La verdad

Usted también ha vivido, como yo, esta situación. Ese momento en el que alguien expone una idea, con mayor o menor habilidad, que uno identifica inmediatamente como equivocada. En el segundo en el que nuestro interlocutor hace la primera pausa para respirar, en nuestro interior se produce una reacción química instantánea. Casi puede sentirse el peso en el interior del pecho, tirando de nosotros hacia abajo, pidiendo la aniquilación inmediata de la idea errónea.

Cuando sucede, el proceso es automático, urgente e inevitable. Lo que pide la parte animal y primitiva de nuestro cerebro es la metafórica cabeza del enemigo en lo alto de una pica, su quema en la hoguera, la deportación a algún país caribeño. Cualquier método para que deje de contaminar el mundo con falacias que se alejan de la verdad.

La verdadLa verdad es, indiscutiblemente, la que nosotros poseemos, atesoramos, guardamos en un cofre plateado envuelta en rico paño y paseamos bajo palio en procesión. La verdad es una, es inmutable, es inmarcesible e inasequible. Está formada, cual wittgensteniano monstruo de Frankenstein, por pedazos inconexos de información que nos ha contado nuestro primo, hemos leído de pasada en el periódico, recordamos a pinceladas de un libro que leímos el siglo pasado y, esencialmente, lo que nos sale de salva sea la parte, que para eso es nuestra. El pronombre posesivo lo obviamos para aliviar el pesado trámite de reconocer que haya otras verdades similares con pronombres posesivos conjugados en segundas y terceras personas (o, aún más oneroso, en segundas y terceras personas del plural).

Poseer la verdad es muy útil y conveniente, porque excusa de la necesidad de escuchar al otro. Concede un cheque en blanco para pontificar, autoriza a la ridiculización del contrario, permite utilizar el tiempo ajeno para preparar mentalmente la propia respuesta y, con el debido entrenamiento, permite mover los músculos del cuello de forma ostentosa de izquierda a derecha, dar un golpe sobre la barra del bar, chasquear la lengua con desaprobación o disparar los ojos al cielo en los momentos adecuados, sin perder el hilo de lo que uno está pensando mientras el otro emite sonidos inarticulados y balbuceantes.

Custodiar la verdad a buen recaudo requiere de altos muros, fosos profundos, guardias enfurecidos, perros hambrientos y vallas electrificadas, que por suerte los prejuicios se encargan de erigir, excavar, pagar, espolear y mantener encendidos.

Alimentar la verdad aconseja abrevar en los mismos ríos que nuestros afines, rodearse solo de aquellos que piensan como nosotros y asentir con incuestionada fuerza ante cualquier manifestación de nuestros propios pensamientos.

Es muy importante, además, que la capa externa de la piel del poseedor sea lo más fina posible para poder reaccionar con espanto, indignación o alarma ante cualquier agresión a la verdad, al tiempo que la capa interna debe presentar rugosidad, dureza e invulnerabilidad paquidérmica para evitar goteras.

Cuando hemos logrado todos estos objetivos, convertidos en tuiteros o tertulianos –o aún peor, en tertulianos tuiteros–, hemos completado nuestro viaje hacia la inmadurez absoluta, y cederemos por tanto a la tentación urgente y primitiva de ridiculizar, desdeñar, humillar, insultar, parodiar y desestimar al que no posee la verdad.

¿Qué sucede cuando, haciendo un esfuerzo ímprobo, cometemos el error garrafal de escuchar? ¿Qué pasa cuando, por algún accidente del destino, nos paramos a valorar, sopesar, a conjugar las molestas segundas y terceras personas de los pronombres posesivos? Esboza el filósofo alemán Axel Honneth en su libro «La lucha por el reconocimiento» (Crítica, 1997) una teoría crítica de la sociedad en la que los procesos de cambio social se explican mediante relaciones de reconocimiento recíproco. Partiendo de la premisa antropológica de Fichte, según la cual el hombre solo es hombre entre los hombres, Honneth nos deja una pista interesante. Solo a través del reconocimiento y del respeto se producen los avances auténticos en materia moral, filosófica y política.

La verdad, así, subrayada, es cómoda, atrayente y fácil, razones todas por las que es muy conveniente evitarla. La verdad, en abstracto, no existe. La superioridad moral de un bando frente al pragmatismo de otro no son más que prejuicios, sombras en la platónica caverna, espejismos al borde de un horizonte, por definición, inalcanzable. La verdad sin subrayar, en esta España que vivimos, sigue más bien un incómodo modelo rizomático, no jerárquico, en el que cada predicado afecta a todos los demás. Acercarse a ella exige respeto, y aquí empiezan los problemas.

El respeto, por oposición a la verdad, arroja un montón de inconvenientes. Requiere escuchar o leer la opinión vertida por la otra persona. Impone pasar por encima de las faltas de ortografía, las arrugas de la ropa, la halitosis, la calvicie y el olor corporal, si los hubiere. Exige obviar el carné de partido, las relaciones familiares, la historia personal con el individuo, la foto de perfil con la bandera de España o con la hoz y el martillo. Obliga a despojar el argumento de contextos, de lastres, de estigmas previos. Impele a reconocer al porquero la misma capacidad de enunciar que a Agamenón. Fuerza, en suma, a algo tan difícil, tan imposible, como reflexionar sobre la verdad.

Puede que el respeto sirva para construir, para crecer, para edificar el propio reconocimiento y la madurez personal alimentándonos de la tensión necesaria entre ideologías distintas y necesidades distintas. Puede que el respeto nos acerque a los que tenemos enfrente, permita bogar en la misma dirección y llegar a algún sitio.

Pero… ¿quién quiere tener que hacer el esfuerzo existiendo buenas mordazas y buenas tapias?

Juan Gómez-Jurado, escritor y periodista.

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