La verdadera muerte de Suárez (y 3)

Una carcajada, eso es lo que deberíamos hacer cuando algún bienaventurado afirma “la transición la hicimos todos”. La transición fue una operación política manejada por muy pocas manos. Tan pocas, tan pocas, que los escasos protagonistas dejaron muchas historias por contar. Bastaría un detalle para ilustrar a las almas cándidas.

El mayor peligro de la transición consistió en un golpe, conocido como el 23-F, organizado por los generales Armada y Milans. Pues bien. ¿Quieren ustedes hacer un ejercicio de memoria conmiserativa? Desde la tarde que los golpistas asaltan el Congreso de Diputados hasta la intervención del Rey avanzada la noche, lo único que hicimos todos los españoles, salvo un puñado de ciudadanos que estaban en el ajo, se redujo a escuchar la radio, esperar el mensaje del Rey y esconder los archivos si se trataba de izquierdistas. Excuso entrar por lo menudo en los chuscos sucesos de aquella tarde inolvidable; lo que pasó de verdad, no la leyenda guerrera. Y no tiene nada de extraño que fuera más patético que heroico. ¡Alguien imagina dar su vida por la transición!

Para Adolfo Suárez el 23-F de 1981, o más exactamente el 24, es el comienzo de su muerte política. Había durado apenas tres años, ocho meses y ocho días como presidente electo y le quedaba aún una década larga de camino hacia la nada, el desprestigio, la humillación, hasta bordear la legalidad cuando se produjo su alucinante pacto de intereses con un delincuente financiero, Mario Conde. Todas esas plañideras por el gran Adolfo Suárez –no se hubiera descojonado él, repitiendo como solía: “Me quieren, pero no me votan”– ¿se refieren al efímero presidente o al temerario aventurero en el desierto? Los “secretos” de Suárez, del que ya no queda ninguno desde hace más de un lustro, a menos que le echemos jeta y mala literatura, fueron en su momento líneas defensivas para su supervivencia.

La legalización del PCE, por ejemplo. La hizo a las bravas y por sorpresa, quizá porque tenía la convicción que ahí podía acabar su carrera política. Ni siquiera su propio gobierno estaba de acuerdo –¡tan pronto!–, ni el Rey, ni Torcuato, ni Fraga que llegó a denominarlo “crimen de Estado”. Sí, sí, muy bien legalizar al PCE, pero más adelante. Lo hizo a su manera, ese modo que le convirtió en político notable para irritación de los suyos, desde su Majestad hasta el último militante centrista. Primero se hacía y luego se explicaba, porque si se adelantaba en la exégesis no se podría hacer. Saldría el ejército diciendo que de legalización nada, y hasta Herrero de Miñón hubiera apelado a las Siete partidas de Alfonso X el Sabio y Landelino Lavilla al Fuero juzgo, aunque sólo fuera porque aquel paleto arrogante les descolocaba.

Pero para llegar a la legalización del PCE era imprescindible hablar con el boss enemigo, otro que tal baila, apasionado del secreto y los encuentros intersiderales, cuanto más arriba mejor. Se entendieron tan bien, que daban miedo; se convirtieron en compadres, a la mexicana. La irritación del Rey y de Torcuato Fernández Miranda cuando se enteran de la reunión y de los acuerdos, que ninguno de ellos creyó que Carrillo iba a cumplir –cambiar de todo, hasta de estrategia, en menos de 24 horas– sólo era comparable a su perplejidad. Pero Carrillo tenía un partido y Suárez una sociedad de intereses dedicada al manejo del Estado. Dos listos y un solo destino.

Pero la apuesta fue muy fuerte. Las dos embajadas que más influyeron en la transición española, la de EE.UU. y la RF de Alemania, lo desaconsejaban desde todos los ángulos posibles. Ahí estaba ya el Adolfo genuino que parecía no conocer la marcha atrás. Desde el momento que legalizara al demonio que había impregnado su pasado y el de los controladores de la transición, su propio pasado habría de quedar neutralizado. Por primera vez detectan que ese personaje que ellos habían inventado tenía coraje, algo estrictamente prohibido entre los suyos durante 40 años.

Pero la maldición de los dos listos ante un sólo destino llevaría a ambos al ostracismo, porque una cosa era la audacia y otra dirigir y controlar un instrumento tan delicado como es un partido político. Fracasarían en ese campo. Después de la iniciativa de la legalización del PCE cada uno hubo de asumir que no tenían instrumento político, que sus partidos ni les seguían ni estaban dispuestos a otra cosa que a sustituirles, por razones muy diferentes, pero con el mismo resultado.

Cuando Adolfo Suárez presidente entendió que estaba solo ante el electorado, sin gente de fiar a su alrededor, y que hasta su hasta entonces fiel Fernando Abril Martorell le llenaba de sospechas, en vez de aflojar el tirón y tener muñeca política, entendió que iban a por él y lo afrontó con garbo. Pero el panorama de enemigos que estaban en el secreto de que había que matar al César –los electores seguían viviendo en la candidez– eran tantos y tan bien colocados en los diferentes niveles del Estado que no le ofrecieron otra alternativa que dimitir. Aunque hay que decir en su honor, que siguiendo su estilo les hizo una jugada maestra. En vez de las semanas que necesitaban para ir pensando en una salida, mientras buscaban una alternativa a Suárez y siempre en el secreto, naturalmente, en apenas un fin de semana dimitió, y ahí fue Troya.

¿Ahora qué hacemos? Entre los golpistas que aún no tenían cerrada su operación y los enemigos interiores que eran incapaces para la toma de decisiones, los últimos días de diciembre de 1980 y enero del 1981 –sobre los que ya he escrito abundantemente– fueron un auténtico aquelarre del ridículo político. (Véase Adolfo Suárez. Ambición y destino). Los padres de la transición fueron un grupo de incompetentes con suerte; fracasaron en todo lo que políticamente se propusieron; pero se hicieron ricos.

Dos personajes del viejo funcionariado del régimen franquista, Landelino Lavilla y Leopoldo Calvo Sotelo asumen unas tareas muy por encima de sus posibilidades, como alternativa al golpe que se fraguaba. Pero fracasan, por razones muy similares a las de los militares golpistas. El secreto no podía evitar un motivo enraizado en sus biografías, en sus carreras, en su limitado mundo mental: el franquismo que nos había castrado un poco a todos, a ellos les alcanzó hasta la lobotomía.

Cuando Adolfo Suárez, aún presidente, sale del secuestro del Parlamento en la mañana del 24 de febrero de 1981 y recibe por primera vez todos los datos sobre el fracaso de la intentona, propone sin rubor y con fuerza que ya han desaparecido los motivos para dimitir. Quiere seguir de presidente del Gobierno y ahí es donde le explican, no sólo el Rey sino incluso algunos de sus colaboradores, que tal eventualidad es imposible. Que el golpe tenía un pretexto inapelable que unía a todos sus poderosos enemigos, y era él, y que una cosa era detener al guardia civil aventado (Tejero), a un general sórdido (Armada) y a un elemento de la guardarropía de la cruzada (Milans), y otra es que se creyera que la tormenta había amainado.

Entonces empezó su agonía. Larguísima, duró diez años de lucha contra una enfermedad política tan letal como los ictus y la demencia senil, la convicción de que sus años en el poder y su valiente actitud frente a la basura uniformada que asaltó el Congreso, le otorgaban la garantía de volver a estar donde había estado, con un partido nuevo, el CDS, fiel y sacrificado como su pariente y amigo, el bueno de Agustín Rodríguez Sahagún, que se arruinaría en el invento.

Lo que vino luego fue una caída en cascada. Ya no había lugar para él en la política española, y su empecinamiento, ese morbo que le impidió aquello que De Gaulle supo hacer en circunstancias mucho más dramáticas, retirarse a tiempo, le llevó a unos años de infeliz lucidez. Cuando entregó a su retoño, un pobre barbián, en los brazos de José María Aznar tras aquel mitin inolvidable de Albacete, en mayo del 2003, no hacía más que entrar en el nirvana del olvido.

Gregorio Morán

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