La verdad de las víctimas

Por Mikel Buesa, Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid (ABC, 08/08/06):

En la vorágine de los acontecimientos que de manera confusa se han ido amontonando unos sobre otros a lo largo de los últimos meses, restando claridad al juicio y entretejiendo una historia de ocultación y mentira, es llegado el momento en el que debe reflexionarse acerca de la verdad de las víctimas del terrorismo. Quienes han asumido la conducción de esa historia, han procurado confundir a los ciudadanos adoptando una actitud de simulado respeto a los que hemos sufrido el zarpazo de la violencia, a la vez que descalificando nuestra capacidad y lucidez para ser partícipes de una política conducente a la derrota de ETA. Y, sin embargo, somos nosotros y no ellos los que poseemos esa sabiduría que todos quisiéramos no haber adquirido, pero que nos ha otorgado la experimentación del dolor. «El sufrimiento -como dejó escrito Dzevad Karahasan en su diario sobre Sarajevo- es una forma importante de conocimiento»; un conocimiento que nos hace conscientes de la ilimitada profundidad de la maldad humana, y que nos señala que ésta puede acabar impregnando a las instituciones, la política y la vida cotidiana hasta sus más apartados rincones.

Nuestra tarea -el quehacer al que nos impele haber sido testigos de la radicalidad del Mal- es reclamar la memoria y el duelo. Pretendemos la memoria porque sabemos que las víctimas abatidas por la violencia política lo fueron sin culpabilidad alguna que les hiciera merecedoras de tan injusto castigo. Su sacrificio fue la consecuencia de una pretensión totalitaria cuyo objetivo no era otro que el de someternos a todos al dictamen de una minoría nacionalista fanatizada por la exaltación de su identidad. Y, por ello, nuestra memoria ha de ser la palanca que empuje a la sociedad española a redescubrir que la verdadera libertad no es la que nos hace homogéneos, la que nos confunde a todos y nos ahorma en un único corsé identitario, sino la que podemos compartir con los demás, con esos otros seres humanos que son otros porque, cabalmente, no son como nosotros, no piensan, ni creen como nosotros, ni aman, ni desean lo mismo que nosotros.

La memoria es exigencia de reconocimiento acerca del daño inflingido. Reclamamos de los poderes públicos un reconocimiento que, yendo más allá de proclamas retóricas, asigne las cuotas de culpabilidad que correspondan a las personas e instituciones que han planificado, ejecutado, justificado o encubierto la violencia. Por ello, no puede admitirse que una mera suspensión temporal de ésta se considere como una justificación suficiente para tolerar o legalizar a partidos que, como Batasuna, se han implicado en el terrorismo. Tampoco es aceptable el manto de olvido que se está tendiendo sobre las múltiples complicidades del nacionalismo institucional con ETA; ese nacionalismo que ha coadyuvado a la extensión y justificación de la violencia, que ha procurado medios financieros a las organizaciones del entorno terrorista, y que, en todo momento, ha pretendido extraer réditos políticos del miedo que se ha extendido sobre la sociedad vasca. Y menos aún es tolerable que a las víctimas se nos exija una reconciliación claudicante que excluye la verdadera pacificación de las relaciones sociales; esa pacificación que, al emerger de la culpa admitida, rompe de manera lenta y paulatina el ciclo de la violencia política, y que requiere, seguramente, el esfuerzo de toda una generación para que la historia que nos ha tocado vivir no pueda volver a repetirse.

El duelo es justicia y reparación. La reivindicación de justicia está para nosotros llena de radicalidad. Si no hubiera sanción penal para los responsables de tantos delitos, si no hubiera castigo, entonces esos crímenes imprescriptibles -que lo han sido no sólo contra tal o cual persona, sino también contra la humanidad- quedarían impunes; y la impunidad es insoportable para todos. ¿Cómo podría edificarse, sin justicia, una sociedad en la que no pueda darse cabida a la tentación del Mal? El Mal no merece premio ni puede ser recompensado con el ejercicio del poder. De la misma manera, el sufrimiento que ha provocado no puede ser la excusa para construir sobre él una venganza cuya única función sería la de perpetuarlo. Por ello, en una sociedad verdaderamente democrática no puede haber perdón para los que han ejercido el crimen con una finalidad política, para los que le han hurtado al Estado el legítimo ejercicio de la violencia. La sociedad democrática no puede perdonar a los terroristas sin socavar sus propios cimientos. Por tal motivo, no cabe el perdón en un sentido jurídico, aunque sí pueda haberlo con un significado moral. Las víctimas, en un acto libérrimo inducido por sus convicciones éticas o religiosas, pueden perdonar el agravio sufrido; pero también pueden negarse a hacerlo sin que quepa ningún reproche a su decisión. Ésta les es privativa, de manera que no sería lícito que nadie -y menos aún el Gobierno- hablara o actuara en su nombre. Además, las víctimas de los crímenes irreparables, las que se han visto sometidas a un silencio inapelable, desde el nicho que alberga sus restos nunca podrán perdonar.
La justicia necesita que las penas, tanto cuando privan de libertad al reo, como cuando le sustraen sus derechos políticos, sean cumplidas en su integridad. Pues, si como tantas veces ha ocurrido en España esas penas se ven horadadas por unos beneficios penitenciarios heredados del viejo régimen autoritario que, además, con demasiada frecuencia se han concedido fraudulentamente, entonces no se realiza la justicia que anula la venganza y edifica la sociedad democrática. Y necesita también la reparación material y moral hacia las víctimas; una reparación que expresa el reconocimiento de la deuda contraída con quienes han experimentado un sufrimiento incomprensible, un agravio injustificable.

El duelo es así un corolario de la memoria, de la verdadera historia que hemos vivido y que nos ha traído hasta aquí. Si nuestra reivindicación de justicia cayera en el olvido, si fuera silenciada, enterrada bajo la losa de una pacificación condescendiente con los que tratan de extraer algún rendimiento político del terrorismo nacionalista, entonces se estaría escribiendo una historia falsa, atenta únicamente al cínico interés de los que, por el mismo motivo, estarían ostentando ilegítimamente el poder. Las sociedades democráticas se enfrentan en ocasiones a enemigos que pueden llegar a destruirlas. Cuando ello ocurre, los ciudadanos hemos de encarar los riesgos con lucidez y, sin mirar para otro lado, sin dar albergue a la cobardía, hemos de exigir a los Gobiernos que salvaguarden los verdaderos valores que dan sentido a nuestro sistema político; pues, como en el proceso de Nuremberg proclamó el magistrado Dan Haywood, «un país... es aquello que se defiende; ... quede constancia, por ello, ante el mundo, de nuestra decisión de que esto es lo que defendemos: la justicia, la verdad y el valor de cada ser humano».