La verdadera vergüenza

Gibraltar es sólo un brote, una muestra de un mal mucho más profundo y extendido. La «vergüenza» de España no es que tenga una colonia en su territorio cuando apenas quedan ya colonias en el mundo, y no digamos en Europa. La verdadera vergüenza es que los españoles no nos pongamos de acuerdo sobre ése y otros asuntos de idéntica importancia. Un rasgo que arroja dudas sobre nuestra capacidad para crear una nación y un Estado modernos, cuya característica principal es el «proyecto sugestivo de vida en común» del que hablaba Ortega. Proyecto común hacia dentro y hacia fuera. Aquí, hoy, ese proyecto no se ve por ninguna parte, con cada partido, cada comunidad y, si me apuran, cada individuo con su propio proyecto descolgado del de los demás. Las tertulias son el mejor y más ruidoso ejemplo de ello.

El último intento de ese estilo fue la Transición, cuando españoles de dentro y de fuera, del norte y del sur, ganadores y perdedores de la guerra civil nos pusimos de acuerdo para dejar atrás el pasado cainita que habíamos vivido y ponernos al nivel de los tiempos, con una democracia homologable a la de los países vecinos. Lo hicimos con tanto entusiasmo y diligencia que nos ganamos su aplauso. Pero una vez establecidas las bases del nuevo Estado —constitución, cámaras, elecciones—, empezaron a emerger los viejos resabios y a tirar cada uno por su lado. Si la conducta de la izquierda fue ejemplar durante el cambio —más por parte comunista que socialista—, su acoso al gobierno que había conducido aquél fue indigno. Hasta que lo derribó, si bien las discrepancias internas de UCD ayudaron a la caída de Suárez, con el 23-F como acto final de un dramón más decimonónico que de los nuevos tiempos.

Allí empezó todo, aunque la consiguiente victoria socialista nos hiciera creer que empezaba la verdadera democracia en nuestro país, cuando lo que empezaba era la vuelta al pasado, a la revancha, a las dos Españas, que, debido a las alas que se habían dado a los nacionalistas, eran tres, cuatro. O diecisiete. Desde luego, de proyecto común, ni rastro.

Lo que nos permite creer que el mal es más profundo de lo que nos creemos, que la división no se reduce a la política sino que alcanza las creencias, y que España, que no tuvo las guerra de religión que asolaron Europa en los siglos XVI y XVII, las tendría en los siglos XIX, XX, y, de seguir las cosas como van, las tendrá en el XXI. ¿Qué fueron las guerras carlistas sino guerras de religión? ¿Qué fue nuestra guerra civil sino una guerra religiosa, entre otras cosas, algo admitido por ambos bandos? Si alguien me lo niega, que me lo demuestre, que le presentaré diez pruebas por cada una que él o ella me presente. Incluso hoy lo apreciamos en cada tema en disputa, pese a que la Iglesia Católica ha hecho su aggiornamento y la izquierda europea ha renunciado a la revolución.

He vivido la mayor parte de mi vida en dos países de democracia firmemente asentada: Estados Unidos y Alemania. De Alemania puedo decir que ha conseguido conjurar los fantasmas del pasado. Una de las cosas que más me sorprendió de ella fue comprobar que ser católico o protestante no influía para nada en la sociedad. Posiblemente, el terrorífico recuerdo que dejaron las guerras de religión hizo comprender a los alemanes que mejor dejar ésta para la esfera privada, pues de trasladarla a la pública no había forma de entenderse. Respecto al nazismo, el concienciarse de las barbaridades que había cometido trajo, no una amnesia colectiva, sino la necesidad de pagar por ello y la decisión de no volver a repetirlo. En este sentido, la larga etapa de dictadura comunista a la que estuvo sometida la mitad oriental de país no ha hecho más que reforzar tales propósitos, y Alemania es hoy el país puntero de Europa. Que Europa lo sea respecto a las demás partes del mundo, como venía siendo, ya es otra cosa, en la que no voy a meterme, al menos aquí, pues de hacerlo, este artículo no acabaría nunca.

También los Estados Unidos tuvieron su guerra civil, tan larga y cruenta como las demás, entre dos concepciones distintas de la vida. Triunfó la más moderna, dejándole al otro bando el triunfo literario —que «Lo que el viento se llevó» simbolizó—, con la decisión colectiva de que no volviera a ocurrir, si bien hubo sudistas que no se resignaron y continuaron su guerra privada a través del Ku Kux Klan. La llegada de un negro a la Casa Blanca cierra definitivamente este capítulo y Estados Unidos, pese a los extremos que hay en los dos grandes partidos, es hoy la nación más patriótica, más cohesionada, y por tanto la más poderosa, pese a haberse echado el mundo a la espalda.

Algo que no podemos decir de España, donde la desconexión, las diferencias, la animosidad no hacen más que crecer. Ha habido, en este sentido, un retroceso. Acabada la Transición y puesta en marcha la democracia, el competidor político se convirtió pronto en adversario, que pasaría luego a ser rival, para terminar siendo enemigo. Y a los enemigos, se les mata, se les aniquila. Si no física, políticamente. Desde luego, no hay cuartel entre ellos, por no hablar ya de acuerdo, no importa el asunto de que se trate ni la importancia que tenga. Lo estamos viendo en la crisis económica. Lo que importa no es solucionarla, sino usarla como arma contra el otro a fin de hacerle descarrilar, aunque el país descarrile. E incluso se creen legitimados para ello. Es lo malo de las guerras religiosas. Y creo no exagerar al decir que, en último término, no existe una idea común sobre lo que España es, lo que ha sido y lo que debería ser.

En tal panorama, ¿tiene algo de extraño que no haya acuerdo sobre Gibraltar, un contencioso de siglos atrás, con el estigma franquista encima? Claro que se olvida que, en el pasado, fue una de las pocas cosas en que estaban de acuerdo todos los españoles, habiendo sido Azaña, siendo ministro de la Guerra, como se llamaba por aquel entonces al de Defensa, del primer gobierno de la II República Española, el que dio orden de que un batallón se estacionara en La Línea, con la orden expresa de que hiciera la instrucción en la zona del Istmo que los ingleses nos han dejado, es decir, frente a la Verja. ¿Se imaginan ustedes lo que diría nuestra izquierda actual si a Morenés se le ocurriera hacer lo mismo?

Ésa es la verdadera vergüenza de Gibraltar.

José María Carrascal, periodista.

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