Juegos de vídeo en los que uno experimenta con extrema sensación de realidad lo que es estar al volante de un coche de carreras, o llevar a cabo una persecución policial, o un ataque militar; reuniones de negocios a través de conexiones vía satélite; conversaciones con vídeo directo por internet o simplemente mediante el móvil... La sensación es tan perfecta, tan completa, que es prácticamente -virtually es el término preferido en inglés- como la vida real.
La realidad virtual -que es como decir lo virtualmente real, lo casi real- es, de hecho, una realidad vicaria. Se experimentan a través de la voz o la imagen las mismas sensaciones que si uno estuviera en un acontecimiento concreto, sin estarlo ni real ni físicamente.
La experiencia virtual no es algo nuevo, aunque la reflexión sobre ella lo pueda ser. Comenzamos a experimentarla ya hace más de un siglo con inventos como el cine, el teléfono y, posteriormente, la televisión. Cuando alguien se comunicaba con otra persona situada a cientos o miles de kilómetros de distancia a través del teléfono, y se asombraba de escucharla «como si estuviera aquí mismo», estaba expresando su fascinación ante la realidad virtual. A una escala más básica, ciertos recuerdos o fantasías pueden tener el mismo efecto. Y ni siquiera ha hecho falta esperar a que se inventara el sexo en vivo por internet para experimentar el sexo de modo vicario, ya que la pornografía dio lugar, hace ya muchas décadas, a una sexualidad virtual.
La realidad virtual hoy está fundamentalmente centrada en internet, una tecnología -dicho sea de paso, de origen militar- en la que se subsumen el teléfono, el vídeo y la televisión, los tres ejes del mundo virtual. Este invento ocupa un lugar cada vez más central en la vida de muchos ciudadanos. Por internet escribimos cartas que llegan a su destino instantáneamente, compramos muebles, buscamos libros antiguos, casa nueva, amantes...
Las diferentes formas de realidad virtual que permite la tecnología tienen, sin duda, un aspecto positivo. Han contribuido a romper el aislamiento en el que muchas personas vivían sumidas. También el anonimato que permite internet, a través de los chats y de los diferentes sistemas de mensajería instantánea, han permitido una fluidez de comunicación que, al no verse limitada por la presencia física del interlocutor -más aun, ni siquiera por la sensación de conocer al interlocutor- es más sincera, aunque eso no siempre tenga los mejores resultados.
Internet ha dado lugar a las llamadas comunidades virtuales. Profesionales, curiosos, coleccionistas y toda clase de personas interesadas en los más exóticos asuntos, de diferentes partes del mundo, ahora pueden intercambiar información de un modo instantáneo, frente a lo tremendamente costoso y tedioso de organizar simposios, tener que enviar cartas o publicar artículos. Como es sabido, además, los mensajes electrónicos contribuyen a la causa ecológica por el menor gasto de papel.
Por lo que respecta a la medicina y demás campos científicos, los efectos de la comunidad virtual son igualmente excelentes. Ahora los especialistas pueden contrastar y comentar sus investigaciones y descubrimientos de modo muy rápido, dando ello lugar a un progreso más veloz.
Hasta aquí lo positivo del mundo virtual. La cuestión es más seria cuando consideramos que está dando lugar a una vida virtual. Ya no se trata de una ocasional llamada telefónica, de la película de buenos y malos que nos enciende las emociones o de la cinta porno que pone al espectador frenético de pasión. Ahora es mucho más que eso. ¿Para qué vamos a ir a pasar un rato con el amiguete de turno si podemos estar hablando con decenas de amigos virtuales en el chat? ¿Para qué vamos a ser fieles a un amor, si en internet es posible encontrar 15 (que a su vez encuentran otros 15) en una sola tarde? Si, en definitiva, podemos experimentar todo de modo virtual -pasiones, persecuciones, vuelos en helicóptero, submarinismo, carreras de coches y, claro, sexo-, ¿para qué molestarnos en experimentarlo de modo real, que es siempre más complicado y costoso?
La cuestión se hace más apremiante si consideramos que el mundo de lo virtual tiende inevitablemente a uniformar las culturas. La televisión (junto con el cine, particularmente la poderosa cinematografía estadounidense) ha sido a lo largo del siglo XX el gran arma, la gran apisonadora de la globalización, la gran demoledora de microculturas. La televisión nos ha estandarizado. Los poderosos imponen su cultura, su estética, sus intereses, a escala planetaria a través de la omnipresente televisión («cada uno en su casa y la tele en la de todos», era la versión del conocido refrán que daba una antigua amiga).
Lo paradójico es que esa misma vida virtual que acerca íntimamente a coleccionistas de España y Australia en el éter de lo cibernético, en la vida real nos distancia. Estamos más interesados en el chat que en las personas reales a las que tenemos acceso en nuestro entorno social. Resolvemos la vida a través de sms y de mensajes de e-mail o de voice mail.
La fascinación de lo virtual es la cápsula edulcorada que, bien administrada, cuando sea necesario su uso, puede ser útil y curativa, pero que, tomada de modo acrítico, puede tener efectos desastrosos para la diversidad cultural y las relaciones humanas.
Juan Antonio Herrero Brasas es profesor de Ética social en la Universidad del Estado de California.