La verdadera pintura

El debate abierto generado desde hace décadas en el contexto internacional en torno a la muerte de la pintura es un desafío sin límites ni perspectivas de llegar a una teorización rigurosa. La manera en que ésta se ha ido replegando para asumir su lugar en la contemporaneidad ha sido una delicada y elegante manera de demostrar su inmortalidad. La reflexión general sería para qué seguir pintando en un tiempo en el que otros medios de expresión artística han superado en infinitos aspectos a la pintura propiamente dicha. De raíz figurativa, sobria, vibrante y suspendida en el tiempo, la pintura, en la segunda década del siglo XXI, mantiene su status muy en contra de los augurios, ambiciones y extrañas herejías establecidas en el cambio de milenio.

En la actualidad, la cuestión a analizar es el compromiso con la calidad. Si la modernidad ganó la batalla de la cantidad así como del bienestar para la mayoría, esta etapa que estamos construyendo debe ganar la batalla de la calidad o la estilización del mundo: este es el ideal de futuro. Con la involucración de la economía en los aspectos de la estética se inundó el mundo de una creciente abundancia de estilos, de diseños, de imágenes, de paisajes (turismo), de museos, de exposiciones, etcétera, conformando un entorno caótico, democratizando los gustos, la mirada estética y las aficiones y, por tanto, el complicado engranaje cultural. En este contexto, en el que el capitalismo funciona como una artificiosa ingeniería de sueños y emociones dirigidas, es fundamental mantener firme nuestra mirada. Las nuevas ventanas de comunicación globales fomentan todo lo expuesto, de manera que la imagen ha cambiado de naturaleza. La universalización de la cultura, apoyándose en el consumo sin freno, se obsesiona por la inmediatez de novedades cada vez más efímeras, y todo ello rendido al culto a las imágenes vistas a través de todo tipo de pantallas digitales.

La proliferación de cámaras de bolsillo baratas y fáciles de manejar, que producen fotos sin coste, ha provocado una avalancha icónica sin precedentes. La imagen es algo así como la materia prima de nuestras vidas. La consecuencia de todo ello es la pérdida de esa condición de objeto santuario de la que gozaban antiguamente. En este nuevo ciudadano-fotógrafo que ha nacido la velocidad prevalece sobre el instante decisivo, la rapidez sobre el refinamiento, la cantidad sobre la calidad, la circulación de la imagen sobre su contenido, de manera que se deslegitiman los discursos de originalidad y se normalizan las prácticas de apropiación. Asimismo, los aspectos lúdicos prevalecen de manera constante sobre los asuntos serios o solemnes y todo ello para ser compartido cuanto antes en el entorno social virtual. El hecho de que este caudal infinito de imágenes sea accesible a todo el mundo no deja de ser un hito histórico. Desde un punto de vista de los usos, se trata de una revolución comparable a la instalación de agua corriente en los hogares en el siglo XIX, pues hoy disponemos a domicilio de un grifo de imágenes que implica una nueva higiene de la visión. Esta necesaria pulcritud en la manera de mirar se agudiza si nos centramos sólo en el denominado fenómeno selfie. La supremacía del narcisismo ha dado el triunfo al dios ego. Los nuevos rituales de comunicación y seducción se han rendido ante la danza sélfica. El cambio más sustancial de este fenómeno es en el ámbito epistemológico al variar la intención de manifestar mediante la fotografía «esto ha sido» por un «yo estaba allí». Se inserta de esta manera la afirmación del yo, alzándose la vanidad y el narcisismo en los verdaderos protagonistas.

Frente a este fenómeno, me complace profundamente ver y tratar de demostrar en este artículo cómo, finalmente, se va imponiendo de nuevo la belleza de estilo como elemento de lujo y distinción. Si el «bien» es la base y la guía de las investigaciones morales, lo «bello» debe ser la ambición única, la meta exclusiva del gusto. «Cuanto más belleza ponga el artista más bella será la obra». En materia de arte la utilidad puede medirse por el grado de nobleza. Y en este mundo en el que la multitud se complace en los espejos en los que se ve reflejada, el género del retrato pictórico, tan olvidado durante gran parte del siglo XX, resurge tímidamente. En la confusión que ha invadido las artes plásticas en la última época, retoma su poder la doctrina de la elegancia y la originalidad basada en las facultades más precisas y más indestructibles. Es así como, silenciosamente, los dones del verdadero pintor comienzan a resurgir tras el magma desproporcionado de la conocida como posmodernidad. Cierta actitud, siempre tranquila pero que evidencia vigor, deja adivinar que el fuego latente e inmortal de la verdadera pintura comienza a resucitar, aunque sin intención de irradiar ni devastar lo que encuentra a su alrededor.

Clara Zamora Meca, profesora en la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla.

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