La vida de nosotros

El viejo ex oficial de policía Gerd Wiesler trabaja ahora como cartero. Una mañana se detiene ante el escaparate de una librería y descubre que el intelectual al que tuvo que espiar acaba de publicar su última obra. El título le llama la atención: Sonata para un hombre bueno. ¿Habrá descubierto Dreyman lo que verdaderamente ocurrió? Entra en la tienda y compra el libro. «¿Se lo envuelvo como regalo?», pregunta la dependienta. «No, es para mí». Y vaya que si lo es.No es casual que hayamos decidido iniciar esta colección de películas sobre la historia reciente que sirve de colofón a los actos de nuestro XX aniversario -la fidelidad de lectores inteligentes bien merece un regalo así- con La Vida de los Otros. Cuando hoy, mañana o pasado contemplen por primera vez o vuelvan a ver el emocionante, el inquietante y aleccionador relato que ganó hace sólo tres años el Oscar a la mejor producción extranjera, se darán cuenta de que es una película poliédrica en la que se entremezclan tantas historias humanas como reflexiones políticas.

Centrándonos sólo en lo segundo, no faltará quien repare en la naturalidad con que tanto los jerarcas como los ciudadanos corrientes y sobre todo molientes de la RDA tenían asumido que vivían en un régimen socialista. En ninguna de las referencias hay el menor sarcasmo, la menor ironía sobre la ideología. Los chistes quedan reservados para ridiculizar a Honecker y al resto del Politburó, pero no para poner en solfa la matriz del sistema. Cuando se abra el Muro todo se desmoronará como un castillo de naipes, pero hasta que eso suceda nadie pondrá en duda que -con sus ventajas e inconvenientes, pese a los abusos e incompetencias de los dirigentes- eso es el socialismo sin adjetivos, edulcorantes ni aditivos. ¿Qué baldón no caería ahora sobre los partidos democristianos o liberales si los otros totalitarismos del siglo XX se hubieran identificado oficialmente con sus respectivas ideologías y todos los damnificados lo hubieran asimilado como cierto?

Pero serán sin duda las actividades de intrusión en la intimidad de los ciudadanos por parte de la Stasi lo que más llame la atención a la mayoría, con dos obvias líneas de análisis. Por un lado, es inevitable preguntarse de qué no sería capaz un régimen así, si en vez de con los rudimentarios aparatos de grabación y escucha de hace un cuarto de siglo -el cableado de la casa, un fulano escuchando en la buhardilla de al lado- contara con la tecnología de un sistema como el cuestionado Sitel. Es decir, qué no estará pasando en estos momentos en China o qué no llegará a pasar incluso en Irán, donde la represión más burda terminará beneficiándose de los avances más sofisticados manejados por sus respectivas teocracias (al final Dios termina siendo siempre el partido único).

Y por otra parte, contemplando la rutina administrativa del Estado policial, la burocracia, el papeleo, los turnos de vigilancia con el sándwich y el termo de café, no podemos por menos que plantearnos si toda esa actividad -común también a nuestras democracias- no adquiere vida propia, la inercia de la autojustificación, independientemente de las ideas y los fines a los que sirve. Al final lo que hay son vigilantes y vigilados y nadie puede estar seguro de que alguien vigile a los vigilantes de forma suficientemente vigilante para que no vigilen en exceso a los vigilados.

Acabamos de comprobar por lo ocurrido con el fanático nigeriano en el vuelo hacia Detroit cómo cada equis meses nos encontramos ante un episodio -frustrado o consumado- que alienta a los Estados a reforzar los mecanismos de seguridad o, lo que es lo mismo, de control sobre las personas. En España, cuando Rubalcaba sale diciendo que sabe que ETA prepara un gran golpe, «probablemente un secuestro», todos damos por hecho que está desarrollando una estrategia preventiva a partir de datos obtenidos mediante el espionaje que se ejerce sobre la banda y su entorno.

En estas guerras que libran los «ejércitos de las sombras» Le Carré nos ha enseñado a valorar la figura del topo que pacientemente trabaja durante años para el enemigo, al modo en que lo hicieron aquellos intelectuales británicos del círculo de Cambridge. En Estados Unidos ejecutaron al matrimonio Rosenberg en la silla eléctrica por pasarle secretos nucleares a la URSS y dentro de poco tendrá lugar aquí el juicio contra el agente del CNI detenido en Canarias bajo la mucho más leve acusación de haberse dejado corromper por los nuevos amos del Kremlin post soviético. Los móviles pueden ser más o menos altruistas, pero en todos estos casos lo que se denuncia es una actividad continua, orientada a la colaboración con el enemigo.

Lo que plantea La Vida de los Otros es menos complicado desde el punto de vista operativo, pero más complejo en el plano moral.

¿Qué pasa cuando un buen día uno de esos vigilantes que ha sido leal a su causa y fiel cumplidor de su tarea durante años se siente compelido a ayudar a los vigilados a eludir el cerco que él mismo ha contribuido a cerrar? La trama de la película no deja lugar a dudas: es tan flagrante la injusticia que se cierne sobre Dreyman y su novia actriz, perseguidos como disidentes por presuntos delitos de opinión, víctimas encima de la insatisfecha lujuria del camarada ministro, que toda nuestra simpatía se vuelca hacia el agente con corazón que provoca el cortocircuito en el funcionamiento del estado policial.

Pero centrémonos en el episodio en sí -la mañana en que Gerd Wiesler acude a retirar la máquina de escribir de su escondite, adelantándose al registro que realizarán sus compañeros- y si lo despojamos de esas concretas connotaciones éticas, nos encontraremos con la intempestiva irrupción en la escena de alguien que se supone que siempre debe permanecer entre bambalinas. Sí, un auxiliar del mal se ha trocado súbitamente en providencial ángel custodio, pero esa autonomía no deja de producir la inquietud de todo lo que primero escapa a nuestro conocimiento y luego se sale, además, de su rígido carril. Es el momento en que constatamos cómo en ese plano superior desde el que hay un gran ojo que nos mira y un gran oído que nos escucha también rigen, imprevisibles, las pasiones humanas.

¿Qué pensaríamos de él si Wiesler trabajara para un Estado democrático, respetuoso de los derechos humanos, garante de las libertades públicas, pero amenazado por grupos terroristas con pretensiones totalitarias y una mañana decidiera ayudar a algunos de esos delincuentes, responsables de cientos de asesinatos, a ponerse a salvo momentos antes de su detención? Pues bien: eso es lo que ocurrió en el bar Faisán de Irún a las 11.30 de la mañana del 4 de mayo de 2006. O mejor dicho, lo que hasta esta semana creíamos que había ocurrido en el bar Faisán de Irún a las 11.30 de la mañana del 4 de mayo de 2006.

La trasgresión de Wiesler es al fin y al cabo un acto individual que germina en el ámbito de su conciencia y por eso resulta idóneo que en vez de una condecoración o un homenaje público reciba como único premio la satisfacción íntima de comprobar que Dreyman sabe lo que hizo por Christa y por él. Si hubiera resultado que en realidad toda la cadena de mando estaba en la jugada y que, en unas negociaciones secretas con el Gobierno de Bonn o el de Washington, las autoridades de la RDA hubieran exhibido como mérito haber ayudado a ese disidente a escabullirse de las garras de la Stasi, ni siquiera el bien concreto causado atenuaría la repugnancia que produciría un cinismo de Estado capaz de convertir la represión, el monopolio de los medios de acción policial, en materia de canje político.

Si nos aferrábamos a la idea de que un par de policías podían haber decidido a título individual dar el chivatazo a ETA desde el convencimiento de que ayudaban a consolidar así el llamado «proceso de paz», es porque la alternativa era -es- demasiado monstruosa. Podíamos asumir que alguno de esos comisarios politizados que llaman de la promoción Pablo Iglesias se sintiera aquel día creativo e incluso pensara estar rindiendo un servicio a los intereses generales, contribuyendo al final dialogado de la violencia, tratando de evitar que se produjeran más asesinatos. Todos estos factores serían atenuantes, nunca eximentes, de su terrible delito. Pero lo esencial es que nuestra asignatura pendiente se reducía a descubrir quién fue el fulano que en un arranque equivalente al de Wiesler cogió un móvil, entró en el plató en el que iba a empezar a rodarse la desarticulación del aparato de extorsión de ETA y se lo entregó al recaudador Elosúa; y quién fue el fulano que desde el otro lado de la línea le advirtió de que no acudiera a su cita, porque le iban a detener.

Las revelaciones de Ángeles Escrivá sobre lo que dicen al respecto las actas levantadas por ETA durante su negociación con el Gobierno acaban de arrojarnos, sin embargo, hacia ese estremecedor segundo supuesto que deseábamos no tener que encarar. Aunque sus dos crónicas se hayan publicado en esa especie de tierra de nadie informativa que son las vacaciones navideñas, su trascendencia no puede escapársenos. Si resulta que en ese documento pone que el enviado gubernamental Gómez Benítez -el número cuatro, según el código de la banda- le dijo a ETA que «por dar el aviso está encausado un alto policía de San Sebastián y casi el jefe de seguridad del PSOE» y resulta que el contexto era el de los reproches mutuos por el presunto incumplimiento de las reglas del juego durante la tregua, sólo caben dos hipótesis.

Por desgracia la más verosímil es que el Gobierno estuviera esgrimiendo como mérito una iniciativa de la que era responsable y -como bien señala el escrito presentado por el PP en el juzgado- eso queda avalado por el hecho de que manejaba datos que entonces estaban bajo secreto del sumario. La segunda hipótesis es la de que ya que el chivatazo se había producido, el Gobierno trataba de rentabilizarlo ante ETA, aun siendo ajeno a los hechos. Comprendo que esta opción quede reservada para los más ingenuos, pero siempre permanecerá abierta mientras no pasemos de las suposiciones a las certezas.

Y el único camino que puede seguir la Justicia, como ocurrió con los GAL, como va a empezar a ocurrir este año con la trama de manipulación policial de la investigación del 11-M, es reconstruir lo sucedido desde abajo hacia arriba. Las muy especiales circunstancias que se derivan de la conexión entre Gómez Benítez y Garzón y del propio horizonte procesal del magistrado permiten entender que a él le convenga mucho más ocultar los hechos que esclarecerlos. De ahí que lo esencial ahora sea redoblar la presión social y política sobre la Fiscalía para que con ése o, a ser posible, con otro juez se practiquen nuevas diligencias y se dé un nuevo impulso a la búsqueda de la verdad. Averiguar quiénes fueron los autores materiales del chivatazo debería ser coser y cantar empleando, precisamente, esos medios tecnológicos avanzados de los que dispone el Estado. Sería inaceptable que los españoles acudieran de nuevo a las urnas sin saber a qué carta quedarse en un asunto que podría ser decisivo para configurar su voto.

Entre tanto, propongo que si ETA logra perpetrar ese atentado o ese secuestro anunciado, las asociaciones de víctimas y los más directamente afectados incluyan en su reacción una referencia expresa al chivatazo, de forma que ese o esos policías que protegieron a los terroristas en el bar Faisán, reciban el mismo mensaje que recibió Gerd Wiesner pero en sentido inverso; y allí donde estén no puedan evitar musitar ante el espejo con oprobio: «Sí, es para mí».

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.