambiar.

Los exhibidores apostaron por un modelo único de público para el que el acto de ir al cine no sólo implicara el pago de una entrada, sino también el consumo en la franquicia, en el fast food y la compra de cajas de palomitas para toda la familia. Los múltiplex marginaron a un público adulto que no se sentía cómodo formando parte de un negocio que había descubierto que la oferta más rentable eran las producciones para adolescentes. El gran error de los exhibidores consistió en no considerar que en la nueva coyuntura no había un público, sino múltiples públicos heterogéneos. La idea del cine como oferta cultural fue considerada caduca para los expertos en marketing, mientras que un amplio público prefirió ver el cine en casa. Primero se abonaron a los canales televisivos de pago, de los que desertaron cuando descubrieron que la oferta del DVD les permitía elegir a voluntad y poder ver en su kinetoscopio las películas en versión original que no proyectan muchas salas, con una calidad de imagen y sonido nada desdeñable. La irrupción del cine en el formato doméstico ha sido más importante que los cambios producidos en los ochenta con la irrupción del vídeo, ya que el acto de ver ha estado acompañado del fetichismo del tener, de poder coleccionar todo tipo de películas y de poseer en casa todas las obras de culto. La nueva cinefilia, por ejemplo, ya no considera las salas su arcadia perdida. Su obsesión es la acumulación en casa de todas las obras.

Actualmente, cuando hablamos de crisis de la exhibición no es porque nos encontremos al inicio de esa anunciada agonía del cine, hoy estamos viviendo un proceso de metamorfosis y transformación del audiovisual en el que el cine ocupa un lugar periférico frente a las nuevas formas de difusión. El público adolescente para el que se crearon los múltiplex prefiere ver sus películas en sus ordenadores, mientras que el público adulto ha optado por convertir sus salas de estar en pequeños espacios para la exhibición. El cine ha pasado de ser un espacio de excepcionalidad a convertirse en parte de la cotidianidad, en un entretenimiento perfectamente insertado en la vida doméstica que ocupa una parte esencial de nuestro tiempo libre.

Hoy existen más películas y más canales de exhibición que nunca. El público consume numerosos relatos audiovisuales, pero no lo hace forzosamente en las salas, sino en las múltiples pantallas que le proporciona el mercado. Todo acompañado de un proceso de envejecimiento de los medios tradicionales, como la televisión generalista. Quizás el futuro de las salas pase por inventar nuevas formas de excepcionalidad y por apuntarse a lo que podríamos definir como la cultura del acontecimiento. ¿Por qué los festivales de cine se multiplican, están llenos a rebosar de público y, en cambio, las salas se vacían? ¿No será porque el espectáculo necesita vender excepcionalidad para poder sobrevivir? Quizás la cuestión esencial estribe en apartar el cine del supermercado, en recuperar su espacio perdido de comunicación y buscar un nuevo lugar de ubicación dentro de esa cultura del espectáculo de la que fue desterrado de forma injusta.

Ángel Quintana, profesor de historia y teoría del cine en la Universitat de Girona.