La vida en serie

El auge de las series de televisión (Los Soprano, Mad Men, The wire, etcétera) -que no son tales sino megalargometrajes y se suelen ver a través de Internet- es un síntoma en el que concurren unas cuantas pautas características de los nuevos hábitos culturales de nuestro tiempo.

El primero -el más obvio- es que estas series muestran que tenemos mucho tiempo para dedicar a actividades improductivas, como seguir interminables sagas de episodios de situaciones humanas más o menos dramáticas o sugestivas que, pese a que pueden resultarnos muy conmovedoras y trepidantes, tenemos conciencia comprobada de que son meras historias que tarde o temprano habrán de terminar porque así lo mandan los contratos de sus respectivas producciones y no la lógica de sus tramas. La continuidad de Mad Men (o sea, el destino de Don Draper, verdadero remake de Julien Sorel recreado en los años sesenta) se ha comprobado que no dependía de ninguna moira o cualquier otro sentido trascendente sino de algo tan banal como el caché de su guionista, Matthew Weiner; y no estuvo reasegurada hasta que este escritor -que no tengo inconveniente en juzgar de la talla de Shakespeare- no hubo conseguido los 20 millones de dólares que reclamaba de los productores.

Por añadidura, las series requieren muchas, muchísimas horas de dedicación exclusiva que restamos a otras actividades o que -más bien- tenemos en blanco o tan muertas como los recreos en el patio de una prisión o el tiempo de espera en la consulta del médico y en las que necesitamos imperiosamente ser entretenidos. Uno diría que este hábito no muestra una renovada disposición para una especie de vida "contemplativa" (pese a que seguir una serie consiste literalmente en mirar algo que pasa) que no tiene nada que ver con la de los místicos pero sí revela lo tediosas que son nuestras vidas, ni más ni menos aburridas que la cotidianidad de las criadas del siglo XIX, cuyo tedio sirvió para implantar la novela o la de los proletarios del siglo pasado que hicieron la fama de los cómics, las radionovelas, las telenovelas y los folletines de Corín Tellado o de Danielle Steele. Un tedio, en suma, tan vulgar como el aburrimiento que sufren los adolescentes de todas las épocas y que es preciso mitigar a toda costa. En la medida en que en la factura de la serie está implícito el propósito de atrapar la atención del espectador, lo único que estas ficciones requieren de él es voluntad de escapar como sea al tedio y sobre todo tiempo, puesto que ya se sabe que la escopofilia es consustancial a la naturaleza humana.

Un segundo factor de importancia que explica el auge de las series son las máquinas que usamos para seguirlas, sin las cuales este hábito tan extendido no podría tener lugar. En efecto, se puede apagar o encender el televisor a discreción pero no ocurre lo mismo con el ordenador que, si lo tienes, lo has de usar y si lo usas, no tienes más remedio que mirar lo que hay en él. No hay nada tan angustioso como un ordenador apagado. El ordenador es la prótesis perfecta del solitario y las series, el género idóneo para paliar esa soledad (que, por cierto, no es lo mismo que gozar de la compañía de alguien pero que, en contrapartida, tiene la ventaja de que no impone ninguna obligación ni compromiso). Con el añadido significativo de que una parte importante de los espectadores de series lo son porque pueden acceder a ellas a través de algún procedimiento irregular o ilegal, de forma gratuita, en cualquier momento del día y tanto tiempo como se lo propongan. ¿Me espera un fin de semana desdichado? Me doy una panzada de varios capítulos de Perdidos (Lost) y ya está resuelto. ¿Tengo una hora boba entre compromisos? Miro una sesión de En terapia (In treatment) y me sumerjo en las intimidades de individuos semejantes a mí, mirando por el ojo de la cerradura una obscena sesión de psicoterapia. Alberto Cardín, que fue un pionero de esta manera de consumir productos mediáticos hace ya casi un cuarto de siglo, solía usar los desaparecidos VHS y los Betamax para ver un pasaje cualquiera de alguna película, mientras se preparaba unos huevos revueltos en la aplastante soledad en que vivió durante su corta vida.

Un tercer factor de sugestión es el contenido propio de las series -me refiero, como es obvio, a las que tienen manifiestas pretensiones cinematográficas y no se contentan con servir de entretenimiento-, o sea, que no suelen ser de acción y violencia o vulgares melodramas (o sí, pero solo subsidiariamente) sino que pormenorizan sobre los conflictos humanos y, hasta cierto punto, llevan a cabo una (re)educación sentimental de los espectadores. La extensión de las narraciones permite -dícese- que los guionistas ahonden en los caracteres de las historias y que investiguen sobre todos los matices de una personalidad, lo que brinda al espectador la posibilidad de conocerlos mejor y explorar los vericuetos de las relaciones que se traban en la trama episódica. Se multiplica así el potencial mimético que ha sido propio y característico de las ficciones y, a medida que uno avanza en la serie, tiene la impresión (falsa) de que cada vez sabe más acerca de sí mismo y de los demás.

Pero no nos engañemos, esto no es lo nuevo que introduce el género puesto que esa había sido la función de todos los géneros narrativos tradicionales, desde la tragedia clásica hasta Tarzán, Rey de los Monos en la novela radiofónica de la tarde, pasando por la ópera y el vaudeville y la cualidad que hizo grandes a Sófocles, a Wagner o a los pingüinos de Walt Disney. Lo novedoso de las series no está en lo mucho que transmiten y lo profundo que calan en la naturaleza humana sino en el tiempo vívido que nos permiten compartir con esa, nuestra propia naturaleza, mientras construyen inadvertidamente una nueva intimidad, un tiempo tan largo que abre un espacio de vida subsidiaria -A second life o, mejor dicho, una surrogate activity, como seguramente denunciaría el Unabomber con la típica lucidez de los psicópatas- para el alma desesperanzada del espectador.

Con el correr de los episodios y la sucesión de "temporadas" durante semanas y meses, uno llega a sentirse en convivencia con los personajes y sus situaciones y poco a poco llega a habitar un mundo enteramente determinado por la ficción. Y no es la trama de esas ficciones -tan inabarcable como la genealogía de Cien años de soledad o como las vicisitudes de una novela de Grossman- lo que importa: lo que seduce al espectador es el tiempo que pasa absorbido por ella, puesto que la serie es un dispositivo para el tratamiento de unas horas que ya no pueden ser recicladas por la lectura o el juego. (Y, por cierto, si la serie no es una novela ni una película tradicional, el llamado videojuego tampoco es un juego, aunque no tengo espacio para explicarlo).

Por último, la propia extensión de las series muestra que nada se juega en ellas, nada se revela o se desentraña en sus historias sino que, en rigor, todo se repite. ¿Hay alguien capaz de encontrar un sentido en la vida de Tony Soprano o en los amoríos del detective irlandés alcoholizado de The wire en medio de la corrupción de la ciudad de Baltimore? Lo significativo de las series es que no tienen desenlace ni resolución; terminan, sí, pero como todo acaba en nada, no puede decirse que terminen en realidad. En este sentido, son como la vida misma. Mejor dicho, como los problemas de todo el mundo. Las series son dispositivos de ejemplificación o, mejor dicho, de reiteración que nos permiten asomarnos a vidas que, por fuerza, han de parecerse a las vidas nuestras, pero -eso sí- sin darnos ninguna clave que pueda explicarlas, mientras llenan el tiempo vacío que deja la vida verdadera (si es que existe algo semejante).

Enrique Lynch, escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *