La verdad de Pío XII

El pasado 2 de marzo, por una decisión del Papa Francisco, el Vaticano ha adelantado en el tiempo la apertura de los archivos de la Santa Sede correspondientes al pontificado de Pío XII, permitiendo así a los historiadores y a los investigadores conocer los entresijos de la posición y postura de la Iglesia Católica durante un periodo histórico tan proceloso como el que abarca el papado de Pío XII, de 1939 a 1958, años de la II Guerra Mundial y de una dura y tensa postguerra, que fue definida como «la guerra fría».

El Santo Padre tuvo que preservar a los católicos de la amenaza y la persecución sucesiva de las dos ideologías mas criminales de la historia moderna, el nazismo y el comunismo, a la vez que en todo momento trasladó al mundo en sus discursos un alegato apasionado en favor de la paz y en defensa de los valores morales de la civilización cristiana.

Esta evidente e indiscutible actitud papal fue negada a partir de la década de los años 50 del pasado siglo por la propaganda comunista que se centró en desprestigiar al Papa, acusándolo de colaboracionismo con el nazismo al no denunciar el holocausto del pueblo judío bajo el régimen de Hitler.

La causa de esa campaña fue la denuncia pública que Pío XII hizo de la persecución criminal a la que estaban siendo sometidos los católicos de los países comunistas, con cardenales, obispos y sacerdotes encarcelados o internados en campos de concentración, el culto prohibido, los templos cerrados o incautados y muchos fieles torturados o asesinados. El cardenal húngaro Mindszenty, el cardenal yugoeslavo Stepinac, el cardenal ucraniano Slipyl o el cardenal rumano Hissu, fueron el vivo testimonio de aquella cruel persecución que llevó al Papa a calificar como «la iglesia del silencio» a todos los católicos sometidos al yugo comunista.

La injusta y falsa acusación contra el Papa ha llegado hasta el presente y con ocasión de la apertura del «Archivo Apostólico», hoy ya se especula con la posibilidad de poder encontrar las pruebas que demuestren el silencio cómplice del Sumo Pontífice con el exterminio del pueblo judío llevado a cabo por el nazismo. Nada más lejos de la realidad y el hecho de reabrir la duda o la sospecha sobre la conducta del Papa Paccelli en esta cuestión es manipular la verdad de la historia, algo en lo que son maestros los comunistas y sus compañeros de viaje.

No podemos olvidar que la primera y casi única condena del ideario nazi, la realizó la Iglesia Católica en el pontificado de Pío XI, con la promulgación el 14 de marzo de 1937 de encíclica «Mit brennender sorge» (Con viva preocupación) documento del que el futuro Pío XII, el Cardenal Eugenio Paccelli, entonces secretario de Estado, fue el redactor definitivo. La encíclica se leyó en todas las iglesias alemanas pocos días después, el 21 de marzo de 1937, domingo de Ramos, provocando la ira de Hitler, ya que en el documento papal se denunciaba el racismo y el desprecio a los valores éticos en defensa de la vida, que la ideología nacional-socialista propugnaba. El ministro de propaganda Goebbels ordenó que ningún medio de comunicación hiciese referencia al escrito pontificio. Sorprendentemente, la valiente postura del Vaticano no encontró el más mínimo eco entre los gobiernos de todo el mundo, que sí guardaron un cobarde silencio, mantenido como veremos más adelante, incluso cuando años más tarde se tuvo conocimiento de los asesinatos en masa de los judíos, un silencio al que curiosamente nunca nadie se ha referido y menos condenado, a diferencia de las malintencionadas interpretaciones sobre la actitud del Soberano Pontífice. No hubo en la Iglesia Católica tal silencio complaciente, sino al contrario, una actitud de amparo y protección hacia los judíos durante toda la guerra, sin verbalizar una dialéctica de confrontación para evitar poner en peligro la seguridad de los católicos, cuyas vidas eran utilizadas como rehenes en la estrategia de los nazis para ocultar sus crímenes. Y así fue en efecto. En la Holanda ocupada la jerarquía de la Iglesia amenazó a las autoridades alemanas con denunciarlas si no ponían fin a su persecución de la población judía. El comisario del Reich, Seys-Inquart, condenado a la horca como criminal de guerra en los juicios de Nuremberg, replicó que los judíos conversos al catolicismo, hasta entonces respetados, sufrirían represalias de producirse la condena eclesial. El cardenal Primado, Johannes de Jong, arzobispo de Utrech, con el acuerdo del resto de los obispos holandeses, ordenó leer en todas las iglesias el 26 de julio de 1942 un documento denunciando los asesinatos y deportaciones que sufrían los judíos.

La respuesta de los nazis fue inmediata. Más de 42.000 judíos conversos fueron confinados y enviados a los campos de exterminio. Algunas fuentes cuantifican en 90.000 las víctimas de la vengativa razzia alemana. Al conocer la noticia, Pío XII confesó a un grupo de cardenales encabezados por monseñor Tardini, que le aconsejaban denunciar el Holocausto, que si la intervención del episcopado holandés había causado una venganza de más de 40.000 muertos, una denuncia del Papa llevaría a la persecución de cientos de miles de católicos en toda la Europa ocupada y en la propia Alemania. Desde el Vaticano se dio la orden de que iglesias y conventos sirvieran de lugar de asilo y refugio a los fugitivos judíos y el propio Romano Pontífice supervisó la operación en Roma, incluso acogiendo en las instalaciones del Palacio Pontificio de Castelgandolfo a centenares de judíos, dándose la circunstancia de que varias asiladas dieron a luz en las habitaciones papales.

Siendo yo embajador cerca de la Santa Sede, en la iglesia de San Carlo alle Quattro Fontane, perteneciente a la Orden de los Trinitarios Descalzos españoles, tuve la oportunidad de ver los sótanos donde estuvieron escondidas numerosas familias judías, conservándose incluso el letrero que en la fachada anunciaba que el recinto estaba amparado por la Embajada de España. La mejor prueba del feliz resultado de la iniciativa papal fue el hecho de que de los 12.100 judíos censados en Roma en 1939 al inició de la guerra, sobrevivieron 10.978, una proporción que no se logró en ningún otro lugar. Los nazis tan solo lograron deportar a 1.022 judíos de los que sobrevivieron 16. Llevado de su odio al Pontífice, Hitler encomendó al general de las SS, Karl Otto Wolf, un plan para secuestrar al Papa y llevarlo como rehén a Alemania, orden que Wolf consiguió eludir, pero de la que se tuvo conocimiento en el Vaticano. Aconsejado por su íntimo colaborador, el entonces monseñor Montini, futuro Pablo VI, Pío XII redactó una carta de abdicación y dejó indicado si era secuestrado que el cónclave para la elección de nuevo Papa se celebrase en Lisboa, aprovechando la neutralidad de Portugal y su condición de país católico.

Esta actitud de la Iglesia contrasta fuertemente con el silencio culpable de los gobiernos aliados, que tuvieron pruebas fehacientes de la barbarie nazi. El OSS, servicio de inteligencia de los E.E.U.U. reunió pruebas suficientes del holocausto, que sacerdotes católicos y refugiados judíos facilitaron a diplomáticos estadounidenses en Berna. El rabino Stephen Wise, presidente del Congreso Mundial Judío, se las entregó personalmente al presidente Roosevelt, pero nada se hizo, incluso cuando hacía el final de la guerra se pidió a los aliados que en su política de bombardeos masivos sobre Alemania, arrasaran el campo de exterminio de Auschwitz. De todos es conocido como al final de la guerra el gran rabino de Roma, Israel Zolli, convertido al catolicismo, tomó el nombre de Eugenio en honor del Papa. O como el senador Isaías Levi, a su muerte, agradecido al Pontífice, legó su palacio a la Santa Sede, que hoy es la sede de la Nunciatura ante Italia. O como el gran rabino de Jerusalén, Isaac Herzog, envió al Papa una bendición especial, o como al fallecimiento de Pío XII la primera ministra de Israel, Golda Meir, dijo: «La voz del Papa siempre se elevó a favor de las víctimas del martirio que se abatió sobre nuestro pueblo».

Como afirmó el Papa Francisco al anunciar la apertura de los archivos: «La Iglesia no tiene miedo a la Historia, al contrario, la ama».

Francisco Vázquez es embajador de España.

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