La vida de los otros

«No nos contentamos con la vida que tenemos en nosotros y en nuestro propio ser». Los espíritus grandes de los siglos XVI y XVII han dado complementarias versiones de esta tragedia primordial de lo humano. Tenemos una vida. No nos gusta. Aun cuando a tantos otros pudiera antojárseles envidiable. Y acallamos el peso de ese desasosiego, poniendo sobre escena y ante nuestros ojos vidas ejemplares. Para bien o para mal. Son las imaginadas vidas de los otros, que acaban por construir nuestro más preciado entretenimiento. No las vidas de verdad: esas, las sospechamos tan insípidas como esta nuestra que hemos silenciado. O más aún. Precisamos vidas imaginadas bajo nombres solemnes, vidas hirvientes de ruido y furia, deseables u horribles, nunca desapercibidas. Eso somos, concluye aquel solitario Blaise Pascal, que ve la clave de la tragedia humana en este nuestro extraño miedo a las silenciosas habitaciones vacías. Ese miedo al silencio reflexivo y al sosiego, nos lleva a trocar en infierno el paraíso. Eso somos. Así «queremos vivir, en la idea que nos hacemos de los otros, una vida imaginaria».

Vivimos el tiempo en el cual eso es posible: ser, no los otros, sino su escenografía. Es una de las más asombrosas potestades de esta reduplicación de universos cuyo don nos hizo la informática. Los mundos infinitos que yacen en este mundo, y de los cuales hablaran con sorpresa Breton y los surrealistas, son hoy juego de cualquier niño con portátil: y, así, cuatro días después del reportaje hollandicida de Closer, el Juego del Scooter, consistente en lograr que un presidente en moto vaya sorteando esposas y alcanzando amantes, era ya descargable en web. Hay otros mundos, sí. Son infinitos. Y están dentro de éste. Y son tan no-mundos como no-mundo es éste en el cual nos consolamos pensando que seguimos vivos. Todo es software desechable. Cuya alta rentabilidad se juega en el plazo ultra-breve. Y al cual hay que ir supliendo con otro software, con otro… ¡Los infinitos mundos se acaban tan deprisa!

Hace ya más de un decenio que la prensa vive presa en esta angustia. Nadie va ya a pagar –o sólo los muy pocos– por recibir austera cuenta de una realidad que se le hace, al cabo, tan aburrida, como la que construye ante el espejo su huera existencia propia. El aburrido ciudadano exige, para pagar, que lo emocionen. No que lo informen. Que le ofrezcan la prótesis de aquella alma que se le perdió en algún recoveco impreciso de este viaje. Que toda aquella emoción que un día, cree recordar, fue suya le pueda ser devuelta sobre la vertiginosa pantalla de dichas y desdichas ajenas, y a la cuales considera más íntimas, más suyas, más necesarias, que todos los ociosos gestos de superviviente que componen el código cifrado de su día a día.

Ha bastado una foto. Nada. Para sacarlo de su modorra. Platón decía –pero eso sucedía en el tiempo en que los hombres hacían del pensar su aventura más heroica– que no hay verdad alguna en las imágenes, que la imagen seduce y hace idiotas. Pero hoy nadie concebiría que el libro VI de la República pese un átomo frente a la gravedad suprema de las fotos –exponencialmente potenciadas por los televisores– de un par de paparazzi.

Un hombre sale de un portal burgués –suntuoso, el escaparate de Pierre Cardin a la izquierda– en el muy burgués distrito octavo parisino. Gabán oscuro, casco no integral, más que de motorista, de paseante urbano. Sube en su bonito scooter. Es todo. Se acabó la historia. Pero ese hombre ha dejado a una joven amante en el acomodado apartamento. Eso aseguran lo tipos que se han pasado días y noches en vela para, desde la acera de enfrente, alzar rentable testimonio gráfico del acontecimiento. El acontecimiento: un hombre de mediana edad, que se sube a su scooter nuevecito y parte apaciblemente hacia sus compromisos laborales. No hay más que eso. No lo habría sin nuestra enferma ansia de animales que desean vivir en la fantasía algo que en lo real les fue negado: la vida de los otros. Y, si no vivirla, alzar el teatro de imaginaciones que permita tejer a cada cual, con esos retales, el relato que le sea más placentero. A la medida.

Y, al final, lo vivido y lo imaginado se confunden. Se confunden lo visto y lo narrado. La foto y el deseo proyectado en la foto. Es una vieja historia. «Sepan que sé de algunas personas de flaca imaginación, que todo lo que les viene al pensamiento les parece verdaderamente lo que ven, porque el demonio las debe ayudar», advertía a sus monjas Santa Teresa en 1579. Nuestro diablo se llama soledad. Y aburrimiento. Tenemos la mayor de las bibliotecas que haya conocido la historia humana, la biblioteca universal sin restricciones, la biblioteca de todas las bibliotecas, al alcance de una pulsación de tecla en nuestros ordenadores. Pero ya no nos sirve. Los libros nos aburren. Hace mucho que no sabemos leer. Y ni ensoñación ni arrebato quieren ya llegarnos en la lenta artesanía que alza la cumbre pasional de Lady Macbeth. No, nuestro mundo no está hecho ya de ruido y furia. No es que tampoco signifique gran cosa, ni tenga sentido alguno. Igual que todos los mundos, más o menos. Pero, esta vez, el simulacro que construye sentidos, finalidades, armónicos desastres tras el avance del bosque andante, no lo alza William Shakespeare. Lo impone el mando a distancia de la telebasura. Que es arquetipo de nuestro presente. Arquetipo teológico de su potestad para crear mundo y hombre a su imagen.

¿En qué sueñan los hombres? En las menos confesables de sus frustraciones. Lo que pudieron ser. Lo que no serán nunca. Lo que siempre supieron que no serían. Y así se nos va la vida. Así se nos fue siempre.

Hay diferencias. Un ateniense asistía atónito al instante de absoluto horror en el cual cierto rey de hombres, al cual dioses impíos se habían divertido en hacer yacer con su madre, arrancaba, ante coro y espectadores, sus ojos. Sófocles, que lo narra, construye en ello un símbolo supremo, intemporal: la tragedia humana. La prensa amarilla, que ha ido contaminando hoy todo, necesita tragedias desechables, tragedias con caducidad fechada. Y es que la velocidad de lo contado sobrepasa de largo a cualquier cosa –por enorme que sea– que haya sucedido. Así que mejor no desaprovechar energías buscando cosas enormes. No es lo que el cliente quiere. Cualquier minucia vale para conformarlo. El absoluto lo pone hoy la infinita capacidad fingidora de la red de representaciones, el inagotable despliegue escénico de la imaginaria vida trocada en espectáculo. No la abismal alma humana.

«Acaece a algunas personas» –dice Santa Teresa– «(y sé que es verdad, que lo han tratado conmigo, y no tres o cuatro, sino muchas) ser de tan flaca imaginación, u el entendimiento tan eficaz, u no sé lo que es, que se embeven en la imaginación, que todo lo que piensan, claramente les parece que lo ven; aunque si hubieran visto la verdadera visión, entenderían muy sin quedarles duda el engaño; porque van ellas mesmas compuniendo lo que ven con su imaginación, y no hace después ningún efecto, sino que se quedan frías». Y es «harto peligroso que así sea», concluye. Y en ese riesgo naufraga la ensoñación humana de vivir, «en la idea que nos hacemos de los otros, una vida imaginaria».

Gabriel Albiac, filósofo.

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