Cuando la gente y los países negocian, suelen referirse a sus intereses como si fueran las únicas cuestiones que podrían propiciar un acuerdo. Al emitir su veto en la cumbre de la UE en diciembre en Bruselas, el primer ministro británico, David Cameron, dijo: “Lo que se ofrece no está dentro de los intereses de Gran Bretaña, de modo que no lo acepté”, como si el acuerdo hubiera dependido exclusivamente de si se satisfacían o no sus intereses.
Tal vez alcanzar un acuerdo nunca fue el objetivo de Cameron. Si bien los resultados “donde todos salen ganando” cada vez más se consideran el objetivo máximo de toda negociación, ¿qué sucede si las partes negociadoras plantean un resultado donde todos ganan pero que, en realidad, afecta a quienes no participan en las conversaciones o va contra la ley? ¿Qué pasa si el resultado es beneficioso pero contrario a los principios de las partes negociadoras?
Imaginemos que estamos en una mesa de negociación y queremos que la otra parte esté de acuerdo con nosotros. Una estrategia que podría funcionar sería resaltar que el resultado es beneficioso para todos los involucrados. Pero el resultado que proponemos tal vez no sea justo, o realista, o quizás mintamos de manera consciente. Así las cosas, aunque esté basada en intereses, una propuesta de estas características no será aceptada fácilmente.
De hecho, cuando analizamos cuántas cuestiones hay que considerar, resulta obvio que la negociación es un tipo de comunicación que implica mucho más que intereses. Los principios, la moralidad y el simple respeto por la verdad guían un acuerdo tanto como los intereses.
Algunos dirían que los negociadores exitosos requieren sólo tacto –la capacidad de usar principios para ocultar los verdaderos intereses propios–. Si esto fuera así, EE.UU. estuvo acertado cuando declaró la guerra a Iraq a partir de la amenaza planteada por el régimen de Sadam Husein. Pero hoy la opinión generalizada sostiene que la manera en que Estados Unidos negoció entrar en guerra fue un error –un error que le costó una enorme credibilidad como socio negociador.
Por cierto, EE.UU. suele defender principios elevados, como la libertad y la democracia, y los incorpora exitosamente en su política exterior. Al defender la ayuda económica a Europa tras la Segunda Guerra Mundial, el general George C. Marshall, entonces secretario de Estado, ofreció un discurso inspirador en el que sostenía que la política estadounidense no está dirigida contra “ningún país o doctrina, sino contra el hambre, la pobreza, la desesperación y el caos”. El plan Marshall tenía que ver tanto con los principios como con proteger los intereses estadounidenses.
Aunque la retórica del Gobierno de Cameron parezca estar centrada en “intereses”, sus posiciones de negociación también reflejan principios más elevados, como sucede con las de otros países. La ONU y otras organizaciones dan testimonio del compromiso de los países con los principios de justicia y solidaridad, y con su voluntad de dejar de lado sus agendas acotadas para servir a causas más nobles. La negociación debería abordar estas causas tanto como los intereses.
Nada de esto pretende negar que los intereses, después de todo, efectivamente tienen un papel en las negociaciones, o que los intereses puedan afectar la moralidad. Emmanuel Kant opinaba lo contrario –que la moralidad debería estar libre de intereses no universales–. Pero Jürgen Habermas sostiene que las normas morales son válidas siempre que la gente las acepte libremente después de haber considerado las consecuencias de su puesta en práctica para satisfacer intereses. Por supuesto, la consideración de intereses significa simplemente eso: se deben tener en cuenta; no se tienen que satisfacer en su totalidad.
En algunos casos, la defensa de intereses por sí sola podría parecer apropiada –por ejemplo, en ciertas transacciones comerciales–. Cuanto más complicada una negociación, más difícil resulta ignorar cuestiones complejas como valores y normas o la importancia de ser sincero. Como decía Aristóteles: “Aquello que es verdad y mejor naturalmente es siempre más fácil de demostrar y más factible de persuadir”. El no ofrecer argumentos y razones apropiados para una posición negociadora podría llevar a una interrupción de la comunicación entre las partes.
Si las negociaciones necesitan una argumentación apropiada de este tipo, seguramente tiene sentido que muchas diferencias se resuelvan fuera del contexto de las negociaciones. De la misma manera, ciertas negociaciones no son en absoluto negociaciones, sino que se las entiende mejor como procesos de extorsión y chantaje.
En el mundo globalizado, la verdadera negociación es necesaria. Los países y los pueblos forman una red interconectada de intereses que no se pueden desentrañar fácilmente ni satisfacer de modo aislado. Resolver las disputas requiere principios aceptados mutuamente que guíen el modo en que interactúan individuos y países. La negociación es el camino hacia una resolución exitosa de los conflictos, pero se debe hacer según las reglas básicas de una comunicación verdadera y abierta.
Los países y los pueblos deberían dejar de debatir los intereses que suelen dividirlos y empezar a discutir los principios que los unen. Siempre que la comunicación se lleve a cabo de manera sincera y con respecto por los valores, las normas y los hechos objetivos, las negociaciones podrán alcanzar un consenso y un acuerdo.
Por Alexios Arvanitis, investigador de la Universidad Panteion de Atenas.