La vía del presidencialismo en España

La vía del presidencialismo en España

Nuestro país se enfrenta a una encrucijada política desconocida para todos aquellos que nacimos después de la Transición. La imposibilidad en la formación de un gobierno como consecuencia de la ausencia de pacto entre las fuerzas parlamentarias ha desembocado en una situación de bloqueo de la que parece muy difícil que salgamos en el corto y medio plazo. Por ello, sin perjuicio de pecar de idealista o fantasioso, creo necesario llevar a cabo una reflexión sobre las causas que nos han llevado hasta aquí y, aún reconociendo que se trata de una quimera, proponer alguna solución.

La Constitución Española de 1978 ha sido un texto fundamental en el desarrollo, crecimiento y bienestar generalizado de la sociedad española durante los últimos treinta y ocho años pero, en la actualidad, se encuentra obsoleta. Fue un texto valiente, bien pensado por el constituyente, enmarcado dentro de nuestro pasado histórico y en el contexto del constitucionalismo de posguerra. Un texto que, sin duda alguna, sigue la estela, en muchos aspectos, de la Constitución italiana de 1947, de la Ley Fundamental de Bonn de 1949, de la Constitución francesa de 1958 y de la portuguesa de 1976. Llegábamos tarde al tren constitucional y democrático de la segunda mitad del siglo XX, pero llegábamos, nos subíamos y, además, bien presentados, uniformados, listos para que nos pasasen revista.

Ahora resulta muy fácil criticar la Constitución, sus defectos (no cabe duda de que los tiene) y sus limitaciones, pero no es menos cierto que en ese momento crucial para la historia de España, viniendo de un régimen autoritario, el paso hacia un sistema democrático era una tarea harto complicada. Sus protagonistas son por todos conocidos, comenzando, claro está, por la Corona y su titular, el rey emérito, y pasando por todos los hombres ilustres que propiciaron, con sus conocimientos y dedicación, el paso hacia el régimen de libertades actual.

También hay que mencionar como protagonista fundamental, si acaso el de mayor relevancia, al pueblo español en su conjunto, el cual no tuvo ganas de revancha, de enfrentamientos y asumió con normalidad el cambio de régimen, dando una lección silente de sabiduría y madurez. Fue el pueblo español el que, con una normalidad prodigiosa, eligió diputados y senadores, alcaldes y concejales, y participó en las diferentes campañas electorales votando el texto constitucional para finalmente aprobarlo por amplia mayoría.

Todo lo señalado no es óbice para afirmar que el régimen establecido en la Constitución se ha agotado. Los días de vino y rosas a costa de ella no volverán. Y de ahí vienen gran parte de los problemas actuales. Razones por las que lo que aquí se propone es la construcción de un nuevo sistema político a partir de una nueva Constitución. De la actual es, sin lugar a dudas, el Título I (De los derechos y deberes fundamentales), el que se mantiene en mejor estado, constituyendo uno de los mayores logros de nuestro constitucionalismo histórico y una formidable consolidación de los diferentes tratados internacionales que recogen los derechos nacidos con el advenimiento del Estado liberal y su posterior desarrollo hasta llegar al Estado social.

Mención aparte merecería el modelo territorial, que se ha constituido bajo el paraguas del denominado Estado autonómico, y que ha puesto de manifiesto su fracaso absoluto. No tanto por su concepción originaria, sino por su posterior y desbocado desarrollo en los sucesivos estatutos de autonomía, todos ellos amparados por el tamiz de nuestro Tribunal Constitucional.

Pero, en cualquier caso, la clave de bóveda está en la forma de gobierno. El artículo 1.3 de la Constitución establece la forma de gobierno parlamentaria y es aquí donde radican gran parte de los conflictos con los que nos encontramos en la actualidad. La institución parlamentaria surgió en Inglaterra en el año de 1265 cuando, tras la convocatoria del Magnum Concilium realizada por Simón de Monfort, conde de Leicester, acudieron, además de los nobles y del alto clero, representantes de los burgos y ciudades, dando lugar en el mismo país, siglos después, a la forma de gobierno parlamentaria.

Pues bien, el parlamentarismo es la forma de gobierno genuina del Reino Unido y me atrevería a decir que constituye el único país donde funciona correctamente. Me explico. El Reino Unido tiene una historia y una mentalidad muy característica, con un arraigo en sus propias instituciones muy significativo. Eso, unido a un sistema electoral mayoritario, hace que se vivieran situaciones tan insólitas para nosotros como la producida cuando el primer ministro Tony Blair aprobó la intervención de su país en la Guerra de Irak con el apoyo de los tories y con una muy importante oposición por parte de diputados laboristas.

Este ejemplo muestra lo que debiera ser la forma parlamentaria, el control que deben ejercer los miembros de las Cámaras sobre el Gobierno y las explicaciones que deben dar a sus electores. No hace falta decir que una situación semejante es impensable en nuestro país, pero también lo es en Portugal, Italia, Bélgica o en los Países Bajos, por citar países donde existe también una forma de gobierno parlamentaria similar a la nuestra.

Por todo ello, la forma de gobierno parlamentaria sólo funciona en su país de origen y en el resto de naciones donde se ha llevado a cabo no ha hecho más que devenir en un único poder (el Ejecutivo), que controla todos los resquicios del Estado y que supone, de facto, la ruptura de la teoría de la separación de poderes. O, como es el caso en que nos encontramos en estos momentos, en una situación de ingobernabilidad ad eternum.

No hace falta recordar que la vecina Francia no tiene un sistema parlamentario, sino lo que los teóricos llaman semi-presidencialista. En Alemania, después del fracaso de la Constitución de Weimar y comprobar hasta dónde les llevó el parlamentarismo puro, han construido un sistema basado en la forma parlamentaria pero introduciendo unos correctores que, junto con un sistema territorial federal y la participación de los Estados en el proceso de decisión política, hace que existan mecanismos de control efectivos. Resulta clave la introducción del sistema electoral mixto, mezcla de proporcional y mayoritario, para la elección del Bundestag. Pues bien, debemos concluir que nuestro modelo, el parlamentario recogido en la Constitución, ha devenido ineficaz en esa doble vertiente.

Por estas razones, abogo por la implantación en nuestro país de un sistema presidencialista, donde se vote de forma separada al Poder Ejecutivo y al Legislativo, de tal modo que surjan mecanismos reales y efectivos de control mutuo, los famosos check and balances anglosajones.

Un tema no menor será el papel que juegue la Corona en este eventual sistema presidencialista patrio. Siguiendo la estela de la actual Constitución, el jefe del Estado no forma parte del Ejecutivo y, por lo tanto, queda al margen del juego político. Este mecanismo podría mantenerse e incluso la figura del monarca podría ver potenciadas sus funciones de árbitro y moderador, ya que existirían dos poderes con legitimidad democrática directa por la vía del voto (Legislativo, dedicado a aprobar leyes, y Ejecutivo, dedicado a gobernar) y el rey, además de continuar siendo el jefe del Estado, sería ese poder imparcial que corrigiera los eventuales conflictos producidos por el sistema de frenos y contrapesos. Me atrevería a decir que se trataría de un presidencialismo mejorado por la figura del su majestad.

Se podrá argumentar que el sistema presidencialista sólo ha triunfado en los Estados Unidos. Yo apostillaría que en Francia, en cierta manera, también. Igualmente se me podrá decir que en no pocos países hermanos de Iberoamérica ha dado lugar al conocido como neo-presidencialismo que, en realidad, no es otra cosa que un sistema caudillista, y es cierto. Pero viendo cómo están las cosas en nuestro país, la pérdida de confianza en las instituciones, en la clase política y sus repercusiones en el exterior, se hace preciso, por encima de todo, defender la necesidad de un cambio, en un intento por mejorar el sistema actual, la separación efectiva y real de poderes y una regeneración democrática en toda su extensión. Y todo ello sin miedo alguno, con la lógica incertidumbre que todo cambio produce, pero con total confianza en la gran nación que nos legaron nuestros antepasados, desde los tiempos de los reyes Isabel y Fernando.

José Manuel Maza Muriel es abogado.

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