La verdad. Toda la verdad

España superaba los 400.000 contagios de coronavirus, y el número de fallecidos por Covid-19, según datos del Ministerio de Sanidad a 24 de agosto, era de 28.872. Las cifras son alarmantes, y más que lo serán cuando la población pueda saber la verdad, toda la verdad, de estos tiempos desoladores para decenas de miles de personas que han sufrido y sufren por la enfermedad o los miles que han padecido por la muerte de los suyos.

Son múltiples las razones para haber alcanzado estas cifras de campeones, explicadas por médicos e investigadores en la revista «The Lancet» y en otros medios especializados. Pero creo que no debemos ocultar la existencia de comportamientos sociales que podríamos haber evitado, o al menos reducido, si se hubiera informado o explicado con claridad lo que sucede cuando una persona ingresa en un hospital por esta enfermedad.

Algunas campañas para reducir el número de víctimas de tráfico han sido fuertes, desagradables y para cerrar los ojos, pero han creado una conciencia sobre lo que te puede suceder si excedes la velocidad o conduces en condiciones prohibidas. Pues la situación en la que nos encontramos requería algo similar: llamar la atención especialmente de jóvenes y adolescentes sobre lo que les podría pasar o lo que ellos podían producir con ciertas conductas que en los veranos son habituales.

No habría existido desconocimiento para saltarse unas normas bien explicadas, reiteradas y lanzadas por diversos medios de información, especialmente por redes sociales, protagonizadas por los propios jóvenes, y por figuras que despiertan su interés. Los jóvenes habrían merecido una buena y adecuada campaña. Y a un gobierno que gusta de la propaganda no le costaría mucho esfuerzo ponerse a ello.

Pero nada de esto se ha hecho. Lo que sí hemos llegado a saber es que es un virus del que apenas se conocen sus características, del que no se sabe bien cómo se combate, del que tampoco se sabe bien de su transmisión; también sabemos que es más cruel con los mayores, pero que los jóvenes no están exentos y son transmisores del virus.

Hemos visto las fachadas de las residencias de mayores donde la pandemia ha hecho estragos, pero no hemos escuchado a personas internas hablar de su vida cotidiana, de su miedo, de su desgracia o de su buena salud.

Es desagradable decirlo, pero hemos hablado poco o nada de la muerte; de la muerte que llega cuando una siente que está sola, en una cama de hospital donde no puede hablar. Hemos visto salir entre aplausos a personas que han estado más de cien días en cuidados intensivos, pero sólo el personal sanitario ha descrito lo vivido con lágrimas y emoción, como, por ejemplo, hizo la jefa de enfermería del hospital Vall d’Hebron o Fernando Calleja, hermano de José María, en el frío y desangelado acto para honrar a las víctimas en la plaza de la Armería del Palacio Real.

Nada de pedagogía se ha hecho. La «desescalada» ha sido rápida porque había afán de pasar página del drama y hablar lo menos posible de los daños acaecidos. No hemos conseguido escuchar las voces de una comisión de verdaderos expertos, porque no hubo tal comisión, que nos hubiera informado con rigor, realizado recomendaciones y expresado sus dudas y sus certezas. Tampoco hemos escuchado rotundas prohibiciones a manifestaciones de personas que niegan la existencia del virus.

Ha sido, y es lógica, la presión de empresarios para los que el verano es su mejor momento, pero nadie les ha dicho alto y fuerte que abrir establecimientos o no cumplir rigurosamente las normas supondría la vuelta a un tiempo atrás y un posible cierre total.

Escucho a alcaldes y alcaldesas desbordados porque no saben lo que pueden o no pueden hacer. Siento pena por ellos porque están desasistidos y temen que el juez más próximo les corrija y les diga que son unos ignorantes.

Las muertes, hoy en día, se ven constantemente en los vídeos, en las películas, en los juegos de las tabletas, pero los enfermos y las muertes verdaderas, las auténticas, las que suceden ahora en hospitales o residencias de mayores no se muestran porque podrían «dañar la sensibilidad» de los espectadores.

No sé si ha sido, como algunos dicen, afán de quitarse de responsabilidades por parte del Gobierno y dejar que las comunidades autónomas actuaran y se hicieran responsables de sus decisiones. Lo que sí está claro es que aquel «mando único» que se constituyó al comienzo de la pandemia no ha resistido a las presiones, no ha ejercido toda la autoridad que tenía, y no ha explicado que los comportamientos laxos traerían además la ruina económica.

Nos ha faltado valentía, determinación y nos ha sobrado temor a caer antipáticos. Y así hemos alcanzado algo mucho peor: el descontrol de la pandemia, la preocupación de los sanitarios ante lo que temen volver a enfrentarse.

Podíamos haber evitado esta vuelta a cifras de contagios de meses pasados, pero hemos sido débiles y temerosos por no caer antipáticos o no parecer comprensivos. Y por ello hemos renunciado a ejercer esa legítima autoridad. Ante grandes males es frecuente escuchar que el problema es la economía. En este caso el problema es la falta de pedagogía.

Soledad Becerril

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