La verdad como castigo

Ignacio Camacho (ABC, 06/05/04).

La democracia, en cuanto régimen de opinión pública, es un sistema de transparencia moralincompatible con ninguna clase de miedo a la verdad. El carácter terapéutico de la mentira, defendido con cinismo por una escuela pragmática de raíces maquiavelianas, carece de sentido en unas sociedades modernas que han hecho de las tecnologías de la información su principal rasgo de desarrollo. El contrato democrático entre electores y elegidos se basa en un depósito de confianza que sólo puede sostenerse desde la honestidad, la veracidad y la coherencia, de tal modo que, aunque quepa admitir la existencia de ciertos secretos de Estado necesarios para la preservación de la seguridad nacional, estos han de ser restringidos a la mínima expresión y jamás utilizados para la cobertura de intereses particulares o sectarios.

Los atentados del 11 de marzo en Madrid, con su macabra y devastadora secuela de casi 200 muertos y 1.500 heridos, pertenecen a esa clase de acontecimientos cruciales sobre los que una nación tiene el derecho de conocer toda la verdad, y los responsables públicos el deber de averiguarla y hacerla saber. Casi dos meses después de aquella jornada tan trágica como decisiva, el número de incógnitas, dudas razonables, puntos oscuros y enigmas que rodean los hechos y sus circunstancias es mucho mayor que el de las certezas, y la información que se conoce a cuentagotas, salpicada en los medios de comunicación y entreverada de intoxicaciones, contribuye mucho más a incrementar los primeros que a despejar las segundas.

Toda la urgencia que sacudía a quienes, en las horas previas a las elecciones del 14 de marzo, gritaban aquello de «queremos votar sabiendo la verdad», parece haber desaparecido de la escena pública una vez sustanciada la alternativa de poder. Somos muchos los españoles, sin embargo, que seguimos queriendo saber la verdad después de haber votado, y que no nos conformamos con las migajas inconexas que se nos suministran desde los centros de decisión, ante la manifiesta debilidad de algunas versiones y la mínima consistencia de ciertos argumentos.

Aunque los políticos en ejercicio tienden casi por inercia a encastillarse en el tópico de que lo urgente es mirar hacia el futuro, en aquellos convulsos tres días de marzo ocurrieron en España demasiadas cosas, y demasiado trágicas, para que acaben sepultadas bajo confusos mantos de conveniencia y olvido. Un olvido que ofendería, en primer lugar, la memoria de las víctimas, y que, en segundo término, supondría despreciar la capacidad de una sociedad democrática para analizarse a sí misma y enfrentarse, si es menester, a sus peores demonios colectivos.

La ciudadanía española tiene derecho, y también obligación, de saber qué pasó entre el 11 y el 14 de marzo. Por qué el Gobierno en funciones se aferró a la tesis de la autoría de ETA y la mantuvo pese al crecimiento abrumador de los indicios. Por qué o con qué argumentos objetivos se asentó esa tesis falsa en los cuerpos policiales y de información encargados de las pesquisas inmediatas a los atentados. Por qué ciertos círculos políticos y medios de comunicación dispusieron de información paralela a la del Gobierno, y con qué intención y por quiénes les fue suministrada. Cómo se llevó a cabo la investigación en los momentos posteriores a la tragedia, cómo se pudo confundir en la inspección sobre el terreno el tipo de explosivo utilizado -una pista esencial para especular sobre la autoría-, por qué se destruyeron algunas mochilas bomba y se salvó otra, quién tomó las decisiones clave en esos instantes de enorme tensión. Qué papel desempeñaban en la trama de los islamistas detenidos algunos confidentes de los cuerpos de seguridad, qué clase de vigilancia se ejercía sobre elementos sospechosos de cuyas andanzas tenían constancia diferentes policías europeas, qué medidas se habían tomado para prevenir un ataque integrista musulmán a la vista de su creciente actividad en España, detectada por varios jueces de la Audiencia Nacional. Y en qué circunstancias se produjo el suicidio colectivo de los presuntos responsables de la célula terrorista, en el célebre piso de Leganés, con cuya voladura se cerró, prácticamente, cualquier posibilidad de conocer los detalles del atentado.

Todas estas cuestiones, y muchas más, han dejado en la opinión pública española una patente sensación de duda, una insatisfecha suspicacia, un razonable recelo. La pesquisa judicial deberá aclarar los aspectos relacionados con la responsabilidad criminal del ataque, pero existe una zona de sombrasobre la que sólo las instituciones políticas pueden arrojar la luz imprescindible.

En democracia, las zonas tenebrosas casi siempre se corresponden con ese ámbito lúgubre y sombrío que alguien definió como las cloacas del Estado. Un espacio opaco a la legalidad en el que se mueven especialistas en manejos turbios cuyo trabajo, a veces imprescindible para la seguridad general, se confunde en otras ocasiones con el de los delincuentes con los que entablan una proximidad demasiado permeable. El papel de esos elementos en torno al 11-M -antes, durante y después de las bombas- debe ser investigado y esclarecido, al igual que la actuación de todas y cada una de las fuerzas e instituciones políticas y sociales que participaron en la enorme convulsión desencadenada por la masacre. Las elecciones del 14 depuraron la responsabilidad política por la gestión manifiestamente incompetente de la información de la matanza, pero existen otras responsabilidades cuyo alcance sólo puede determinar una investigación en tiempo y forma.

En España, descartado el modelo anglosajón de comisión independiente que acaso sería en esta ocasión el más indicado, la única fórmula posible para alcanzar el grado más aproximado de verdad disponible es la comisión parlamentaria de investigación que, a diferencia de las comisiones de estudio, dispone de capacidad imperativa de comparecencia y de la potestad deemitir conclusiones. El riesgo de que esa comisión acabe como correlato de la mecánica parlamentaria, tiñendo de apriorismos partidistas sus posibles resoluciones, es mal menor ante la necesidad de habilitar un mecanismo capaz de provocar la catarsis pendiente desde la mañana en que estallaron los trenes de la muerte.

Ése es el único camino. Tiene el riesgo de propiciar un linchamiento del Gobierno saliente, de abrasar de sospecha al Gobierno entrante o de poner eventualmente en solfa a responsables de las fuerzas de seguridad. La investigación es una caja de Pandora que acaso ya no pueda cerrarse una vez abierta, y que puede desembocar ante un espejo de miserias en el que sea difícil reconocer la imagen de un sistema democrático sólido. Pero la alternativa es la ignorancia voluntaria, los ojos cerrados, la venda en la conciencia. La alternativa es creer por conveniencia que unos desharrapados delincuentes de poca monta provocaron sin que nadie les estorbara la mayor matanza terrorista de Europa y cambiaron por su cuenta el signo de la Historia de España.

Por eso, y por los 200 muertos, es menester saber pase lo que pase. Caiga quien caiga. A sabiendas, incluso de que, como dijo el clásico, quienes buscan la verdad merecen el castigo de encontrarla.