La vida y al edad longeva

La vida y la edad están estrecha e ineludiblemente relacionadas. De entrada, porque el significado de la segunda está determinado por la función que cumple respecto a la primera: la edad no es sino el tiempo de vida de la persona, la medida exacta y constante de la duración de su existencia. Pero están vinculadas también porque caminan juntas e inseparablemente. Tienen un origen simultáneo: el nacimiento del ser humano, y continúan tan unidas como un cuerpo y su sombra hasta que llega la muerte, que también comparten de un modo inevitable: desde que esta acaece deja de haber vida y queda fijado definitivamente el tiempo que duró.

Sin embargo, la edad es algo más que el simple cómputo numérico del curso de la vida, es una circunstancia que llega a influir en la percepción que tenemos de nuestra propia existencia. Es verdad que durante una buena parte de nuestra vida apenas reparamos en que vamos cumpliendo años. En ese tiempo, la edad parece progresar muy lentamente y la que vamos teniendo casi siempre nos parece poca: no caemos en la cuenta de que van transcurriendo indefectiblemente las etapas de nuestra existencia. Y solo cuando es mucho lo vivido y poco lo que nos queda por vivir se nos hace presente la edad cumplida y tomamos una postura vital respecto al tiempo que nos resta. A esto último es a lo que deseo referirme realmente.

Las cuatro etapas de nuestra vida: la infancia-adolescencia, la juventud, la adultez y la senectud, transcurren sin solución de continuidad, porque el abandono de una coincide exactamente con el ingreso en la siguiente. Son, además, permanentes e inmutables, porque desde que existe el hombre siempre hay personas, aunque distintas cada vez, comprendidas en esas franjas de edad.

La infancia y la adolescencia representan la edad del crecimiento físico y de la escasa consciencia intelectual. La juventud, que empieza en la pubertad y se extiende hasta los comienzos de la edad adulta, es la época de la suficiencia vital. Estamos tan llenos de fuerza, de energía, que derrochamos vitalidad física y sentimental. La adultez, a la que se llega cuando el cuerpo alcanza su completo desarrollo, es la edad de la expansión, en la que maduran las cualidades que hemos ido cultivando y fructifican los esfuerzos desplegados hasta entonces. El último período de nuestra vida, la senectud, es la edad de las lamentaciones. En ella, uno empieza a quejarse de todo: de los achaques, de la insensatez de la juventud, de las ocasiones perdidas, del tiempo que se dejó pasar. Es la época en la que nos nutrimos intelectualmente de intransigencia.

El paso por cada una de estas etapas transforma imparablemente presente en pasado y, según la ley natural, cada vez es menos el tiempo que resta por vivir. Por eso, si bien se soporta más o menos bien el tránsito desde la infancia hasta la senectud, se sobrelleva bastante mal el tiempo que nos queda desde que se entra en esta etapa.

No tengo ninguna duda de que habrá lectores que piensen que han asumido la senectud con la misma actitud que las etapas anteriores de su vida. Pero creo también que hay otros, tal vez más, que la han recibido con rebeldía, con un elevado grado de inconformismo. Un breve repaso por la literatura –muestrario en papel de la vida– demuestra lo que digo.

Es a la rebeldía, por encima de todo, a la que hay que achacar las desfavorables valoraciones sobre la vejez que realiza García Márquez en su magistral novela «El amor en los tiempos del cólera» (tal vez habría sido más exacto «en los tiempos de la vejez»). Entre las frases que García Márquez dedica a esta etapa de la vida, me permito recordar: «Hay fisuras en la memoria»; se presentan «los signos inequívocos del óxido final»; «la vejez era un estado indecente que debía impedirse a tiempo»; «a esa edad ya está uno medio podrido en vida»; «tentaleando solo entre las tinieblas de la vejez»; «aprendían a no sentir los achaques a fuerza de convivir con ellos en el basurero de la vejez»; «para él fue el rincón más abrigado en la ensenada de la vejez»; «no se pusiera cerca de su aliento porque la vejez era contagiosa», o, finalmente, «el tiempo de la vejez no era un torrente horizontal, sino una cisterna desfondada por donde se desaguaba la memoria».

Junto a este inconformismo radical ante lo inevitable, hay quien se consuela ensalzando idealmente el pasado. En las conocidas «Coplas por la muerte de su padre» Jorge Manrique escribe «cómo, a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor», y lo mismo sostiene Gracián cuando dice «en la boca del viejo todo lo bueno fue y todo lo malo es». Ambas no son sino apreciaciones excesivamente favorables del pasado realizadas por quienes o temen el futuro o añoran del pasado la edad que tenían entonces, o se van preparando mentalmente para aceptar de buen grado la llegada inevitable de la muerte. Porque no parece que pueda discutirse que la Humanidad ha progresado constantemente, lo cual sugiere que el presente mejora siempre el pasado. Finalmente, hay algún autor que evalúa la longevidad de manera objetiva, como el admirable Stefan Zweig, quien en su pieza «Cicerón», de su obra «Momentos estelares de la Humanidad. Catorce miniaturas históricas» escribe: «Alguien realmente sabio debe aprender que la verdadera dignidad de la vejez y de la vida es la resignación».

A mi modo de ver, cuando uno llega a la edad longeva, no tiene que rebelarse contra la vejez ni consolarse pensando que lo pasado fue mejor. Pero tampoco me parece que debamos limitarnos a aceptar pacientemente lo que nos deparen los años que nos queden.

Propongo, por el contrario, una resignación activa, esto es: disfrutar decididamente de todo lo bueno que nos vaya ofreciendo la vida hasta que nos llegue el final. Pero no, como dicen algunos, por sentirse joven (es una frase hueca), sino por conservar un espíritu abierto: hay que estar a favor del espectáculo de la vida impidiendo que el tiempo suture los poros del alma, para que podamos disfrutar intensamente de cada uno de los días del tiempo que nos reste.

José Manuel Otero Lastres, catedrático y escritor.

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