La vertebración de España

Se cumple por estas fechas el centenario de una de las obras más famosas de José Ortega y Gasset, España invertebrada, que apareció como libro en mayo de 1922, pero que antes había sido publicada en El Sol como dos series de artículos. La primera titulada Particularismo y acción directa empezó a publicarse el 16 de diciembre de 1920 y concluyó el 9 de febrero de 1921. La segunda, con el título Patología nacional, se publicó entre el 4 de febrero y el 5 de abril de 1922. Un siglo después podemos preguntarnos nuevamente si España está vertebrada.

En su libro, Ortega señalaba tres problemas principales de la sociedad española que impedían la vertebración de la nación. Estos problemas eran el “particularismo”, la “acción directa” y la “selección inversa” o “aristofobia”. Según el filósofo, en España se había preferido históricamente para cargos de responsabilidad a personas de peor condición que a gentes de mayor valía, porque había fobia a la virtud, al mérito, y los poderosos no querían que sus subordinados les hiciesen sombra en el poder político o social. Además, los distintos grupos (monarquía, aristocracia, iglesia, universidad, empresarios, partidos, sindicatos, etc.) y territorios vivían encerrados en sí mismos, en “compartimentos estancos” sin querer escuchar a los otros, pendientes sólo de sus preocupaciones y ajenos a las de los demás. A esto se había sumado “el imperio de las masas”, que querían imponer sus ideas mediante la “presión social” que ejerce la mayoría del número sobre las minorías, saltándose los derechos de éstas y de cada persona concreta para conseguir sus objetivos. No les importaba, llegado el caso, recurrir, frente a los modos usuales del parlamentarismo y de la democracia, frente a las garantías jurídicas de los derechos y libertades fundamentales, a la “acción directa” y, en último término, a la violencia como un arma más del argumentario político. En conclusión, España estaba invertebrada porque faltaba un “proyecto sugestivo de vida en común”.

Los problemas que Ortega denunció fueron muy relevantes en los acontecimientos que se sucedieron en los siguientes años: dos dictaduras, una especialmente brutal y prolongada, y una tremenda guerra civil que frustró la débil y deficitaria experiencia democrática de la Segunda República, que Ortega auspició, aunque, como es sabido, pronto se desilusionó del rumbo que tomaba: “La República es una cosa, el radicalismo es otra. Si no, al tiempo”, dijo en Un aldabonazo el 9 de septiembre de 1931 mientras se discutían los términos de la Constitución.

El espíritu político de la Transición y la Constitución de 1978 consiguieron vertebrar una España cuya sociedad había cambiado mucho y que no ha dejado de modernizarse, pero los grandes temas que Ortega planteó hace un siglo seguían ahí latentes. Son problemas enquistados que no se han acabado de resolver y que, ahora, la crisis social, económica y política ha patentizado una vez más. Estos problemas, junto a otros nuevos, han salido al exterior. Hemos vuelto a los “compartimentos estancos”, al particularismo, y no sólo en el ámbito territorial. Cada vez es más difícil que la discusión política entre los que piensan de forma distinta transcurra por cauces, ya no racionales, sino simplemente educados dentro de las instituciones democráticas que nos hemos dado para resolver los problemas e idear proyectos.

A la violencia verbal de los discursos políticos va sumándose de manera preocupante la violencia física en las calles, como hemos visto en algunas manifestaciones que supuestamente defendían la libertad de expresión con métodos fascistas mientras acusaban de fascistas a los poderes públicos. La acción directa va volviendo a tener una presencia notable en la vida política. Es un riesgo. No olvidemos el carácter performativo del lenguaje: su capacidad de transformación de la realidad. Se empiezan a emplear las palabras como puños y, al final, éstos se convierten en un arma más de la vida política. Ya lo hemos vivido muchas veces como tragedia en nuestra historia como para no haber aprendido nada de los traumas que provocan las ideologías que pretenden alzarse como única voz del pueblo y ahogan la diversidad de éste.

La mediocridad de nuestra vida política es alarmante. Hay excepciones. Vemos cabezas brillantes que de vez en cuando muestran su desazón ante lo que viven en el día a día de la política, pero el panorama es cada vez más bochornoso. La simpleza de los argumentos contrasta con la complejidad de los problemas. Se ha renunciado a razonar y sólo se lanzan eslóganes a los que los fieles deben adherirse. Se ha renunciado a proponer. La mayor parte del discurso político en las instituciones y en los medios se dedica a zaherir al contrario. Se hace política anti, contra. No hay apenas propuestas, más allá de unos cuantos fogonazos en periodo electoral. Faltan proyectos y sobran soberbia, engreimiento, suficiencia. Detrás de esta fachada teatral cada vez más esperpéntica, hay gentes que trabajan y sacan adelante la administración, parlamentarios que impulsan propuestas legislativas, aunque el recurso al decreto es preocupante y un síntoma de la ausencia no sólo de diálogo entre las fuerzas políticas sino de debate dentro de los propios partidos.

Es evidente que la sociedad española ha mejorado mucho desde que Ortega escribió su España invertebrada. Sería imprudente hacer un discurso catastrofista y no reconocer que tenemos un Estado que, con todas sus deficiencias, tiene hoy una capacidad de dar respuesta a los problemas sociales infinitamente mayor que aquella monarquía parlamentaria que un año después de publicar Ortega su libro se entregó en brazos de un general golpista. Contamos además con todas las ventajas de nuestra integración en la Unión Europea, por mucha crítica que podamos hacer a las instituciones y políticas comunitarias. Mas también sería insensato no ver que esta vertebración que la sociedad española articuló tras la Constitución de 1978 está puesta en cuestión, está en crisis. El clima social que propició grandes consensos en aquellos años, a pesar de las enormes diferencias políticas, se ha roto. A derecha e izquierda se practica un discurso populista que incita a odiar al diferente, se maneja un relato, como ahora se dice, que mueve los bajos instintos más emocionales para excluir al otro. No hay ánimo de entenderse con él, ni de respetar sus derechos. Se prescindiría de él si se pudiera o, como piensan algunos populistas, se debe vivir agonísticamente contra él hasta imponer la propia hegemonía.

El ejemplo más claro de esta situación lo tenemos en los independentistas catalanes, que han roto todos los puentes. No admiten que haya ninguna vía que permita retornar a la convivencia y a la construcción de un proyecto sugestivo de vida en común. Diálogo, puentes, consensos son necesarios para vertebrar una España cuya columna institucional ha sufrido y sufre embates muy fuertes en los últimos tiempos. Hay que fortalecer las instituciones y propiciar su buen funcionamiento para vertebrar una sociedad que necesita, tras largos años de crisis, encontrar realidades en las que confiar y proyectos que permitan esperanzarse en un futuro mejor. Sin ellos, la desafección política, especialmente de los jóvenes a los que se les cierra la expectativa de progreso, puede ser el peor caldo de cultivo de los populismos, en cuyo seno habitan las más terribles ideas de los totalitarismos de entreguerras.

Javier Zamora Bonilla es profesor de Historia del pensamiento político en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid, donde dirige el Máster de Teoría política y cultura democrática. Acaba de publicar Ortega y Gasset: la aventura de la verdad. (Ediciones El País)

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