La vigencia de la Constitución

Hoy se cumplen treinta y cinco años desde que el pueblo español aprobara en referéndum, por amplísima mayoría, la Constitución española de 1978. Que podamos celebrar el trigésimo quinto aniversario de la Constitución es, en sí mismo, un hito en nuestra atormentada historia constitucional, pues, como es sabido, ninguna otra constitución española –y resulta oportuno recordarlo– ha tenido una vigencia real tan prolongada.

Esta ya larga vigencia de la Constitución del 78 no ha sido fruto del azar. Antes bien, ha sido el resultado de la inteligencia política y jurídica con la que los constituyentes abordaron el proceso constituyente y redactaron el texto constitucional. Quisieron acertadamente, conjurando fantasmas del pasado, que la nuestra no fuese una constitución de bandería o facción, sino una constitución de todos, y supieron deponer sus visiones unilaterales, sus intereses particulares y sus pasiones, y redactar un texto en el que pudieran reconocerse la inmensa mayoría de los españoles. El «consenso» fue, en efecto, un gran pacto integrador que confirió a la Constitución una amplísima legitimación democrática y afianzó la democracia española hasta hacerla una realidad irreversible.

Una de las decisiones fundamentales a las que alcanzó el acuerdo de los constituyentes fue el carácter normativo de la Constitución, novedad radical en nuestra historia constitucional, que ha sido clave para la transformación de nuestro sistema jurídico. La Constitución se configuró a sí misma no sólo como la norma fundamental del Estado, sino como norma a la que están sujetos todos los ciudadanos y los poderes públicos (art. 9.1 CE), encomendando, además, la garantía de su observancia al Tribunal Constitucional. Estas previsiones han sido fecundísimas para la transformación de nuestro Ordenamiento, que hoy está profundamente impregnado de los valores y principios constitucionales, en buena medida merced a la labor desempeñada por el Alto Tribunal.

Pero la Constitución, además de cabecera y fundamento de todo el ordenamiento jurídico, quiso sobre todo ser un marco de integración política, un marco de convivencia en el que cupieran opciones políticas de muy diverso signo. A la vista de la experiencia, creo que es de justicia reconocer que ha conseguido este propósito, pues durante sus treinta y cinco años de vigencia se ha alcanzado un nivel de respeto a los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos insólito en nuestra historia política; se ha asentado un sistema político que ha permitido la alternancia con naturalidad y ha consentido a diferentes partidos desarrollar sus programas de gobierno; y se ha conformado un Estado con un grado de descentralización política perfectamente comparable al de los estados federales, garantizando a las nacionalidades y regiones que lo integran un nivel de autogobierno del que nunca antes habían gozado.

La gravedad de la crisis económica y política que atravesamos y las urgencias del momento no debieran hacernos olvidar o minusvalorar lo mucho conseguido. Precisamente en tiempos de zozobra, el marco de integración política que la Constitución representa es, seguramente, el mejor escenario para afrontarlas, y los valores y principios constitucionales un buen norte para establecer el rumbo de las reformas necesarias. No caigamos en la ingenuidad de imputar al texto constitucional posibles errores del pasado que explicarían el momento presente, ni en la de cifrar en meros cambios normativos la clave de los cambios políticos o económicos necesarios.

La Constitución de 1978, que, por cierto, sigue siendo una de las más jóvenes constituciones europeas, contiene, creo, suficientes instrumentos y suficientemente flexibles como para afrontar todos los desafíos del momento, desde los relativos a las tensiones en el modelo territorial hasta los que derivan de la creciente demanda social de regeneración democrática. Pero para ello es menester que se restauren, actualicen y recreen los consensos políticos que constituyeron su base, pues esos consensos fueron entonces y deben seguir siendo ahora la auténtica constitución material en la que el texto normativo se ancle.

De todos es sabido que precisamente a causa –pero también como consecuencia– del consenso la Constitución es a menudo un texto abierto en el que hubo cuestiones, incluso centrales de la organización política del Estado, que sólo pudieron apuntalarse y que, por tanto, quedaron pendientes de ulteriores desarrollos. Pero paradójicamente esas, si se quiere, carencias del consenso remitían y remiten al consenso mismo, pues ponen de relieve que este no es sólo el rasgo genético más relevante del pacto constitucional de 1978, sino, sobre todo, lo que hoy es más importante: el modo natural de cumplirlo y remozarlo.

Como algunas voces destacadas señalan, quizás esa necesaria revitalización de los consensos constitucionales pase por abordar la reforma de la Constitución en alguno de sus extremos. El propio texto constitucional, consciente de que lo que se quiere conservar debe necesariamente un día reformarse, contempla sendos procedimientos de reforma, que requieren tiempos y mayorías distintas en función del alcance de la modificación pretendida y que constituyen garantías de racionalidad y consenso para el proceso. Al cabo, reformar la Constitución, observando, eso sí, los cauces que ella misma prevé a tal efecto, es una de las formas, quizás incluso la más importante, de cumplirla y hacerla efectiva.

Cada generación –decía Thomas Jefferson– «tiene derecho a elegir por sí misma la forma de gobierno que cree que mejor promueve su propia felicidad», pero decía también, llamando a la responsabilidad colectiva –la libertad llama siempre a la responsabilidad– que «es responsabilidad de cada generación pagar sus propias deudas…».

En momentos políticos y económicos mucho más difíciles que los actuales, una generación de españoles y de representantes políticos, los protagonistas de la Transición, fue capaz de ponerse de acuerdo y de sellar un pacto social de convivencia que el tiempo ha evidenciado como muy provechoso. No creo que nuestra generación, que en gran medida gracias a aquella ha crecido en libertad y ha disfrutado de una democracia plena, sea menos generosa o capaz para actualizar o reformular el pacto constituyente. Insisto, a poco que se lea con inteligencia política, el propio texto constitucional ofrece principios, instrumentos y directrices para este apasionante cometido nuevamente histórico. Un cometido que –conviene no olvidarlo– está en manos de todos y, por ello, a todos compromete.

Por Francisco Pérez de los Cobos Orihuel, presidente del Tribunal Constitucional.

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