La vergüenza superpropagadora del mundo rico

Los líderes del G20 se reunirán en Roma a fines de octubre, en parte para discutir cómo lidiar con pandemias futuras. Pero la verdad es que las acciones de sus países han alimentado con creces la pandemia actual.

Muchos países del G20 han sido superpropagadores del COVID-19. Luego de la transmisión del coronavirus fuera de China, que inicialmente intentó desmentir los informes sobre el brote, Estados Unidos y otros países ricos se apuntaron fracasos tempranos que contribuyeron marcadamente a la propagación mundial del virus. Si hubieran actuado antes, al menos podrían haber desacelerado su transmisión a los países más pobres. Peor aún, el hecho de que no se comprometieran a vacunar a todo el mundo lo más rápido posible ha creado un ciclo contraproducente en el que probablemente se desencadenen las variantes más transmisibles y dañinas del virus.

Los modelos estadísticos demuestran que los viajes aéreos internacionales fueron el factor clave en la propagación global del COVID-19 hasta comienzos de marzo del año pasado. Esto se puede corroborar en los cuadros más abajo, que detallan la propagación de la variante Alfa (también conocida como la variante del Reino Unido o de Kent) y la frecuencia de los viajes aéreos a diferentes países desde los aeropuertos de Londres en octubre de 2020. Los países prominentes en la propagación de la variante Alfa fueron España, Italia y Alemania.

La vergüenza superpropagadora del mundo rico

Los datos de los primeros momentos de la pandemia nos permiten ver cómo surgieron cepas virales diferentes a lo largo del tiempo. Si a esta información le sumamos los datos del Rastreador de Respuesta del Gobierno al COVID-19 de Oxford (OxCGRT por su sigla en inglés) con respecto a las políticas gubernamentales, podemos precisar los detalles de la propagación de la enfermedad. Entre los países del G20, se destacan las malas decisiones de Estados Unidos y del Reino Unido.

Nueva York fue una de las primeras ciudades superpropagadoras. Registró su primer caso confirmado de COVID-19 el 29 de febrero de 2020, aproximadamente un mes después de que Estados Unidos restringiera los viajes provenientes de partes de China. Sin embargo, aunque el COVID-19 ya causaba estragos en Italia, Estados Unidos introdujo restricciones a la gente que llegaba de Europa continental recién el 13 de marzo, dos días después de que la Organización Mundial de la Salud declarara una pandemia; y recién el 16 de marzo extendió estas restricciones a los arribos provenientes del Reino Unido e Irlanda.

Los datos de secuencia viral demuestran que el virus no se trasladó directamente de China a Nueva York. Por el contrario, la dubitación de Estados Unidos a la hora de restringir los viajes provenientes de Europa fue esencialmente responsable de las múltiples introducciones del virus, que causaron la gigantesca tasa de mortalidad de la ciudad.

Asimismo, los viajes interestatales dentro de Estados Unidos en gran medida continuaron durante los confinamientos. Los datos de OxCGRT demuestran que 17 estados norteamericanos nunca los interrumpieron desde que azotó la pandemia. La combinación similar de linajes virales de principios de la pandemia en todo Estados Unidos indica que las reintroducciones del virus eran comunes inclusive en lugares que habían eliminado una cepa original. Investigación que combina datos de viajes aéreos y genómica ha concluido que la propagación del COVID-19 dentro de Estados Unidos se debió más a las introducciones domésticas que a los viajes aéreos internacionales.

El Reino Unido fue otro superpropagador con una respuesta pandémica dolorosamente lenta, considerando dónde y cuándo la genómica hoy nos dice que estaba circulando el virus. En ese sentido, el Consorcio de Genómica del COVID-19 del Reino Unido, el mayor de su tipo en el mundo, ha secuenciado más de 26.000 cepas virales de personas que se contagiaron el COVID-19 en la primera ola del Reino Unido, y ha comparado estas secuencias con las de otros países.

De allí surgen dos conclusiones principales. Primero, Europa fue el origen de las infecciones iniciales en el Reino Unido. Hasta fines de junio de 2020, el 80% de los virus importados llegaron en el período de un mes entre el 27 de febrero y el 30 de marzo, y estos provenían abrumadoramente de Europa. Un tercio de ellos provino de España, el 29% de Francia y el 12% de Italia –y apenas el 0,4% de China.

Segundo, los viajes de entrada alimentaron la llegada de muchos linajes genéticos nuevos en el Reino Unido. La tasa de estas apariciones entre la población infectada alcanzó un pico a fines de marzo de 2020. Cuando el Reino Unido finalmente introdujo intervenciones no farmacéuticas (INF) de manera masiva –haciendo que el resultado del país en el Índice de Rigurosidad de OxCGRT aumentara de 17 de un total de 100 a casi 80 en sólo una semana-, la diversidad de las cepas virales comenzó a declinar. En otras palabras, las INF lograron extinguir muchos de estos linajes en el Reino Unido.

Estos desaciertos arrojan dudas sobre la gestión pandémica de los países del G20 en términos más generales. Si las economías más grandes y avanzadas del mundo hubieran frenado antes los nuevos arribos (especialmente los viajeros provenientes de Europa), y si hubieran limitado los viajes internos, habrían reducido su propia devastación causada por el COVID-19.

Restringir la exportación de infecciones habría desacelerado o quizás inclusive prevenido ampliamente la propagación de la enfermedad a países más pobres hasta que se desarrollaran las vacunas. Eso, a su vez, podría haber evitado confinamientos costosos en lugares que no podían permitírselos. Los gobiernos del G20 se han centrado en prevenir la importación del virus, no su exportación. En retrospectiva, el virus se podría haber contenido si hubieran exigido repetir cualquier testeo negativo en el caso de alguien que se subiera a un avión o que saliera de una instalación de cuarentena.

Tras haber acelerado la propagación del COVID-19, los países más ricos hoy están demorando la distribución de vacunas a quienes más las necesitan. Los países adinerados han acopiado dosis, priorizado vacunar a niños que tienen un riesgo relativamente bajo de contraer el COVID-19 y hasta están preparando terceras “dosis de refuerzo” para las que todavía no existe ninguna evidencia de una necesidad generalizada y de corto plazo.

Mientras tanto, el COVID-19 está causando estragos en los países en desarrollo, donde los trabajadores de la salud de primera línea se mueren porque no tienen acceso a las vacunas. La pandemia ya ha matado a más personas a nivel global en 2021 que en 2020. Muchos expertos tienen serias preocupaciones sobre la futura propagación de la variante Delta, así como otras variantes que puedan surgir, especialmente en regiones donde la vacunación está progresando a paso muy lento.

Los países del G20 deben compensar su gestión deficiente frente al COVID-19 y comprometerse a vacunar a todos los más vulnerables en todo el mundo. Y como países superpropagadores, también deben establecer nuevos patrones internacionales para una vigilancia patógena y protocolos de viajes a fin de garantizar que nunca más vuelvan a ser superpropagadores.

Ngaire Woods is Dean of the Blavatnik School of Government at the University of Oxford. Anna Petherick is a departmental lecturer in public policy at the Blavatnik School of Government at the University of Oxford.

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