Cuando a principios de abril –tres semanas después de paralizarse la actividad judicial, excepción hecha de aquellas diligencias que tuvieran carácter urgente– observé que una de las principales actuaciones que se estaban llevando a cabo en los juzgados de Castilla y León era la referente a la atención a los servicios del Registro Civil y, muy especialmente, la recepción de las certificaciones médicas de fallecimiento y la correlativa expedición de licencias o autorizaciones de enterramiento, me sorprendí sobremanera. Los datos oficiales con los que nos obsequiaban los «expertos sanitarios» no invitaban a ser tan alarmistas. Y, sin embargo, desde los Juzgados se nos transmitía la necesidad de aumentar los efectivos por la ingente labor que estaban desarrollando.
Además se nos trasladaban las dificultades que estaban teniendo a la hora de tramitar las licencias por la falta de referencia específica de la patología causante de la muerte en muchas de las certificaciones médicas de defunción.
Eso, además de sorprendente, no dejaba de ser preocupante. Al socaire de un fallecimiento de causa desconocida, el frenético trabajo desarrollado durante estos meses por médicos y jueces, podía encubrir o disimular inadvertidamente, bajo la apariencia de una muerte natural, un fallecimiento de otra naturaleza.
Además, el hecho de ignorar que una muerte concreta era consecuencia directa o, siquiera, mediata, de la terrible pandemia que padecemos, impedía o, cuanto menos dificultaba, la aplicación de los protocolos previstos por la normativa sanitaria o de policía mortuoria sobre inhumación de los cuerpos en casos de infecciones contagiosas con anterioridad al plazo ordinario de 24 horas que determina la legislación del Registro Civil, necesidad que la Orden 272/2020, de 21 de marzo, dictada por el Ministerio de Sanidad había reactivado.
Por eso –y como ya había hecho con anterioridad mi colega castellanomanchego con el buen criterio que le caracteriza–, en el uso de las facultades de inspección que como presidente del Tribunal Superior de Justicia tengo legalmente atribuidas, dirigí una comunicación a los jueces encargados de dichos Registros para que velaran cumplidamente a fin de que las certificaciones de defunción contuviesen las causas de los fallecimientos con el fin de asegurar, en la medida de lo posible, la identificación de las que pudieran derivar de la pandemia o, al menos, de causas que fuesen compatibles con ella y para que recabasen el auxilio de los Institutos de Medicina Legal correspondientes a los efectos de ese esclarecimiento. Además les pedí que me remitiesen los datos de los fallecimientos globales acaecidos en sus circunscripciones territoriales durante los meses de marzo y abril de 2018 y de 2019, y ello con el fin de tener una perspectiva comparativa de las tres últimas anualidades.
Era una manera de que los ciudadanos pudieran conocer de forma real la magnitud de la tragedia y también, cómo no, de auxiliar con lealtad institucional al poder ejecutivo en esa búsqueda de la verdad que, a pesar de estar a su alcance a través de la Dirección General de Seguridad Jurídica y Fe Pública del Ministerio de Justicia, no se conocía.
Al igual que sucedió en la otra Castilla, los datos resultantes han sido demoledores y bien distantes de los que se han barajado hasta ahora. Durante los meses de marzo y abril han fallecido en Castilla y León 8.633 personas –3.672 de ellos a causa del Covid-19 o por causa compatible con el virus–; unas cifras muy lejanas a los 1.700 fallecidos que en nuestra tierra atribuía el Gobierno a la pandemia. Para rubricar esta triste realidad, solamente decir que los decesos inscritos durante esas dos mensualidades de este año duplican las acaecidas en los mismos meses de los años anteriores, en los que la media de fallecimientos se situaba en torno a los 2.300.
Sé perfectamente que gestionar una crisis como la que padecemos entraña una dificultad infinita y no es intención de este artículo de opinión verter crítica alguna contra los encargados de solventarla. Solo pretendo resaltar una verdad que a los españoles les ha sido sustraída hasta este instante para que sean ellos mismos los que saquen las conclusiones adecuadas.
Y reflexionar también sobre la dificultad extrema que supone dirigir una administración, como es la de Justicia, al parecer diseñada en su día con el propósito de que no funcione de manera adecuada, por cuanto en su ámbito de decisión se encuentran implicados, no sólo el Consejo General del Poder Judicial, como sería lo normal, sino el Ministerio de Justicia y, allá donde las competencias se encuentran transferidas, las Comunidades Autónomas. Administración de Justicia a la que se exigirá a partir de ahora que ofrezca una respuesta ágil a los ciudadanos tras el colapso sanitario padecido.
Quien esto escribe, intuyendo la magnitud de la tragedia, acordó cautelarmente la suspensión de las actuaciones judiciales y de los plazos procesales más de 24 horas antes de que el Gobierno de la Nación decretase el estado de alarma y ello con el fin de salvaguardar la salud de todos los servidores públicos que trabajan en Justicia, de los profesionales del derecho y de los propios ciudadanos que se vieran obligados a acercarse a las sedes judiciales.
Pero a día de hoy no alcanzo a comprender que habiéndose vuelto a autorizar desde hace ya más de dos semanas la presentación de escritos en juzgados y tribunales, no se doten a éstos de los medios personales y materiales necesarios para que se pueda dar cumplida respuesta a los mismos. Y, por supuesto, de las medidas de protección necesarias para no exponer a los funcionarios al contagio; medidas que no se han tomado hasta ahora o que se han prestado en cantidad irrisoria. No llego a comprender que en muchas partes de España se pueda estar compartiendo una cerveza en una terraza y que la mayor parte de los negocios o de las dependencias judiciales se encuentren cerradas o prestando servicios mínimos.
La crisis sanitaria ha sido catastrófica y todavía –es cierto– no ha sido conjurada; pero la crisis económica que se adivina tras ella puede significar el fin de muchas de las familias que han sobrevivido a la pandemia. No se alcanza a entender que, a diferencia de lo que sucede en otros países de nuestro entorno que han sido más eficaces en la lucha contra el coronavirus, se alargue un confinamiento que más que limitar la circulación o la permanencia del ciudadano en horas y lugares determinados o de condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos –que éstas son algunas de las medidas a las que autoriza la declaración del estado de alarma–, ha suspendido de modo flagrante –y parece que sine die– alguno de los derechos fundamentales que nos otorga nuestra Constitución, por ejemplo, y para empezar, el de la libertad ambulatoria que nos asiste.
¡Ojalá se alejen todos estos males de nuestra España! ¡Ojalá esta enfermedad devastadora pueda llegar a ser controlada por las autoridades sanitarias! ¡Ojalá pueda resurgir el país de esta parálisis que nos atenaza!
Aunque para las familias de todos los fallecidos –a los que empezaba recordando al comienzo de este artículo y a quienes va dirigido mi más sincero homenaje– nada volverá a ser como antes.
José Luis Concepción Rodríguez es presidente del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León.